Clary no creía haber visto nunca llorar a Izzy, y era evidente que en ese momento estaba tratando de no hacerlo. Pero sus ojos estaban sospechosamente abiertos y brillantes. Alec se miraba los zapatos. Clary notó un chorro de dolor queriendo brotar en su interior, pero lo contuvo; no podía pensar en cuando Jace era un niño, no podía pensar en él perdido en la oscuridad, porque sino pensaría en él en ese momento, perdido en algún lugar, atrapado en alguna parte, necesitado de ayuda, esperando a que ella llegara, y se quebraría.
—¡Aline! —Era Helen, agarrando firmemente por la muñeca a un niño con las manos cubiertas de cera azul. Debía de haber estado jugando con las velas de los enormes candelabros que decoraban los costados de la nave. Parecía tener unos doce años, con una sonrisa maliciosa y los mismos impresionantes ojos azules de su hermana, aunque el cabello del chico era castaño oscuro—. Ya estamos aquí. Seguramente deberíamos irnos antes de que Jules destruya esto. Por no hablar de que no tengo ni idea de dónde se han metido Tibs y Livvy.
—Están comiendo cera —apuntó el niño, el tal Jules, tratando de ayudar.
—Oh, Dios —gruñó Helen, y luego les lanzó una mirada de disculpa—. No me hagáis caso. Tengo seis hermanos pequeños y uno mayor. Siempre es como un zoo.
Jules miró a Alec y a Isabelle y luego a Clary.
—¿Cuántos hermanos tienes tú? —le preguntó.
Helen palideció.
—Somos tres —respondió Isabelle en una voz remarcablemente firme.
Jules siguió mirando a Clary.
—No os parecéis.
—No soy de su familia —dijo Clary—. Yo no tengo hermanos.
—¿Ninguno? —El tono del chico demostraba su incredulidad, como si le hubiera dicho que tenía los pies palmeados—. ¿Es por eso que pareces tan triste?
Clary pensó en Sebastian, con su cabello blanco como el hielo y los ojos negros.
«Si no tuviera un hermano —pensó entonces—, nada de esto habría pasado.»
Una punzada de odio la recorrió, y le calentó la sangre helada.
—Sí —contestó suavemente—. Por eso estoy triste.
2
Espinas
Simon estaba esperando a Clary, a Alec y a Isabelle fuera del Instituto, bajo una piedra que sobresalía y lo protegía un poco del grueso de la lluvia. Se volvió hacia ellos al verlos salir por la puerta, y Clary se fijó en que tenía su oscuro cabello pegado a la frente y el cuello. Él se lo echó hacia atrás y la observó con una pregunta en los ojos.
—Estoy absuelta —contestó ella, y cuando él comenzó a sonreír, ella negó con la cabeza—. Pero le han quitado prioridad a la búsqueda de Jace. E… estoy segura de que creen que está muerto.
Simon miró hacia sus empapados vaqueros y camiseta (una arrugada camiseta gris con ribetes de color en la que se leía: «ES EVIDENTE QUE HE TOMADO DECISIONES EQUIVOCADAS»). Meneó la cabeza.
—Lo siento.
—La Clave puede ser así —comentó Isabelle—. Supongo que no deberíamos haber esperado otra cosa.
—Basia coquum —repuso Simon—. O comoquiera que sea su lema.
—Es «Descensus Averno facilis est». «El descenso al infierno es fácil» —explicó Alec—. Tu has dicho: «Besa al cocinero».
—Maldita sea —exclamó Simon—. Sabía que Jace me la estaba pegando. —Su mojado cabello castaño le cayó sobre los ojos; él se lo apartó con tal gesto de impaciencia que Clary alcanzó a ver un destello de plata de la Marca de Caín que tenía en la frente—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Ahora vamos a ver a la reina Seelie —contestó Clary. Mientras se tocaba la campanita que llevaba al cuello, le explicó a Simon la visita de Kaelie durante la fiesta de Luke y de Jocelyn, y que le había prometido la ayuda de la reina Seelie.
Simon no parecía muy convencido.
—¿Aquella dama pelirroja con muy mala actitud que te hizo besar a Jace? No me gustó nada.
—¿Eso es lo que recuerdas de ella? ¿Que hizo que Clary besara a Jace? —Isabelle parecía enfadada—. La reina Seelie es peligrosa. Esa vez sólo estaba jugando. Por lo general, antes de desayunar le gusta volver locos de rabia a unos cuantos humanos, todos los días.
—Yo no soy humano —recordó Simon—. Ya no. —Miró a Isabelle sólo un instante, y volvió a mirar a Clary—. ¿Quieres que vaya contigo?
—Creo que estaría bien tenerte allí. Vampiro diurno, con la Marca de Caín… Algunas cosas deben de impresionar a la reina.
—Yo no apostaría por eso —intervino Alec.
Clary miró más allá de él.
—¿Dónde está Magnus? —preguntó.
—Ha dicho que sería mejor que no fuera. Al parecer, la reina Seelie y él tienen algún tipo de historia.
Isabelle arqueó las cejas.
—No ese tipo de «historia» —explicó Alec irritado—. Una enemistad. Aunque —añadió a media voz—, con todo lo que Magnus ha vivido antes de estar conmigo, no me sorprendería que también hubiera algo más.
—¡Alec! —Isabelle se quedó atrás para hablar con su hermano, y Clary abrió el paraguas con un chasquido. Era uno que Simon le había comprado años atrás en el Museo de Historia Natural, y tenía dinosaurios dibujados. Clary vio que Simon ponía una expresión divertida al reconocerlo.
—¿Nos vamos? —preguntó él, y le ofreció el brazo.
La lluvia caía sin parar; creaba pequeñas cascadas en las alcantarillas y los taxis salpicaban agua con sus ruedas al pasar. Era raro, pensó Simon, que aunque no tenía frío, la sensación de notarse mojado y pegajoso aún le resultara molesta. Miró hacia atrás a Alec y a Isabelle; ésta no le había mirado a los ojos desde que había salido del Instituto, y se preguntó qué estaría pensando. Al parecer, quería hablar con su hermano, y cuando se detuvieron en la esquina de Park Avenue, la oyó decir: «Así ¿qué te parece que papá se haya presentado para el puesto de Inquisidor?».
—Me parece que es un trabajo aburrido. No sé por qué lo querrá.
Isabelle sujetaba un paraguas. Era de plástico transparente, decorado con calcomanías de flores de colores. Era una de las cosas más repipis que Simon había visto nunca, y no culpaba a Alec por salirse de él y probar suerte con la lluvia.
—No me importa si es aburrido —susurró con fuerza Isabelle—. Si se lo dan, estará en Idris todo el tiempo. Y me refiero a todo, todo el tiempo. No puede dirigir el Instituto y ser el Inquisidor. No puede tener dos trabajos al mismo tiempo.
—Por si no lo has notado, Izzy, ya está en Idris todo el tiempo.
—Alec… —El resto de lo que le iba a decir se perdió cuando el semáforo cambió y el tráfico avanzó ruidoso, salpicando agua helada sobre la acera. Clary esquivó el géiser que se había formado, y casi se estrelló contra Simon. Él la cogió de la mano para equilibrarla.
—Perdona —dijo ella. Él notó su mano pequeña y fría en la suya—. No estaba prestando atención.
—Lo sé. —Simon trató que no se le notara la preocupación en la voz. Durante las últimas dos semanas, Clary no había estado «prestando atención» a nada. Al principio, había llorado, y luego se había puesto furiosa; furiosa porque no había podido participar en las patrullas que buscaban a Jace, furiosa con el incesante interrogatorio del Consejo, furiosa de que la mantuvieran prácticamente prisionera en casa porque la Clave la consideraba sospechosa. Y sobre todo, furiosa consigo misma por no ser capaz de imaginar una runa que pudiera ayudar. Por las noches, se quedaba sentada en su escritorio durante horas, con la estela cogida con tanta fuerza entre sus dedos emblanquecidos, que Simon temía que la partiera en dos. Había tratado de obligar a su mente a mostrarle un dibujo que le dijera dónde se hallaba Jace. Pero, noche tras noche, no sucedía nada.