Azazel exhaló. Una nube de sulfuro caliente rodeó a Simon. Éste era vagamente consciente de la voz de Magnus, que subía y bajaba en una salmodia, y de que Isabelle gritaba algo mientras el demonio lo agarraba por los brazos. Azazel alzó a Simon del suelo, dejándolo con los pies colgando… y lo lanzó.
O trató de hacerlo. Las manos le resbalaron de Simon; éste se cayó al suelo hecho un ovillo, mientras Azazel salía disparado hacia atrás y parecía chocar contra una barrera invisible. Se oyó un ruido como de piedra al quebrarse. Azazel cayó de rodillas; luego se levantó penosamente. Lo miró rugiendo, los dientes destellaron y fue a por Simon, quien, al darse cuenta por fin de lo que estaba pasando, alzó una temblorosa mano y se apartó el cabello de la frente.
Azazel se detuvo en seco. Las manos, con las uñas acabadas con las mismas agujas de hierro que los dientes, se le cerraron a los costados.
—Errante —susurró—. ¿Eres tú?
Simon se quedó parado. Magnus seguía salmodiando suavemente en el fondo, pero todo lo demás estaba en silencio. Simon temía mirar atrás y ver los ojos de cualquiera de sus amigos. Clary y Jace, pensó, ya habían visto lo que hacía la Marca, su fuego. Nadie más. No era de extrañar que se hubieran quedado sin palabras.
—No —repuso Azazel, entrecerrando sus ardientes ojos—. No, eres demasiado joven, y el mundo demasiado viejo. Pero ¿quién osaría poner la marca del Cielo en un vampiro? ¿Y por qué?
Simon bajó la mano.
—Tócame de nuevo y descúbrelo —lo retó.
Azazel hizo un sonido resonante, mitad risa, mitad fastidio.
—Creo que no —contestó—. Si has estado tonteando para torcer la voluntad del Cielo, ni siquiera por mi libertad vale la pena jugarme mi destino aliándolo al tuyo. —Miró por la sala—. Estáis todos locos. Buena suerte, niños humanos. La vais a necesitar.
Y desapareció en medio de una llamarada, dejando detrás un humo negro y el hedor del sulfuro.
—No te muevas —dijo Jace, con la daga Herondale en la mano; con la punta, cortó la camisa de Clary desde el cuello hasta el borde. Cogió ambas partes y se las sacó con cuidado de los hombros, dejándola a ella sentada en el borde del lavabo sólo en pantalones y camisola. La mayoría del veneno y el icor le había caído sobre los vaqueros y el abrigo, pero la frágil seda de la camisa estaba destrozada. Jace la tiró al lavabo, y el agua crepitó; luego le puso la estela en el hombro a Clary y fue trazando una runa curativa.
Ella cerró los ojos, notando el calor de la runa, y luego un intenso alivio del dolor se le extendió por los brazos y la espalda. Era como la novocaína, pero sin atontarla.
—¿Mejor? —preguntó Jace.
Ella abrió los ojos.
—Mucho mejor. —Era perfecto; el iratze no tenía demasiado efecto sobre las quemaduras causadas por veneno de demonio, pero ésas tendían a curarse rápido en la piel de los cazadores de sombras. Lo cierto era que ya sólo le picaban un poco, y Clary, aún con el subidón de la pelea, casi ni las notaba—. ¿Tu turno?
Él sonrió y le ofreció la estela. Estaban en la parte trasera de la tienda de antigüedades. Sebastian había ido a cerrar la puerta y bajar las luces de delante, para no atraer la atención de ningún mundano. Le entusiasmaba «celebrarlo» y, cuando los había dejado, había estado dudando sobre si volver al apartamento y cambiarse o ir directos a un club en la Malá Strana.
Si en alguna parte de su fuero interno Clary sentía que no estaba bien celebrar algo, esa sensación se perdía en la vibración de su sangre. Era curioso que hubiera sido justamente luchando al lado de Sebastian que se le hubiera encendido el interruptor que parecía despertar los instintos de cazadora de sombras que tenía dentro. Quería saltar edificios de un solo bote, dar cien volteretas, y aprender a cruzar los cuchillos como una tijera, como hacía Jace. Pero en vez de todo eso, le cogió la estela y le pidió que se quitara la camisa.
Él se la quitó por la cabeza, y ella trató de mostrarse indiferente. Jace tenía un largo corte en el costado, de un rojo púrpura furioso en los bordes, y quemaduras de sangre de demonio en la clavícula y el hombro derecho. Aun así, era la persona más hermosa que Clary había conocido. Piel de color dorado pálido, anchos hombros, cintura y caderas estrechas, una fina línea de vello dorado que le iba del ombligo hasta perderse bajo la cintura de los pantalones. Apartó los ojos de él y le puso la estela en el hombro, dibujándole en la piel la que debía de ser la enésima runa curativa que él hubiera recibido.
—¿Bien? —preguntó cuando hubo acabado.
—Hum-hum. —Él se inclinó, y Clary pudo notar su olor: sangre y carboncillo, sudor y el jabón barato que habían encontrado en el lavabo—. Me ha gustado —dijo Jace—. ¿A ti no? ¿Luchar juntos así?
—Ha sido… intenso.
Él ya estaba entre sus piernas; se acercó más, enganchándole la cintura del pantalón con los dedos. Ella le puso las manos sobre los hombros y se vio el brillo del anillo de oro con forma de hoja en el dedo. Eso la despejó.
«No te distraigas; no te pierdas en esto. Éste no es Jace, no es Jace, no es Jace.»
Él le rozó la boca con los labios.
—He pensado que era increíble. Tú has estado increíble.
—Jace —susurró ella, y entonces se oyó que golpeaban en la puerta. Jace la soltó sorprendido, y ella se resbaló hacia atrás; sin querer apretó el grifo, que se abrió y los roció a los dos con agua. Ella soltó un gritito de sorpresa y Jace se echó a reír. Fue a abrir la puerta mientras Clary se volvía para cerrar el grifo.
Por supuesto, era Sebastian. Estaba sorprendentemente limpio, si se tenía en cuenta lo que acababan de pasar. Se había cambiado la chaqueta de cuero manchada por una casaca militar antigua, que, sobre su camiseta, le daba el aspecto chic de una tienda de segunda mano. Llevaba algo en las manos, algo negro y brillante.
Sebastian arqueó las cejas.
—¿Hay alguna razón por la que hayas tirado a mi hermana al lavabo?
—La estaba alzando en volandas —contestó Jace; se agachó para recoger la camisa y se la puso. Al igual que Sebastian, su chaqueta era lo que más dañado había resultado, aunque también tenía una raja en el costado de la camisa, donde la garra de un demonio le había arañado.
—Te he traído algo que ponerte —dijo Sebastian, y le pasó la cosa negra brillante a Clary, que había salido del lavabo y estaba de pie, goteando agua con jabón sobre el suelo alicatado—. Es antiguo, y parece de tu talla.
Sorprendida, Clary le devolvió la estela a Jace y cogió la prenda que le ofrecía Sebastian. Era un vestido, casi un viso en realidad, de un negro intenso, con unos elaborados tirantes de cuentas y bajo de encaje. Los tirantes eran ajustables, y la tela se daba lo suficiente para que Sebastian tuviera razón, y seguramente le cupiera. En parte, no le gustaba la idea de ponerse algo que hubiera elegido Sebastian, pero tampoco podía ir a un club nocturno en unos vaqueros empapados y una camisola.
—Gracias —dijo al fin—. Muy bien, salid los dos mientras me cambio.
Los chicos salieron y cerraron la puerta. Ella los oía, chicos hablando en voz alta, y aunque no distinguía las palabras, sabía que estaban bromeando. Cómoda y amistosamente. Qué raro era aquello, pensó mientras se sacaba la ropa y se pasaba el vestido por la cabeza. Jace, que casi nunca se mostraba abierto con nadie, estaba riendo y bromeando con Sebastian.
Se volvió para mirarse en el espejo. El negro le aclaraba el color de la piel, hacía que sus ojos parecieran más grandes y el cabello más rojo; los miembros, largos, finos y pálidos. Las botas que había llevado por dentro de los vaqueros le añadían un toque duro al conjunto. No estaba segura de si estaba guapa, pero seguro que parecía alguien con quien valía la pena no meterse.
Se preguntó si Isabelle lo aprobaría.
Abrió la puerta del lavabo y salió. Estaba en la oscura trastienda, donde todos los trastos que no cabían delante estaban tirados de cualquier manera. Una cortina de terciopelo la separaba del resto del establecimiento. Jace y Sebastian se encontraban al otro lado de la cortina, charlando, aunque ella seguía sin captar las palabras. Apartó la cortina y salió.