—Buscándote. —Clary se encogió de hombros—. Me he despertado y no te encontraba. Pensé que tal vez estuvieras durmiendo.
—Ya veo que has descubierto el alijo de ropa. —Sebastian indicó la camisa con un gesto—. ¿Te gusta?
Jace le lanzó una mirada.
—Hemos salido a buscar comida —explicó a la chica—. Nada especial. Pan y queso. ¿Quieres comer?
Y unos minutos después, Clary se encontró instalada delante de la gran mesa de acero y vidrio. Por los comestibles que había sobre la mesa, entendió que su segunda suposición había sido la correcta. Estaban en Venecia. Había pan, quesos italianos, salami y jamón, uvas, mermelada de higos y botellas de vino italiano. Jace estaba sentado frente a ella y Sebastian en la cabecera de la mesa. A Clary todo aquello le trajo el inquietante recuerdo de la noche que había conocido a Valentine, en Renwick’s de Nueva York, en cómo se había puesto entre Jace y ella a la cabecera de la mesa, cómo les había ofrecido vino y les había dicho que eran hermanos.
Entonces lanzó una mirada disimulada a su verdadero hermano. Pensó en cómo se había puesto su madre al verlo. «Valentine.» Pero Sebastian no era una copia idéntica de su padre. Clary había visto fotos de Valentine a esa edad. El rostro de Sebastian suavizaba los duros rasgos de su padre con la hermosura de su madre; él era alto pero no tan ancho, y su aspecto resultaba un poco más ágil y felino. Tenía los pómulos y la boca de Jocelyn, los ojos oscuros de Valentine y su cabello rubio casi blanco.
Entonces, él alzó los ojos y la pilló mirándolo.
—¿Vino? —le ofreció.
Ella asintió, aunque nunca le había gustado demasiado el vino, y desde Renwick’s, lo odiaba. Carraspeó mientras Sebastian le llenaba la copa.
—¿Y bien? —comenzó—. ¿Este sitio es tuyo?
—Era de nuestro padre —contestó Sebastian, mientras volvía a dejar la botella sobre la mesa—. De Valentine. Se traslada, entra y sale de los mundos, del nuestro y de otros. Lo solíamos emplear como un lugar de retiro además de como un medio de transporte. Me trajo aquí unas cuantas veces y me enseñó a entrar y a salir y a hacer que vaya de un sitio a otro.
—No tiene puerta al exterior.
—La hay, si sabes cómo encontrarla —explicó Sebastian—. Papá fue muy listo creando este sitio.
Clary miró a Jace, que negó con la cabeza.
—A mí nunca me lo enseñó. Ni siquiera habría supuesto que existiera.
—Es muy… pisito de soltero —dijo Clary—. Nunca habría pensado en Valentine como alguien con…
—¿Un televisor de pantalla plana? —Jace le sonrió—. Aunque no es que pille los canales, pero puedes ver DVD. En la mansión habíamos tenido una vieja heladera que funcionaba con luz mágica. Aquí se puso una nevera de las más modernas.
—Eso fue por Jocelyn —indicó Sebastian.
—¿Qué? —preguntó Clary, mirándolo.
—Todos los trastos modernos. Los electrodomésticos. Y la ropa. Como la camisa que llevas. Eran para nuestra madre. Por si se decidía a volver. —Los oscuros ojos de Sebastian se encontraron con los suyos. Clary se sintió mareada.
«Éste es mi hermano, y estamos hablando de nuestros padres.»
La cabeza le daba vueltas; estaban pasando demasiadas cosas en muy poco tiempo para poder asimilarlas, procesarlas. Nunca había tenido tiempo de pensar en Sebastian como su hermano vivo. Para cuando había descubierto quién era él realmente, Sebastian ya estaba muerto.
—Perdona que todo esto te resulte raro —dijo Jace disculpándose, mientras señalaba la camisa—. Te podemos comprar otra ropa.
Clary tocó la manga. La tela era sedosa, elegante y cara. Bueno, eso lo explicaba todo: la ropa de su talla, los colores que le sentaban bien. Porque ella se parecía mucho a su madre.
Respiró hondo.
—Ya está bien —contestó—. Sólo que… ¿Qué hacéis exactamente? Viajáis por ahí dentro de este apartamento y…
—¿Vemos mundo? —aportó Jace animado—. Hay cosas peores.
—Pero no podéis hacer eso eternamente.
Sebastian no había comido mucho, pero se había bebido dos copas de vino. Estaba en la tercera, y le brillaban los ojos.
—¿Por qué no?
—Bueno, porque… porque la Clave os está buscando, y no podéis estar huyendo y ocultándoos eternamente… —La voz de Clary se fue apagando mientras miraba al uno y luego al otro. Compartían una mirada… la mirada de dos personas que saben algo que nadie más sabe. No era una mirada que Jace hubiera compartido con nadie más delante de ella desde hacía mucho tiempo.
—¿Estás formulando una pregunta o haciendo una observación? —preguntó Sebastian en un tono lento y bajo.
—Tiene derecho a conocer nuestros planes —repuso Jace—. Ha venido conmigo sabiendo que no podría volver.
—Un acto de fe —dijo Sebastian, pasando el dedo por el borde de la copa. Clary había visto hacer lo mismo a Valentine—. En ti. Te ama. Por eso está aquí. ¿No es cierto?
—¿Y qué si lo es? —replicó ella. Supuso que podría fingir que existía alguna otra razón, pero los ojos de Sebastian eran penetrantes y oscuros, y Clary dudó que la creyera—. Confío en Jace.
—Pero no en mí —concluyó Sebastian.
Clary escogió sus siguientes palabras con gran cuidado.
—Si Jace confía en ti, entonces quiero confiar en ti —aseguró—. Y eres mi hermano. Eso cuenta para algo. —La mentira le supo amarga—. Pero lo cierto es que no te conozco.
—Entonces, quizá deberías pasar algún tiempo conociéndome —respondió Sebastian—. Y luego te contaremos nuestros planes.
«Contaremos.» «Nuestros» planes. En su mente estaban Jace y él; no había Jace y Clary.
—No me gusta dejarla en ascuas —protestó Jace.
—Se lo diremos dentro de una semana. ¿Qué diferencia puede haber en una semana?
Jace lo miró muy serio.
—Hace dos semanas, tú estabas muerto.
—Bueno, no estaba proponiendo dos semanas —replicó Sebastian—. Eso sería de locos.
Jace hizo una mueca de fastidio con la comisura de la boca.
—Estoy dispuesta a esperar a que confíes en mí —repuso Clary, sabiendo que eso era lo correcto, lo mejor que podía decir. Aunque odiase decirlo—. Por mucho que tardes.
—Una semana —dijo Jace.
—Una semana —aceptó Sebastian—. Y eso significa que se queda aquí, en el apartamento. No se comunicará con nadie. Nada de abrirle la puerta, nada de entrar y salir.
Jace se recostó en la silla.
—¿Y qué pasa si estoy con ella?
Sebastian lo miró durante un largo instante con los ojos entrecerrados. Su mirada era calculadora. Clary se dio cuenta de que estaba decidiendo qué le iba permitir hacer a Jace. Estaba decidiendo cuánta rienda suelta le daba a su «hermano».
—Bien —contestó finalmente, con la voz cargada de condescendencia—. Si tú estás con ella.
Clary miró su copa de vino. Oyó a Jace responder en un murmullo, pero no pudo mirarlo. La idea de un Jace al que se le «permitía» hacer cosas, a Jace, que siempre había hecho lo que había querido, le revolvió el estómago. Tuvo ganas de levantarse y romperle la botella de vino en la cabeza a Sebastian, pero sabía que eso era imposible.
«Hiere a uno, y el otro sangra.»
—¿Qué tal el vino? —Era la voz de Sebastian, con un tonillo de diversión evidente.
Ella vació la copa, soportando su amargo sabor.
—Delicioso.
Isabelle emergió en un paisaje extraño. Una llanura de verde intenso se abría ante ella bajo un pesado cielo gris oscuro. Se subió la capucha y miró alrededor, fascinada. Nunca había visto una extensión de cielo tan amplia, o una llanura tan vasta; despedía un resplandor trémulo, del tono del musgo. Cuando Isabelle dio un paso, vio que sí era musgo, que crecía alrededor y por encima de las rocas negras esparcidas sobre la tierra de color del carbón.
—Es una llanura volcánica —explicó Jocelyn. Se hallaba junto a Isabelle, y el viento le estaba sacando mechones de cabello pelirrojo del apretado moño. Resultaba casi inquietante lo mucho que se parecía a Clary—. Hace mucho, esto eran lechos de lava. Seguramente, toda la zona es volcánica hasta cierto punto. Al trabajar con adamas, las Hermanas necesitan un calor increíble para sus forjas.