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—Pues pensaba que haría más calor —masculló la chica.

Jocelyn le lanzó una mirada seca, y comenzó a caminar en lo que a Isabelle le pareció una dirección cualquiera. Se apresuró a seguirla.

—A veces te pareces tanto a tu madre que me sorprendes, Isabelle.

—Me tomaré eso como un cumplido. —La chica entrecerró los ojos. Nadie insultaba a su familia.

—No lo he dicho como un insulto.

Isabelle clavó los ojos en el horizonte, donde el oscuro cielo se encontraba con el suelo verde esmeralda.

—¿Conocías bien a mis padres?

Jocelyn la miró de reojo.

—Bastante bien, cuando todos estábamos juntos en Idris. Pero hacía años que no los veía, hasta hace poco.

—¿Los conocías cuando se casaron?

El camino que Jocelyn había tomado comenzaba a subir, así que su respuesta fue un poco jadeante.

—Sí.

—¿Estaban… enamorados?

Jocelyn se detuvo de golpe y miró a la chica.

—Isabelle, ¿de qué va esto?

—¿Del amor? —sugirió la otra después de un corto silencio.

—No sé por qué puedes creer que yo sea una experta en eso.

—Bueno, básicamente has conseguido que Luke se haya pasado toda la vida colgado de ti, antes de acceder a casarte con él. Eso es impresionante. Me gustaría tener tanto poder sobre un tío.

—Lo tienes —repuso Jocelyn—. Sí que lo tienes. Y no es algo que se deba desear. —Se pasó las manos por el cabello, e Isabelle se sobresaltó. Por mucho que Jocelyn se pareciera a su hija, tenía las manos largas, flexibles y delicadas de Sebastian. Izzy recordaba haber cortado una de esas manos, en el valle de Idris; su látigo había penetrado la piel y el hueso—. Tus padres no son perfectos, Isabelle, porque nadie es perfecto. Son gente complicada. Y acaban de perder a un hijo. Así que si esto tiene que ver con que tu padre se quede en Idris…

—Mi padre engañó a mi madre —soltó la chica, y casi se cubrió la boca con la mano. Había guardado ese secreto durante años, y decírselo en voz alta a la madre de Clary le parecía como una traición, a pesar de todo.

El rostro de Jocelyn cambió. Se volvió compasivo.

—Lo sé.

Isabelle inspiró con fuerza.

—¿Lo sabe todo el mundo?

—No. —La mujer negó con la cabeza—. Unos cuantos. Yo estaba… en una situación privilegiada para saberlo. No puedo decirte más.

—¿Con quién fue? —preguntó Isabelle—. ¿Con quién engañó a mi madre?

—Con nadie a quien conozcas, Isabelle…

—¡Tú no sabes a quién conozco! —La chica alzó la voz—. Y deja de decir mi nombre así, como si fuera una niña pequeña.

—No me corresponde a mí decírtelo —replicó Jocelyn tajante, y siguió caminando.

Isabelle corrió tras ella, incluso aunque la pendiente del camino se hizo más pronunciada, como una pared verde alzándose hacia el tormentoso cielo.

—Tengo todo el derecho a saberlo. Son mis padres. Y si no me lo dices, voy…

Se detuvo, ahogando un grito. Habían llegado a lo alto de la colina, y, de alguna manera, ante ellas había surgido una fortaleza del suelo, como una seta. Estaba tallada de adamas de color plata claro, y reflejaba el cielo nuboso. Torres culminadas de electrum se elevaban hacia lo alto. La fortaleza estaba rodeada de una muralla alta, también de adamas, en la que había una única puerta, compuesta por dos grandes hojas clavadas en el suelo formando ángulo, por lo que parecían unas monstruosas tijeras.

—La Ciudadela Infracta —susurró Jocelyn.

—Gracias —replicó la chica—. Ya lo había supuesto.

Jocelyn hizo un chasquido como el que Isabelle había oído tantas veces a sus propios padres. Estaba bastante segura de que significaba «adolescentes» en lenguaje de padres. Cuando Jocelyn comenzó a bajar la colina hacia la fortaleza, Isabelle, cansada de seguirla, se puso delante de ella. Era más alta que la madre de Clary y tenía las piernas más largas, así que no vio ninguna razón para esperar a Jocelyn si ésta iba a insistir en tratarla como a una niña. Bajó la colina con pasos decididos, aplastando el musgo con las botas, y se agachó para cruzar por la puerta en forma de tijeras…

Y se quedó inmóvil. Se hallaba en un pequeño saliente de roca. Ante ella, se abría un gran abismo, en el fondo del cual hervía un río de lava roja y dorada que rodeaba la fortaleza. Al otro lado del abismo, muy lejos para poder saltar incluso para un cazador de sombras, se hallaba la única entrada visible a la fortaleza: un puente levadizo.

—Algunas cosas —dijo Jocelyn, apareciendo a su lado— no son tan sencillas como parecen.

Isabelle pegó un brinco, y luego la miró enfadada.

—¡Vaya sitio para pegarle un susto a alguien!

Jocelyn sólo se cruzó de brazos y arqueó las cejas.

—Sin duda Hodge te enseñó el método adecuado para acercarte a la Ciudadela Infracta —replicó ella—. Después de todo, está abierta a todas las cazadoras de sombras que estén bien consideradas por la Clave.

—Claro que lo hizo —repuso Isabelle en tono altivo, mientras trataba de recordarlo. «Sólo aquellas con sangre de nefilim…» Se llevó la mano a la cabeza y cogió uno de los palillos metálicos que llevaba en el pelo. Cuando giró la base, se abrió, chasqueó y se desdoblo formando una daga con una runa de coraje en la hoja.

La chica alzó las manos sobre el abismo.

Ignis aurum probat —recitó, y con la daga se hizo un corte en la palma; sintió un dolor penetrante y rápido, y la sangre manó del corte, un torrente de rubí que cayó al abismo que se abría ante ella. Se vio un destello de luz azul y se oyó un fuerte crujido. El puente comenzó a bajar lentamente.

Isabelle sonrió y se limpió la hoja de la daga en los pantalones. Con otro giro, la daga volvió a ser un palillo de metal. Se lo metió de nuevo entre el cabello.

—¿Sabes lo que significa eso? —preguntó Jocelyn sin apartar los ojos del puente.

—¿El qué?

—Lo que acabas de decir. El lema de las Hermanas de Hierro.

El puente casi había bajado del todo.

—Significa: «El fuego prueba al oro».

—Correcto —dijo Jocelyn—. No se refiere sólo a las forjas y la metalurgia. Se refiere a que la adversidad prueba la fuerza del carácter. En momentos difíciles, en tiempos oscuros, alguna gente reluce.

—Oh, ¿sí? —replicó Izzy—. Bueno, estoy harta de tiempos difíciles y oscuros. Quizá yo no quiera brillar.

El puente cayó a sus pies.

—Si te pareces en algo a tu madre —advirtió Jocelyn—, no podrás evitarlo.

9

Las hermanas de hierro

Alec alzó la mano con la piedra de la luz mágica y unos rayos brillantes manaron entre sus dedos, iluminando un rincón de la estación de City Hall y luego otro. Pegó un bote cuando un ratón chilló mientras corría por el polvoriento andén. Alec era un cazador de sombras; había estado en muchos lugares oscuros, pero el aire abandonado de aquella estación tenía algo que lo hacía estremecer.

Quizá fuera la desazón de la deslealtad que había sentido al abandonar su puesto de guardia en Staten Island y dirigirse hacia el ferry en cuanto Magnus se había marchado. No había pensado lo que estaba haciendo; simplemente lo había hecho, como si estuviera en piloto automático. Si se daba prisa, seguro que podría estar de vuelta allí antes de que Jocelyn e Isabelle regresaran, antes de que nadie se diera cuenta de que se había marchado.

Alec alzó la voz.

—¡Camille! —llamó—. ¡Camille Belcourt!

Oyó una suave risa, que reverberó en las paredes de la estación. Y luego ella estaba allí, en lo alto de la escalera, mientras el brillo de la luz mágica perfilaba su silueta.