Las calles de Praga estaban frías y oscuras, y aunque Clary se arrebujaba en su chaqueta con quemaduras de icor, notó que el aire helado le cortaba la vibración exaltada que sentía en las venas, apagando lo que le quedaba del subidón de la pelea. Compró una copa de vino caliente para que la vibración siguiera y la rodeó con las manos para que le diera calor, mientras Jace, Sebastian y ella se perdían en el retorcido laberinto de calles cada vez más estrechas y oscuras. Las calles no tenían placas con nombres y no había otros peatones; lo único constante era la luna, que se movía entre las nubes en lo alto. Finalmente, unos escalones bajos de piedra los llevaron a una pequeña plaza, iluminada por un lado por un reluciente cartel de neón que decía «KOSTI LUSTR». Bajo el cartel había una puerta abierta, un lugar vacío en la pared que recordaba al hueco de un diente perdido.
—¿Qué quiere decir «Kosti Lustr»? —preguntó Clary.
—Significa «La Araña de Hueso». Es el nombre del club —contestó Sebastian mientras avanzaba. Su cabello claro reflejaba las cambiantes luces del neón: rojo intenso, azul frío y dorado metálico—. ¿Venís?
Clary chocó contra un muro de sonido y luz en cuanto entró en el club. Era un espacio grande y abarrotado que parecía haber sido el interior de una iglesia. Aún se veían las vidrieras en lo alto de los muros. Focos estroboscópicos destellaban sobre los felices rostros de los bailarines en la agitada multitud. Había una cabina de disc-jockey en una pared, y música trance rebosaba por los altavoces. La música la sacudía desde lo pies, se le metía en la sangre y le hacía vibrar los huesos. El ambiente estaba cargado de calor humano y de olor a sudor, humo y cerveza.
Estaba a punto de volverse y preguntarle a Jace si quería bailar, cuando notó una mano en la espalda. Era Sebastian. Clary se tensó, pero no se apartó.
—Vamos —le dijo él al oído—. No nos vamos a quedar aquí con toda la purria.
Su mano era como hierro presionándole la columna. Le dejó que la impulsara hacia delante, entre los que bailaban; la multitud parecía apartarse para dejarlos pasar, la gente alzaba los ojos para mirar a Sebastian, y luego los bajaban, apartándose. El calor aumentó, y a Clary casi le costaba respirar para cuando llegaron al otro lado de la sala. Allí había un arco en el que no se había fijado antes. Unos gastados escalones de piedra conducían hacia abajo, curvándose en la oscuridad.
Clary alzó los ojos cuando Sebastian le sacó la mano de la espalda. Se hizo la luz a su alrededor. Jace había sacado su piedra de luz mágica. Le sonrió; su rostro todo ángulos y sombras bajo la dura luz.
—Fácil es el descenso —comentó.
Clary se estremeció. Sabía el resto de la frase. «Fácil es el descenso al Infierno.»
—Vamos. —Sebastian indicó con la cabeza, y comenzó a bajar, grácil y seguro, sin preocuparse de poder resbalar en las piedras pulidas por el tiempo. Clary lo siguió un poco más despacio. El aire fue enfriándose a medida que descendían, y el sonido de la música se desvaneció. Clary oía sus respiraciones y veía sus sombras, distorsionadas y descoyuntadas, que se proyectaban sobre las paredes.
Oyó una nueva música antes de llegar al final de la escalera. Tenían un ritmo incluso más machacón que la música de arriba; se le metió por los oídos y hasta las venas, y la sacudió por dentro. Cuando llegaron al último escalón, estaba casi mareada; entraron en una gigantesca sala que la dejó sin aliento.
Todo era de piedra; las paredes irregulares y con bultos y el suelo liso bajo los pies. Una enorme estatua de un ángel negro alado se alzaba junto a la pared del fondo, con la cabeza perdida entre la sombras de lo alto; de las alas colgaban tiras de granates que parecían gotas de sangre. Explosiones de color y luz estallaban como petardos por toda la sala, nada parecidas a las luces artificiales de arriba; eran hermosas y chispeantes como fuegos artificiales, y cada vez que estallaba uno, esparcía una lluvia brillante sobre la multitud que bailaba abajo. De grandes fuentes de mármol manaba agua burbujeante; pétalos de rosas negras flotaban en la superficie. Y por encima de todo, colgando sobre la atestada pista de baile de un largo cable dorado, había una enorme araña de luces hecha de huesos.
Era tan elaborada como macabra. La parte principal de la lámpara estaba formada por columnas vertebrales unidas; fémures y tibias colgaban como decoración de los brazos de la lámpara, que se alzaban para sostener cráneos humanos, cada uno de ellos sujetando un enorme cirio. Cera negra goteaba como sangre de demonio y aunque ninguno de ellos parecía notarlo, salpicaba a los bailarines. Éstos no eran humanos y giraban, se movían y aplaudían.
—Licántropos y vampiros —dijo Sebastian respondiendo a la pregunta que Clary no había llegado a formularle—. En Praga son aliados. Aquí es donde… se relajan. —Una brisa caliente soplaba por la sala, como un viento del desierto; le agitó el cabello plateado y se lo puso sobre los ojos, ocultándole la expresión.
Clary se sacó la chaqueta y la apretó contra el pecho casi como si fuera un escudo. Miró alrededor con ojos muy abiertos. Podía notar que el resto no eran humanos; los vampiros con su palidez y su gracia lánguida y ágil; los licántropos, fieros y rápidos. La mayoría eran jóvenes, y bailaban cerca, y se rozaban de arriba abajo contra el cuerpo de los otros.
—Pero… ¿no les importará que estemos aquí? ¿Nefilim?
—Me conocen —contestó Sebastian—. Y todos saben que estáis conmigo. —Le cogió la chaqueta—. La dejaré en el guardarropa.
—Sebastian…
Pero él ya se había ido.
Clary miró a Jace, que estaba a su lado. Él tenía los pulgares colgando del cinturón y miraba alrededor sin demasiado interés.
—¿Guardarropa vampírico?
—¿Por qué no? —Jace sonrió—. Te habrás fijado en que no se ha ofrecido a llevarse mi chaqueta. La caballerosidad ha muerto, te lo digo yo. —Inclinó la cabeza al ver la expresión confusa de Clary—. Lo que sea. Tal vez aquí haya alguien con quien quiere hablar.
—¿No es sólo por diversión?
—Sebastian nunca hace nada sólo por diversión. —Jace la cogió de las manos y tiró de ella hacia sí—. Pero yo sí.
Nadie mostró ningún entusiasmo con su plan, lo que a Simon no le sorprendió en absoluto. Hubo un fuerte coro de desaprobación, seguido de un clamor de voces tratando de convencerlo para que no lo hiciera, y preguntas, la mayoría dirigidas a Magnus, sobre la seguridad de todo aquel asunto. Simon apoyó los codos en las rodillas y esperó a que acabaran.
Finalmente, notó que le tocaban suavemente en el brazo. Se volvió, y para su sorpresa, era Isabelle. Ella le hizo un gesto para que la siguiera.
Acabaron entre las sombras de una de las columnas mientras la discusión seguía detrás de ellos. Como Isabelle había sido, al principio, de los que habían protestado con más fuerza, él se preparó para que le gritara. Sin embargo, ella sólo lo miró apretando los labios.
—Vale —dijo él finalmente, harto de su silencio—. Supongo que en este momento no estás nada contenta conmigo.
—¿Supones? Te daría una patada en el culo, vampiro, pero no quiero estropearme mis caras botas nuevas.
—Isabelle…
—No soy tu novia.
—De acuerdo —repuso Simon, aunque no pudo evitar una leve sensación de decepción—. Lo sé.
—Y nunca te he reprochado el tiempo que has pasado con Clary. Incluso te animé a hacerlo. Sé lo mucho que la quieres. Y sé lo mucho que te quiere. Pero esto… esto que pretendes hacer es correr un riesgo de locos. ¿Estás seguro?
Simon miró alrededor, al destartalado apartamento de Magnus, al pequeño grupo en el rincón, discutiendo sobre su destino.
—No es sólo por Clary.
—Bueno, no será por tu madre, ¿verdad? —replicó Isabelle—. ¿Porque te llamó monstruo? No tienes que demostrar nada, Simon. Es su problema, no el tuyo.
—No es eso. Jace me salvó la vida. Se lo debo.
Isabelle pareció sorprenderse.