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—Tú más que nadie deberías saber que la Señora tiene un interés especial en ti. Conoce todos tus movimientos. —Meliorn bebió un trago de vino—. Ha habido una gran alteración demoníaca en Praga esta noche. La reina estaba preocupada.

Sebastian abrió los brazos.

—Como puedes ver, no estoy herido.

—No me cabe duda de que una alteración tan grande atraerá la atención de los nefilim. De hecho, si no me equivoco, varios de ellos ya se han transportado en.

—¿En qué? —preguntó Sebastián, inocente.

Meliorn tomó otro trago de vino y lo miró fijamente.

—Ah, vale. Siempre olvido la curiosa manera en que hablan las hadas. Quieres decir que hay cazadores de sombras entre la gente de fuera, buscándome. Ya lo sé. Los he visto antes. La reina no me tiene en gran estima si piensa que no puedo ocuparme de los nefilim yo solo.

Sebastian sacó una daga del cinturón y la hizo girar; la poca luz del reservado relució sobre la hoja.

—Le informaré de lo que has dicho —masculló Meliorn—. Debo admitir que no tengo ni idea de qué interés puede tener en ti. Te he tomado la medida y la he hallado corta, pero yo no tengo los gustos de mi señora.

—¿Puesto en la balanza y hallado corto? —Divertido, Sebastian se inclinó hacia él—. Déjame que te diga una cosa, caballero hada. Soy joven. Soy guapo. Y estoy dispuesto a arrasar el mundo entero hasta los cimientos para conseguir lo que quiero. —Con la daga, recorrió una grieta de la piedra—. Como yo, la reina se contenta con un juego a largo plazo. Pero lo que quiero saber es esto: cuando el ocaso de los nefilim llegue, ¿la corte estará conmigo o contra mí?

El rostro de Meliorn era impasible.

—La Señora dice que a tu lado está.

Sebastian esbozó una medio sonrisa.

—Eso es una noticia excelente.

Meliorn soltó un bufido.

—Siempre he supuesto que la raza de los humanos consigo misma acabaría —comentó—. Durante mil años he profetizado que vosotros seríais vuestra propia muerte. Pero no esperaba que el final fuera así.

Sebastian dio vueltas a la daga entre los dedos.

—Nadie lo hace nunca.

—Jace —susurró Clary—. Jace, cualquiera podría entrar y vernos así.

Las manos de Jace no se detuvieron.

—No lo harán.

Le recorrió el cuello a besos, y consiguió que ella perdiera el hilo de sus pensamientos. Era difícil aferrarse a lo que era real, con sus manos sobre ella, la cabeza y sus recuerdos girando en un torbellino, y aferrada con tanta fuerza a la camisa de Jace que pensó que iba a rasgar la tela.

Notaba el frío de la pared de piedra en la espalda, pero Jace la estaba besando en el hombro, y le bajaba el tirante del vestido. Clary tenía calor y frío, y se estremecía. El mundo se había quebrado en trocitos, como las brillantes piezas dentro de un calidoscopio. Se iba a desmontar bajo las manos de él.

—Jace… —Se aferró a su camisa. Estaba pegajosa y viscosa. Se miró las manos y por un momento no comprendió lo que veía. Fluido plateado mezclado con rojo.

Sangre.

Alzó la mirada. Colgado boca abajo del techo, como una macabra piñata, había un cuerpo humano, atado por los tobillos. La sangre le goteaba de un corte en el cuello.

Clary gritó, pero el grito no produjo sonido. Empujó a Jace, que se tambaleó hacia atrás; tenía sangre en el pelo, en la camisa y en la piel desnuda. Ella se subió los tirantes del vestido, fue a trompicones hasta la cortina que ocultaba el reservado y la abrió.

La estatua del ángel ya no era exactamente como de costumbre. Las alas negras eran alas de murciélago; el rostro hermoso y benevolente se había retorcido en una mueca de desprecio. Colgando del techo en sogas retorcidas habían los cuerpos masacrados de hombres, mujeres y animales; los cuellos cortados, la sangre goteando como lluvia. De las fuentes manaba sangre, y lo que flotaba sobre la superficie no eran flores sino manos cortadas. Los que bailaban estaban cubiertos de sangre. Y mientras Clary miraba, una pareja pasó girando ante ella, el hombre alto y pálido y la mujer flácida entre sus brazos, con el cuello abierto, evidentemente muerta. El hombre se lamió los labios y se inclinó para tomar otro bocado, pero antes de hacerlo, miró a Clary y sonrió, y su rostro estaba manchado de sangre y plata. Clary notó la mano de Jace en el hombro, tirando de ella, pero se soltó de él. Estaba mirando los tanques de vidrio alineados contra las paredes, que había pensado que contenían peces brillantes. El agua no era clara, sino negruzca y espesa, y varios cuerpos humanos ahogados flotaban en ella, con el cabello revolviéndose como filamentos de medusas luminosas. Recordó a Sebastian flotando en su ataúd de cristal. Un grito le subió por la garganta, pero lo ahogó cuando el silencio y la oscuridad pudieron con ella.

14

Como cenizas

Clary volvió en sí lentamente, con la misma sensación de mareo que recordaba de aquella primera mañana en el Instituto, cuando se había despertado sin tener ni idea de dónde se hallaba. Le dolía todo el cuerpo, y notaba la cabeza como si alguien le hubiera golpeado con una barra de hierro. Estaba tumbada de lado, con la cabeza apoyada en algo áspero, y notaba un peso sobre los hombros. Miró hacia abajo y vio una delgada mano puesta protectoramente sobre su esternón. Reconoció las Marcas, las tenues cicatrices blancas, e incluso la forma de las venas del antebrazo. El peso que sentía en el pecho cesó, y se sentó con cuidado, deslizándose de debajo del brazo de Jace.

Se encontraban en su dormitorio. Clary reconoció la increíble pulcritud, la cama perfectamente hecha con la ropa metida en las esquinas como en los hospitales, aún intacta. Jace estaba durmiendo, apoyado en el cabezal, todavía con la ropa que había llevado la noche anterior. Incluso tenía puestos los zapatos. Sin duda se había quedado dormido abrazándola, aunque ella no lo recordaba. Todavía tenía salpicaduras de la sustancia plateada del club.

Se removió levemente, como si notara que ella se había apartado, y se colocó encima el brazo libre. No parecía herido, pensó Clary, sólo agotado; sus largas pestañas doradas reposaban sobre las sombras bajo los ojos. Parecía vulnerable, como un niño pequeño. Podría haber sido su Jace.

Pero no lo era. Clary recordaba el club, las manos de él en la oscuridad, los cadáveres y la sangre. Se le revolvió el estómago y se llevó una mano a la boca, tratando de controlar la náusea. Le asqueó lo que recordaba, y bajo la náusea había algo que la reconcomía, la sensación de que le faltaba algo.

Algo importante.

—Clary.

Se volvió. Jace tenía los ojos medio abiertos; la miraba a través de las pestañas, y el dorado de sus ojos parecía apagado por el cansancio.

—¿Cómo es que estás despierta? —le preguntó él—. Acaba de amanecer.

Clary apretó los puños sobre las mantas.

—Anoche —comenzó, con voz insegura—. Los cadáveres… La sangre.

—¿Los qué?

—Eso fue lo que vi.

—Yo no. —Jace negó con la cabeza—. Drogas de hadas. Sabías…

—Parecía tan real…

—Lo siento. —Cerró los ojos—. Quería divertirme. Se supone que te hace sentir feliz. Ver cosas bonitas. Pensaba que podríamos divertirnos juntos.

—Vi sangre —repuso ella—. Y gente muerta flotando en una especie de peceras.

Jace negó de nuevo; se le cerraban los párpados.

—Nada de eso era real…

—¿Incluso lo que pasó entre tú y yo…? —Clary calló, porque Jace tenía los ojos cerrados, y el pecho le subía y bajaba relajado. Se había dormido.

Clary se levantó sin mirar a Jace y fue al cuarto de baño. Se miró en el espejo mientras un adormecimiento se le extendía por los huesos. Estaba llena de manchas de residuo plateado. Le recordó la vez que un rotulador metálizado se le había roto dentro de la mochila, ensuciando todo lo que tenía dentro. Uno de los tirantes del sujetador se había roto, seguramente por donde Jace había tirado de él la noche anterior. Tenía los ojos rodeados de sombras y rayas negras de rímel, y tanto la piel como el pelo estaban pegajosos por la sustancia plateada.