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Isabelle hizo una mueca.

—O bien es un «nos» mayestático o Magnus y tú os estáis volviendo una de esas parejas que creen ser una sola persona. «Nos gusta el sándalo.» «Nos encanta la sinfonía.» «Esperamos que te guste nuestro regalo de Navidad», lo que, si me preguntas, me parece una manera muy ruin de evitarse tener que comprar dos regalos.

Alex parpadeó con sus húmedas pestañas.

—Ya lo entenderás…

—Si me dices que ya lo entenderé cuando me enamore, te ahogaré con esa toalla.

—Y si sigues impidiéndome que vuelva a mi cuarto y me vista, haré que Magnus invoque a los duendecillos para que te aten nudos por toda la melena.

—Oh, sal de mi camino —dijo Isabelle dándole una patada en el tobillo a Alec, que éste ignoró siguiendo, sin prisa, por el pasillo. Tuvo la sensación de que si se volvía y lo miraba, él le estaría sacando la lengua, así que no miró. En vez de eso, se encerró en el baño y abrió la ducha al máximo. Luego miró el estante de los productos de ducha y soltó una palabra muy poco femenina.

Champú, suavizante y jabón, todo de sándalo. Agg.

Cuando finalmente salió, vestida de uniforme y con el cabello recogido en lo alto, se encontró a Alec, a Magnus y a Jocelyn esperándola en el salón. Había donuts, que ella no quería, y café, que sí quería. Se puso bastante leche en el café y se sentó, mirando a Jocelyn, que iba vestida, para su sorpresa, con el traje de los cazadores de sombras.

Eso era raro, pensó. La gente a menudo le decía que se parecía a su madre, aunque ella no lo veía, pero en ese momento se preguntó si ella se parecería a su madre de la misma manera que Clary se parecía a Jocelyn. El mismo color de pelo, sí, pero también la misma clase de rasgos, la misma inclinación de cabeza, el mismo mentón obstinado. La misma sensación de que esa persona podía parecer una muñeca de porcelana, pero con acero por debajo. Sin embargo, a Isabelle le habría gustado que, de la misma manera que Clary había sacado los ojos verdes de su madre, ella hubiera heredado los ojos azules de la suya. El azul era mucho más interesante que el negro.

—Al igual que con la Ciudad Silenciosa, sólo hay una Ciudadela Infracta, pero hay muchas puertas que se pueden encontrar —explicó Magnus—. La más cercana está en el viejo Monasterio Agustino de Grymes Hill, en Staten Island. Alec y yo iremos a través del Portal con vosotras hasta allí y esperaremos vuestro regreso, pero no podemos acompañaros a la Ciudadela.

—Lo sé —repuso Isabelle—. Porque sois chicos. Piojos.

Alec apuntó a su hermana con el dedo.

—Tómatelo en serio, Izzy. Las Hermanas de Hierro no son como los Hermanos Silenciosos. Son mucho menos amables y no les gusta que se les moleste.

—Prometo que me comportaré —contestó Isabelle, y dejó la taza vacía sobre la mesa—. Vamos.

Magnus la miró receloso durante un instante, luego se encogió de hombros. Llevaba el pelo engominado en un millón de puntas, y los ojos rodeados de negro, lo que les daba un aspecto más gatuno que nunca. Pasó ante ella yendo hacia la pared, ya murmurando en latín; entonces comenzó a materializarse la conocida silueta de un Portal, con su forma de puerta arcana rodeada de símbolos destellantes. Se alzó un viento, frío y cortante que echó hacia atrás los zarcillos sueltos del cabello de Isabelle.

Jocelyn se adelantó y cruzó el Portal. Era como ver a alguien desaparecer por el costado de una ola de mar: una neblina plateada pareció tragársela; el intenso color rojo de su cabello apagándose mientras se desvanecía tras un tenue resplandor.

Isabelle fue la siguiente. Estaba acostumbrada a la sensación de vértigo que producía viajar por un Portal. Oyó un silencioso rugido y notó la falta de aire en los pulmones. Cerró los ojos, y luego los volvió a abrir cuando el torbellino la soltó y cayó sobre unos matojos secos. Se puso en pie, sacudiéndose los pantalones, y vio a Jocelyn mirándola. La madre de Clary abrió la boca, y la volvió a cerrar al aparecer Alec, que cayó en los arbustos al lado de Isabelle, y por último, Magnus. El tenue brillo del Portal se cerró tras él.

Ni siquiera el viaje a través del Portal había estropeado el punzante peinado de Magnus. Se tiró con orgullo de unos afilados mechones.

—Compruébalo —le dijo a Isabelle.

—¿Magia?

—Gomina. Tres con noventa y nueve en Ricky’s.

Isabelle puso los ojos en blanco y se volvió para ver dónde estaban. Se hallaban en lo alto de una colina, con la cumbre cubierta de matojos secos y hierba marchita. Más abajo se veían árboles ennegrecidos por el otoño, y en la distancia, la chica vio el cielo despejado y el extremo del Puente Verrazano-Narrows, que conectaba Staten Island con Brooklyn. Al volverse, vio el monasterio que se alzaba entre la triste vegetación. Era un edificio grande de ladrillo rojo, con la mayoría de las ventanas rotas o tapiadas. Aquí y allí se veían grafitis. Buitres cabecirrojos, molestos por la llegada de los viajeros, volaban en círculos alrededor del ruinoso campanario.

Isabelle lo miró con los ojos entrecerrados, preguntándose si habría algún glamour. De haberlo, era uno muy potente. Por mucho que lo intentara, no veía nada diferente del edificio en ruinas que tenía delante.

—No hay ningún glamour —dijo Jocelyn, e Isabelle se sobresaltó—. Lo que ves es lo que hay.

Jocelyn comenzó a ir hacia el convento, haciendo que sus botas aplastasen la vegetación seca. Al cabo de un instante, Magnus se encogió de hombros y la siguió. Isabelle y Alec fueron tras él. No había camino; las ramas crecían enmarañadas, oscuras contra el aire claro, y la seca vegetación crujía bajo sus pies. Al acercarse al edificio, Isabelle vio secciones de hierba quemada donde alguien había pintado con espráis pentagramas y círculos rúnicos.

—Mundanos —informó Magnus, mientras apartaba una rama del camino de Isabelle—. Jugando tontamente con la magia, sin entenderla de verdad. A menudo les atraen los sitios así, los centros de poder, sin saber realmente por qué. Se reúnen aquí, beben y pintan las paredes con espráis, como si se pudiera dejar una marca humana en la magia. No se puede. —Habían llegado a la puerta, cerrada con tablas—. Ya estamos aquí.

Isabelle miró fijamente a la puerta. De nuevo no tuvo ninguna sensación de que la cubriera un glamour, aunque si se concentraba mucho, conseguía ver un leve resplandor, como el del sol bailando en el agua. Jocelyn y Magnus se miraron, y luego Jocelyn se volvió hacia la chica.

—¿Estás lista?

Isabelle asintió, y sin más preámbulos, Jocelyn avanzó y desapareció entre las tablas que cubrían la puerta. Magnus miró a Isabelle, expectante.

Alec se acercó a ella, e Isabelle notó el roce de su mano en el hombro.

—No te preocupes —le dijo—. Lo harás muy bien, Izzy.

Ella alzó la barbilla, desafiante.

—Lo sé —replicó, y siguió a Jocelyn a través de la puerta.

Clary tragó aire, pero antes de poder contestar, se oyó un paso en la escalera y Jace apareció al final del pasillo. Al instante, Sebastian la soltó y le hizo dar la vuelta. Con la sonrisa de un lobo, le alborotó el cabello.

—Me alegro de verte, hermanita.

Clary se quedó sin habla. Sin embargo, Jace no; fue hacia ellos sin hacer ruido. Llevaba una chaqueta negra de cuero, una camiseta y vaqueros, e iba descalzo.

—¿Estabas abrazando a Clary? —Miró a Sebastian sorprendido.

El otro se encogió de hombros.

—Es mi hermana. Me alegro de verla.

—Tú no abrazas a la gente —dijo Jace.

—No he tenido tiempo de prepararle un pastel.

—No ha sido nada —repuso Clary, restándole importancia con un gesto—. Me he tropezado. Él sólo me ha cogido para que no me cayera.

Si a Sebastian le sorprendió oír cómo ella lo defendía, no lo demostró. Su expresión era totalmente neutra mientras Clary iba por el pasillo hacia Jace, que la besó en la mejilla, con los dedos fríos sobre la piel de ella.

—¿Qué estabas haciendo aquí? —preguntó Jace.