—Clarissa —dijo él—. Quiero enseñarte algo.
«No.»
La palabra se le ocurrió y se le fue, disolviéndose como azúcar en un líquido. No podía recordar por qué debía decirle que no a él. Era su hermano; debería quererlo. La había llevado a aquel hermoso lugar. Quizá hubiera hecho cosas malas, pero de eso hacía mucho tiempo, y ella ya no podía recordar cuáles habían sido.
—Oigo ángeles cantando —le dijo ella.
Él soltó una risita.
—Ya veo que has descubierto que esa cosa plateada hace algo más que relucir. —Él le acarició el pómulo con el índice; cuando lo apartó era de color plata, como si hubiera cogido una lágrima pintada—. Ven conmigo, chica ángel. —Le tendió la mano.
—¿Y Jace? —protestó ella—. Lo he perdido entre la gente…
—Nos encontrará. —Sebastian la cogió de la mano, su tacto era sorprendentemente cálido y reconfortante. Ella se dejó llevar hacia una de las fuentes en medio de la sala, y la sentó en el ancho borde de mármol para luego sentarse junto a ella, aún cogiéndole la mano—. Mira en el agua —le dijo—. Dime lo que ves.
Ella se inclinó y miró en la lisa superficie oscura de la fuente. Veía su propio reflejo mirándola, con ojos abiertos y enloquecidos, con el maquillaje corrido como si los tuviera morados, y el cabello revuelto. Y entonces Sebastian también se inclinó, y ella vio el rostro de él junto al suyo. La plata del cabello de Sebastian reflejada en el agua le hizo pensar a Clary en la luna sobre el río. Fue a tocar su brillo, y el agua se onduló, distorsionando sus reflejos y volviéndolos irreconocibles.
—¿Qué ves? —preguntó Sebastian, y había urgencia en su voz.
Clary meneó la cabeza; Sebastian estaba siendo muy tonto.
—Nos veo a ti y a mí —le dijo como si le reprendiera—. ¿Qué más iba a ver?
Él le puso la mano bajo la barbilla y le hizo volver el rostro hacia sí. Sus ojos eran negros, negros como la noche, y sólo un anillo de plata separaba la pupila del iris.
—¿No lo ves? Somos lo mismo, tú y yo.
—¿Lo mismo? —Ella lo miró parpadeando. Había algo en lo que estaba diciendo que no estaba nada bien, pero Clary no acababa de saber qué—. No…
—Eres mi hermana —insistió él—. Tenemos la misma sangre.
—Tú tienes sangre de demonio —replicó ella—. La sangre de Lilith. —Por alguna razón, eso le pareció divertido, y rió como una tonta—. Eres todo oscuro, oscuro, oscuro. Y Jace y yo somos luz.
—Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine —dijo él—. Pero no quieres admitirlo. Y si quieres a Jace, será mejor que lo aceptes. Porque ahora, él me pertenece.
—Entonces, ¿a quién perteneces tú?
Sebastian separó los labios, pero no dijo nada. Por primera vez, pensó Clary, parecía que no tuviera nada que decir. Se sorprendió; sus palabras no habían significado mucho para ella, y sólo lo había preguntado por simple curiosidad. Antes de que Clary pudiera decir nada más, se oyó una voz por encima de ellos.
—¿Qué está pasando? —Era Jace. Miró a uno y a otro, con el rostro inescrutable. Le habían caído encima más brillantes gotas plateadas que le colgaban del dorado cabello—. Clary. —Parecía enfadado. Ella se apartó de Sebastian y se puso en pie de un salto.
—Lo siento —se disculpó ella, sin aliento—. Me he perdido entre la gente.
—Ya lo he notado —respondió Jace—. Estaba bailando contigo, y de repente has desaparecido, y un persistente licántropo ha tratado de desabrocharme los botones de los vaqueros.
Sebastian rió.
—¿Licántropo chica o chico?
—No estoy seguro. De cualquier manera, le habría ido bien un afeitado. —Cogió a Clary de la mano, rodeándole la muñeca con los dedos—. ¿Quieres ir a casa? ¿O bailamos un poco más?
—Bailamos más. ¿Está bien?
—Adelante. —Sebastian se echó hacia atrás y apoyó las manos en el borde de la fuente, con una sonrisa como el filo de una navaja—. No me importa mirar.
Algo pasó un instante ante los ojos de Clary: el recuerdo de la huella de una mano ensangrentada. Se fue tan rápido como había aparecido, y ella frunció el ceño. La noche era demasiado hermosa para pensar en cosas feas. Miró a su hermano un instante antes de dejar que Jace la guiara entre la gente hasta el otro lado, cerca de las sombras, donde había menos cuerpos. Otra bola de luz coloreada estalló en lo alto mientras caminaban, repartiendo plata; ella tiró la cabeza hacia atrás y cogió las gotas dulces y saladas con la lengua.
En el centro de la sala, bajo la araña de hueso, Jace se detuvo y ella se acercó a él. Lo rodeó con los brazos y notó el líquido plateado bajándole por la cara como lágrimas. La tela de la camisa de Jace era fina, y Clary podía notar el calor de su piel. Metió la mano por debajo de la ropa y le arañó las costillas con suavidad. Gotas de líquido plateado le salpicaron las pestañas cuando él bajó la mirada hacia ella y se inclinó para hablarle al oído. Él le pasó las manos por los hombros y se las bajó por los brazos. Ya no estaban bailarines: la música hipnótica los rodeaba, así como el remolino de los bailantes, pero Clary apenas lo notaba. Una pareja rió al pasar e hicieron un comentario despectivo en checo; Clary no lo entendió, pero supuso que decían: «¿No tenéis casa?».
Jace hizo un sonido impaciente, y luego se movió entre la gente, arrastrándola tras de sí hacia uno de los oscuro reservados que había adosados a las paredes.
Había docenas de esos reservados circulares, cada uno con un banco de piedra y una cortina de terciopelo, que se podía cerrar para proporcionar cierta intimidad. Jace cerró la cortina de golpe, y se estrellaron el uno contra el otro como el mar contra la orilla. Sus bocas chocaron y se unieron; Jace la levantó para apretarla contra sí, retorciendo la resbaladiza tela del vestido de Clary con los dedos.
Clary notaba el calor y la suavidad, las manos buscando y encontrando, cediendo y presionando. Sus manos estaban bajo la camisa de Jace, sus uñas le arañaban la espalda, salvajemente complacida cuando él ahogó un gemido. Él le mordió el labio inferior, y ella notó sabor a sangre en la boca, salada y caliente. Clary pensó que era como si quisieran abrirse en canal, meterse el uno en el cuerpo del otro y compartir los latidos del corazón, incluso aunque eso los matara.
El reservado estaba oscuro, tanto que Jace sólo era una silueta de sombras y oro. Su cuerpo clavaba a Clary a la pared. Sus manos le bajaban por el cuerpo; llegó al bajo del vestido y se lo fue subiendo por las piernas.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella—. ¿Jace?
Él la miró. La peculiar luz del club convertía sus ojos en una cuadrícula de colores quebrados. Su sonrisa era maliciosa.
—Puedes decirme que pare siempre que quieras —contestó él—. Pero no lo harás.
Sebastian corrió la polvorienta cortina de terciopelo que cerraba el reservado y sonrió.
Había un banco que seguía la pared de la salita circular, y un hombre estaba sentado en él, con los codos apoyados en una mesa de piedra. Llevaba la larga melena negra recogida hacia atrás, tenía una cicatriz o marca con forma de hoja en una mejilla y sus ojos eran verdes como la hierba. Vestía un traje blanco, y un pañuelo con una hoja verde bordada le asomaba en un bolsillo.
—Jonathan Morgenstern —saludó Meliorn.
Sebastian no lo corrigió. Las hadas daban gran importancia a los nombres, y nunca lo llamarían por nada que no fuera el nombre que su padre había elegido para él.
—No estaba seguro de si estarías aquí a la hora acordada, Meliorn.
—¿Debo recordarte que los seres mágicos no mentimos? —replicó el caballero. Alargó la mano y cerró la cortina. La música machacona quedó discretamente amortiguada, aunque no inaudible—. Ven y siéntate. ¿Vino?
Sebastian se sentó en el banco.
—No, nada. —El vino, como el licor de las hadas, sólo le nublaría los pensamientos, y las hadas parecían tener una gran tolerancia al alcohol—. Admito que me llevé una sorpresa cuando recibí el mensaje diciendo que querías verme aquí.