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—Bien —contestó ella, dando un paso adelante—. Quieres un trozo de mi cabello…

—¡No! —Jace le cortó el paso—. Es un mago negro, Clary. No tienes ni idea de lo que puede hacer con un mechón de tu cabello o con un poco de sangre.

—Mirek —dijo Sebastian lentamente, sin mirar a Clary. Y en aquel momento, ésta se preguntó que, si su hermano quería cambiar un mechón de su cabello por el adamas, ¿qué podría impedírselo? Jace había protestado, pero también estaba obligado a hacer lo que Sebastian le dijera. En ese dilema, ¿qué ganaría? ¿La compulsión o los sentimientos de Jace hacia ella?—. De ninguna de las maneras.

El demonio parpadeó con un lento movimiento de reptil.

—¿De ninguna de las maneras?

—No tocarás ni un pelo de la cabeza de mi hermana —replicó Sebastian—. Ni renegarás de tu trato. Nadie estafa al hijo de Valentine Morgenstern. El precio que acordamos, o…

—¿O qué? —gruñó Mirek—. ¿O te arrepentirás? No eres Valentine, muchachito. Ése sí que era un hombre que inspiraba lealtad…

—No —repuso Sebastian, y el cuchillo serafín pasó del cinturón a su mano—. No soy él. No tengo la intención de tratar con los demonios como hizo Valentine. Si no puedo tener tu lealtad, tendré tu miedo. Entérate de que soy más poderoso de lo que nunca lo fue mi padre, que si no tratas honradamente conmigo, te quitaré la vida y cogeré lo que he venido a buscar. —Alzó el cuchillo que sostenía—. Dumah —susurró, y el cuchillo lanzó lo que parecía una brillante columna de fuego.

El demonio retrocedió, soltando varias palabras en un lenguaje que sonaba como a barro. Jace ya tenía una daga en la mano. Avisó a Clary, pero no lo suficientemente rápido. Algo le dio a ésta con fuerza en el hombro, y ella cayó de bruces al abarrotado suelo. Se dio la vuelta rápidamente, alzó la mirada…

Y gritó. Sobre ella había una gigantesca serpiente, o al menos tenía un grueso cuerpo escamoso y una cabeza ancha como la de una cobra, pero el cuerpo era articulado, como de insecto, con una docena de finas patas que se agitaban y acababan en garras. Clary se llevó la mano al cinturón de armas mientras la criatura se echaba hacia atrás, babeando veneno amarillo por las fauces, y atacaba.

Simon se había vuelto a dormir después de «hablar» con Clary. Cuando se despertó de nuevo, las luces estaban encendidas, e Isabelle se hallaba de rodillas en el borde de la cama, con vaqueros y una gastada camiseta que debía de haberle prestado Alec. Tenía agujeros en las mangas y se estaba soltando el hilo del bajo. Se había apartado la tela del cuello y con la punta de la estela se estaba trazando una runa en la piel del pecho, justo bajo la clavícula.

Simon se alzó apoyado en los codos.

—¿Qué estás haciendo?

Iratze —contestó ella—. Por eso. —Se echó el cabello hacia atrás, y él vio las dos marcas de pinchazos que él le había hecho en el cuello. Cuando ella terminó la runa, las marcas desaparecieron y sólo dejaron unas levísimas marcas blancas.

—¿Estás… bien? —La voz de Simon era un susurro. Suave. Estaba tratando de contener las otras preguntas que le quería hacer: «¿Te hice daño? ¿Ahora crees que soy un monstruo? ¿Ya te he acojonado del todo?».

—Estoy bien. He dormido hasta mucho más tarde de lo que suelo hacer, pero creo que seguramente es bueno. —Al ver su expresión, Isabelle se metió la estela en el cinturón. Avanzó hacia Simon con la gracia de un gato y se quedó sobre él, con él cabello cayendo sobre ambos. Estaban tan cerca que se tocaban la nariz. Ella lo miró sin parpadear—. ¿Por qué estás tan loco? —preguntó, y él notó su aliento en el rostro, tan suave como un susurro.

Él quiso cogerla y besarla, no morderla, sino sólo besarla, pero justo en ese momento sonó el timbre del apartamento. Un segundo después, alguien llamó a la puerta del cuarto; la golpeó con tanta fuerza que la hizo sacudirse en las bisagras.

—Simon. Isabelle. —Era Magnus—. Mira, no me importa si estáis durmiendo o haciéndoos cosas inconfesables el uno al otro. Vestíos y venid al salón. Ahora mismo.

Simon miró a los ojos a Isabelle, que parecía tan desconcertada como él.

—¿Qué pasa?

—Salid de ahí —insistió el brujo, y el sonido de sus pasos al marcharse se oyó muy fuerte.

Isabelle salió de encima de Simon, para decepción de éste, y suspiró.

—¿Qué crees que será?

—Ni idea —contestó Simon—. Reunión de emergencia del Equipo Bueno, supongo. —Había encontrado esa expresión divertida cuando Clary la había usado. Isabelle, sin embargo, sólo meneó la cabeza y suspiró.

—No estoy segura de que haya ningún Equipo Bueno últimamente —replicó.

13

La araña de hueso

Cuando la cabeza de la serpiente se lanzó hacia Clary, un fulgor brillante la atravesó, casi cegándola. Un cuchillo serafín, con el brillante borde cortando limpiamente la cabeza del demonio, que se desplomó, rociando veneno e icor; Clary rodó hacia un lado, pero parte de la sustancia tóxica le salpicó el torso. El demonio se desvaneció antes de que las dos mitades llegaran a tocar el suelo. Clary apretó los dientes para no gritar de dolor y fue a ponerse en pie. De repente, una mano entró en su campo de visión; una oferta para ayudarla a levantarse.

«Jace», pensó, pero al alzar los ojos, vio que miraba a su hermano.

—Vamos —la apremió Sebastian, todavía con la mano extendida—. Hay más.

Ella le cogió la mano y le dejó ponerla en pie. A él también le había salpicado la sangre del demonio: una sustancia verde negruzca que quemaba lo que tocaba, y chamuscaba la ropa. Mientras ella lo miraba, una de las cosas con cabeza de serpiente (demonios elapid, supo ella tardíamente, al recordar la ilustración en un libro) se alzó por detrás de él, con el cuello plano como el de una cobra. Sin pensar, Clary agarró a Sebastian del hombro y lo apartó con fuerza; él se tambaleó hacia atrás mientras el demonio atacaba, y Clary se alzó para frenarlo con la daga que se había sacado del cinturón. Inclinó el cuerpo hacia un lado mientras le clavaba la daga a la criatura, evitando sus fauces; el siseo del demonio se convirtió en un borboteo cuando la hoja se hundió y Clary tiró de ella hacia abajo, destripando a la criatura de la misma manera en que se destripa a un pescado. La ardiente sangre del demonio le estalló sobre la mano en un hirviente torrente. Clary gritó, pero no soltó la daga mientras el elapid desaparecía de la existencia.

Se volvió en redondo. Sebastian estaba luchando contra otro elapid junto a la puerta de la tienda; Jace estaba conteniendo a otros dos cerca de un aparador con cerámica antigua. El suelo estaba cubierto de añicos de loza. Clary echó el brazo hacia atrás y lanzó la daga, como le había enseñado Jace. La hoja cortó el aire y se clavó en el costado de una de las criaturas, que se alejó de Jace chillando y sacudiéndose. Éste se volvió y, al ver a Clary, le guiñó un ojo antes de cortarle la cabeza de un tajo al último demonio elapid, cuyo cuerpo se deshizo al desaparecer. Jace, salpicado de sangre negra, sonrió satisfecho.

Clary notó un subidón de algo, una sensación de vibrante euforia. Tanto Jace como Isabelle le habían hablado del subidón de la batalla, pero nunca antes lo había sentido. En ese momento, sí. Se sintió todopoderosa, con las venas vibrándole y la fuerza desenroscándosele desde la base de la columna. Todo parecía ir más despacio a su alrededor. Observó al demonio elapid herido girar y volverse hacia ella; se puso a correr hacia Clary sobre sus patas de insecto, con los labios ya separándose de los dientes. Ella retrocedió, arrancó la bandera antigua de su sujeción en la pared y golpeó con el extremo del asta al elapid en la boca abierta. La barra le atravesó el cráneo a la criatura, y el elapid desapareció, llevándose la bandera con él.

Clary rió a carcajadas. Sebastian, que acababa de terminar con los otros demonios, se volvió al oírla, y abrió mucho los ojos.