Las luces estaban encendidas, aunque la persiana de metal estaba bajada, dejando el interior de la tienda invisible para el transeúnte. Sebastian estaba revisando los trastos de los estantes; los bajaba uno tras otro con sus largos dedos, los examinaba por encima y los volvía a dejar en el estante.
Jace fue el primero en ver a Clary. Ella vio que le chispeaban los ojos y se acordó de la primera vez que él la había visto arreglada, con la ropa de Isabelle, para la fiesta de Magnus. Al igual que entonces, los ojos de Jace fueron subiendo desde la botas, por las piernas, las caderas, la cintura y el pecho, para acabar deteniéndose en el rostro. Él esbozó una lenta sonrisa.
—Podría decir que eso no es un vestido, es ropa interior —dijo él—, pero dudo que eso favorezca mis intereses.
—¿Necesito recordarte que ésa es mi hermana? —preguntó Sebastián.
—La mayoría de los hermanos estarían encantados de ver a un caballero como yo custodiando a su hermana por la ciudad —repuso Jace, mientras cogía una chaqueta militar de una de las perchas y metía los brazos.
—¿Custodiar? —repitió Clary—. Lo siguiente que dirás es que eres un bribón y un perillán.
—Y entonces, acabaremos con un duelo a pistola al amanecer —añadió Sebastian mientras iba hacia la cortina de terciopelo—. Vuelvo en seguida. No me he sacado la sangre del pelo.
—Manías, manías —le soltó Jace, sonriendo, y luego cogió a Clary y la acercó a él. Su voz pasó a ser un susurro—. ¿Recuerdas cuando fuimos a la fiesta de Magnus? Saliste al vestíbulo con Isabelle, y a Simon casi le da una apoplejía.
—Curioso, estaba pensando en lo mismo. —Clary tiró la cabeza hacia atrás para mirarlo—. No recuerdo que tú dijeras nada entonces sobre mi aspecto.
Él metió los dedos bajo los tirantes del vestido; las yemas le rozaron la piel.
—Creía que no te gustaba mucho. Y no creí que una descripción detallada de todo lo que habría querido hacerte, expuesta delante de un público, hubiera servido para que cambiaras de opinión.
—¿Creías que no me gustabas? —Su voz se alzó incrédula—. Jace, ¿cuándo no le has gustado a una chica?
Él se encogió de hombros.
—Sin duda los manicomios de este mundo están llenos de las desafortunadas mujeres que no han sido capaces de ver mis encantos.
Clary tenía una pregunta en la punta de la lengua, una que siempre le había querido hacer pero no le había hecho. Al fin y al cabo, ¿qué importaba lo que hubiera hecho antes de conocerla? Como si él pudiera leerle los pensamientos en la cara, sus dorados ojos se suavizaron un poco.
—Nunca me ha importado lo que las chicas pensaran de mí —dijo—. No antes de ti.
«Antes de ti.»
—Jace, me preguntaba… —La voz de Clary tembló un poco.
—Vuestro precalentamiento verbal es aburrido y molesto —soltó Sebastian, mientras reaparecía por la cortina de terciopelo, con el cabello húmedo y revuelto—. ¿Listos?
Clary se apartó de Jace, sonrojándose.
—Somos nosotros los que te hemos estado esperando —replicó Jace, impertérrito.
—Pues parece que habéis encontrado la manera de entreteneros durante ese terrible rato. Ahora vamos. Ya veréis como os encanta este sitio.
—Quiero recuperar mi depósito —dijo Magnus con tristeza. Estaba sentado sobre la mesa, entre las cajas de pizzas y las tazas de café, observando al resto del Equipo Bueno hacer todo lo que podían para limpiar la destrucción que había ocasionado la aparición de Azazeclass="underline" los agujeros humeantes de las paredes, el moco negro y sulfuroso que goteaba de las tuberías del techo, la ceniza y otras sustancias negras terrosas que cubrían el suelo. Presidente Miau estaba tumbado en el regazo del brujo, ronroneando. Magnus se había librado de participar en la limpieza porque había permitido que su apartamento quedara medio destruido; Simon tampoco participaba de la limpieza porque después del incidente del pentagrama nadie sabía muy bien qué hacer con él. Había tratado de hablar con Isabelle, pero ella se había limitado a amenazarlo con la fregona.
—Tengo una idea —dijo Simon. Estaba sentado junto a Magnus, con los codos apoyados en las rodillas—. Pero no os va a gustar.
—Tengo la sensación de que no te equivocas, Sherwin.
—Simon. Me llamo Simon.
—Lo que sea. —Magnus agitó una delgada mano—. ¿Cuál es tu idea?
—Tengo la Marca de Caín —comenzó Simon—. Eso significa que nada puede matarme, ¿cierto?
—Te puedes matar tú —soltó Magnus, sin ayudar nada—. Por lo que sé, los objetos inanimados te pueden matar por accidente. Así que si estabas pensando en aprender la lambada en una plataforma engrasada sobre un foso lleno de cuchillos, yo no lo haría.
—Ya me has fastidiado el sábado.
—Pero nada más puede matarte —continuó Magnus. Había apartado la mirada de Simon, y observaba a Alec, que parecía estar peleándose con la mopa—. ¿Por qué?
—Lo que ha pasado en el pentagrama con Azazel me ha hecho pensar —contestó Simon—. Dices que invocar a ángeles es más peligroso que invocar a demonios, porque pueden aplastarte o hacerte arder con el fuego celestial. Pero si lo hiciera yo… —Dejó la frase colgando—. Bueno, yo no correría peligro, ¿no?
Eso captó de nuevo la atención de Magnus.
—¿Tú? ¿Invocar a un ángel?
—Podrías explicarme cómo hacerlo —continuó Simon—. Ya sé que no soy brujo, pero Valentine lo hizo. Si él pudo, ¿por qué yo no? Quiero decir, hay humanos que hacen magia.
—No podría prometerte que sobrevivieras —repuso Magnus, pero había una chispa de interés en su voz que contrastaba con la advertencia—. La Marca es la protección del Cielo, pero ¿te protegería del mismo Cielo? No sé la respuesta.
—No creía que la supieras. Pero aceptas que, de todos nosotros, yo soy el que tiene más posibilidades, ¿verdad?
Magnus miró a Maia, que estaba salpicando a Jordan con agua sucia y riendo mientras él se retorcía, soltando grititos. Maia se echó el rizado cabello hacia atrás, y se dejó una mancha sucia en la frente. Se la veía joven.
—Sí —concedió Magnus a regañadientes—. Probablemente sí.
—¿Quién es tu padre? —preguntó Simon.
Magnus miró instintivamente a Alec. Sus ojos eran de un color verde dorado, tan inescrutables como los ojos del gato que tenía en el regazo.
—No es mi tema favorito, Smedly.
—Simon —replicó Simon—. Y si voy a morir por todos nosotros, lo mínimo que podría hacer es recordar mi nombre.
—No morirás por mí —repuso Magnus—. Si no fuera por Alec, yo estaría…
—¿Dónde estarías?
—Tuve un sueño —contestó Magnus con una mirada distante—. Vi una ciudad de sangre, con torres hechas de huesos, y la sangre corría por las calles como agua. Quizá puedas salvar a Jace, vampiro diurno, pero no puedes salvar el mundo. La oscuridad se acerca. «Una tierra de oscuridad, como la misma oscuridad; y de las sombras de la muerte, sin ningún orden, y donde la luz es como la oscuridad.»
»Si no fuera por Alec, me habría marchado de aquí.
—¿Y adónde irías?
—A esconderme. A esperar que pasara la tormenta. No soy un héroe. —Magnus cogió a Presidente Miau y lo dejó caer al suelo.
—Amas a Alec lo suficiente para quedarte aquí —dijo Simon—. Eso es bastante heroico.
—Tú amabas a Clary lo suficiente para destrozarte la vida por ella —repicó Magnus con una amargura nada característica en él—. Y mira lo que has conseguido. —Alzó la voz—. Muy bien, gente. Venid aquí. Sheldon tiene una idea.
—¿Quién es Sheldon? —preguntó Isabelle.