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—No estás haciendo esto sólo para pagar a Jace, ¿verdad? Porque, por ahora, me parece que todos estamos bastante igualados.

—No, no del todo —contestó él—. Mira, todos conocemos la situación. Sebastian no puede estar suelto por ahí. No es seguro. La Clave tiene razón. Pero si él muere, Jace muere. Y si Jace muere, Clary…

—Ella lo superará —dijo Isabelle, con una voz seca y firme—. Es dura y fuerte.

—Sufrirá. Quizá para siempre. No quiero que sufra así. No quiero que tú sufras así.

Isabelle se cruzó de brazos.

—Claro que no. Pero ¿crees que no sufrirá, Simon, si te pasa algo?

Simon se mordisqueó el labio. Lo cierto era que no había pensado en eso.

—¿Y tú qué?

—¿Yo qué?

—¿Sufrirías si me pasara algo?

Ella se lo quedó mirando, con la espalda muy tiesa y la barbilla firme. Pero le brillaban los ojos.

—Sí.

—Pero quieres que ayude a Jace.

—Sí, también.

—Entonces, tienes que dejarme hacerlo —concluyó él—. No es sólo por Jace, o por ti y Clary, aunque todos sois una gran parte. Es porque creo que la oscuridad se acerca. Creo a Magnus cuando lo dice. Creo que Raphael teme realmente una guerra. Creo que estamos viendo una pequeña parte del plan de Sebastian, pero no creo que sea una coincidencia que se llevara a Jace con él cuando se fue. O que Jace y él estén unidos. Sabe que necesitamos a Jace para ganar una guerra. Sabe lo que Jace es.

Isabelle no lo negó.

—Eres tan valiente como Jace.

—Quizá —repuso Simon—. Pero no soy nefilim. No puedo hacer lo que hace él. Y no significo tanto para tanta gente.

—Destinos especiales y tormentos especiales —susurró Isabelle—. Simon… tú significas mucho para mí.

Él le cubrió la mejilla con la mano.

—Eres una guerrera, Izzy. Eso es lo que haces. Es lo que eres. Pero si no puedes luchar contra Sebastian porque herirlo significa herir a Jace, no puedes luchar en esta guerra. Y si tienes que matar a Jace para ganar la guerra, creo que eso destruiría parte de tu alma. Y no quiero que eso ocurra, sobre todo si puedo hacer algo para evitarlo.

Isabelle tragó saliva.

—No es justo —dijo—. Que tengas que ser tú…

—Yo elijo hacerlo. Jace no tiene elección. Si muere, será por algo de lo que él no tiene ninguna culpa, no en realidad.

Isabelle respiró hondo. Descruzó los brazos y lo cogió del codo.

—Muy bien —repuso—. Vamos.

Lo llevó hacia los otros, que dejaron de discutir y la miraron cuando ella carraspeó, como si acabaran de darse cuenta de que ellos dos se habían apartado un momento.

—Ya basta —dijo Isabelle—. Simon ha tomado una decisión, y es él quien elige. Va a invocar a Raziel. Y lo vamos a ayudar en todo lo que podamos.

Bailaron. Clary trató de perderse en el fuerte ritmo de la música mientras la sangre le corría por la venas, igual que había sido capaz de hacerlo aquella vez en el Pandemónium con Simon. Claro que Simon bailaba fatal, y Jace era un bailarín excelente. Supuso que eso tenía sentido. Con todo el entrenamiento de control en la lucha y su gracilidad, no había mucho que no pudiera hacer con el cuerpo. Cuando él echó la cabeza hacia atrás, su cabello estaba oscuro de sudor, pegado a las sienes, y la curva del cuello le brilló bajo la luz de la araña de hueso.

Clary vio cómo lo miraban los otros bailarines: con admiración, especuladores, con ansia depredadora. Sintió por dentro una posesividad a la que no podía poner nombre o controlar. Se acercó más a él, rozándolo con el cuerpo, subiendo y bajando, de la manera que había visto hacer a otras chicas, pero que ella jamás se había atrevido a probar. Siempre había estado convencida de que se enredaría el pelo en la hebilla del cinturón de alguien, pero las cosas ahora eran diferentes. Sus meses de entrenamiento no sólo le servían para luchar, sino siempre que tenía que emplear el cuerpo. Se sentía fluida, manteniendo el control, de una manera en que no se había sentido antes. Se apretó contra Jace.

Él había tenido los ojos cerrados; los abrió justo cuando una explosión de color iluminó la oscuridad en lo alto. Gotas metálicas llovieron sobre ellos; algunas gotitas cayeron sobre el cabello de Jace y relucieron sobre su piel como el mercurio. Él se llevó los dedos a una gota de plata líquida que tenía en la clavícula y se la mostró a ella, con los labios curvados.

—¿Te acuerdas de lo que te dije la última vez en Taki’s? ¿Sobre la comida de las hadas?

—Recuerdo que me contaste que habías corrido por Madison Avenue desnudo con astas en la cabeza —contestó Clary, parpadeando para hacer caer las gotas de plata de sus párpados.

—Dudo que alguna vez llegara a probarse que había sido realmente yo. —Sólo Jace podía hablar mientras bailaba y no parecer torpe—. Bueno, esta cosa… —y se sacudió un poco del líquido plateado que se le mezclaba con el cabello y la piel, pintándolo de metal— es como eso. Te da…

—¿Colocón?

Él la observó con ojos oscurecidos.

—Puede ser divertido.

Otra de las cosas como flores flotantes estalló sobre su cabeza; la salpicadura fue de color azul plata, como el agua. Jace lamió una gota que le había caído en la mano, observando a Clary.

«Colocón.» Clary no había tomado drogas nunca, y ni siquiera bebía. Tal vez se podría contar la botella de Kahlúa que Simon y ella habían cogido del armario de las bebidas en casa de la madre de él y se habían bebido cuando tenían trece años. Después se habían encontrado muy mal; Simon hasta había vomitado en un seto. No había valido la pena, pero recordaba la sensación de estar mareada, y de reírse tontamente y sentirse feliz sin razón.

Cuando Jace bajó la mano, tenía la boca manchada de plata. Seguía mirándola, con los ojos dorado oscuro bajo sus largas pestañas.

«Feliz sin razón.»

Clary pensó en cómo habían estado juntos durante el tiempo entre la Guerra Mortal y antes de que Lilith comenzara a poseerlo. Entonces él había sido el Jace de la fotografía que tenía colgada en la pared: feliz. Ambos habían sido felices. Al mirarlo, no la había reconcomido ninguna duda, no había tenido esa sensación como de pequeños cuchillos bajo la piel, corroyendo la intimidad que había entre ellos.

Clary se acercó a él y lo besó, suave y definitivamente, en los labios.

En su boca estalló un sabor agridulce, una mezcla de vino y caramelo. Más líquido plateado llovió sobre ellos mientras Clary se apartaba de Jace, lamiéndose la boca deliberadamente. Jace respiraba pesadamente; fue a cogerla, pero ella se apartó dando una vuelta, riendo.

De repente, Clary se sintió libre y feroz, e increíblemente ligera. Sabía que se suponía que debía estar haciendo algo terriblemente importante, pero no podía recordar qué, o por qué le importaba. Los rostros de los danzantes que la rodeaban ya no le parecían lupinos y algo inquietantes, sino oscuramente hermosos. Se hallaba en una gran caverna resonante, y las sombras alrededor estaban pintadas de colores más bellos y brillantes que cualquier puesta de sol. La estatua del ángel que se alzaba en lo alto parecía benevolente, mil veces más que Raziel y su fría luz blanca, y una nota aguda manaba de él, pura, clara y perfecta. Clary comenzó a girar, cada vez más de prisa, dejando atrás el pesar, los recuerdos, la pérdida, hasta que se encontró con unos brazos que la rodearon desde atrás y la sujetaron con fuerza. Miró hacia abajo y vio unas manos marcadas rodeándole la cintura, delgados dedos hermosos, la runa de visión. Jace. Se acurrucó contra él, cerrando los ojos, y dejó que la cabeza le cayera sobre la curva de su hombro. Notaba su corazón contra la espalda.

«Ningún otro corazón late como latía el de Jace, ni podría latir así.»

Abrió los ojos de golpe y se volvió rápidamente, extendiendo las manos para apartarlo.

—Sebastian —susurró.

Su hermano le sonrió de medio lado, plata y negro como el anillo Morgenstern.