Con una sensación de debilidad y mareo, se sacó el vestido y la ropa interior; lo tiró todo al cesto de la ropa sucia antes de meterse bajo el agua caliente.
Se lavó el cabello una y otra vez, tratando de sacarse toda la pasta seca de plata. Era como tratar de limpiar una mancha de óleo. Y el olor también se le pegaba, como el agua de un jarrón cuando las flores se han podrido, leve, dulzón y desagradable sobre la piel. Ninguna cantidad de jabón parecía capaz de librarla de él.
Cuando finalmente se convenció de que estaba tan limpia como conseguiría estarlo, se secó y fue al dormitorio principal a vestirse. Fue un alivio volverse a poner unos tejanos y unas botas, y hundirse en un cómodo jersey de algodón. Sólo entonces, cuando se puso la segunda bota, la sensación de que le faltaba algo la reconcomió de nuevo. Se quedó helada.
El anillo. El anillo de oro que le permitía hablar con Simon.
No lo tenía.
Lo buscó a la desesperada en el cesto de la ropa sucia para ver si se le había enganchado al vestido, y luego registró cada palmo de la habitación de Jace mientras él seguía durmiendo tranquilamente. Revisó la moqueta, la ropa de la cama y los cajones de la mesilla.
Al final se sentó, con el corazón golpeándole dentro del pecho y una sensación de náusea en el estómago.
Había perdido el anillo. En alguna parte, de alguna manera. Trató de recordar la última vez que lo había visto. Sin duda le había destellado en la mano mientras blandía la daga contra los demonios elapid. ¿Se le habría caído en la tienda de trastos? ¿En el club?
Se clavó las uñas en los muslos cubiertos por los vaqueros hasta que el dolor la hizo ahogar un grito.
«Concéntrate —se dijo a sí misma—. Concéntrate.»
Quizá se le hubiera caído por el apartamento. Jace debía de haberla subido a la habitación en algún momento. No era muy probable, pero cualquier posibilidad, por pequeña que fuera, debía explorarse.
Se puso en pie y salió al pasillo tan en silencio como pudo. Fue hacia la habitación de Sebastian, y se detuvo vacilante. No podía imaginarse por qué el anillo podría estar allí, y despertarlo sólo sería contraproducente. Dio media vuelta y bajó la escalera, pisando con cuidado para minimizar el ruido de las botas.
La cabeza le iba a toda velocidad. Si no tenía modo de contactar con Simon, ¿qué iba a hacer? Tenía que contarle lo de la tienda de antigüedades, lo del adamas. Debería haber hablado con él antes. Tuvo ganas de dar un puñetazo a la pared, pero se forzó a pensar con calma, a considerar sus opciones. Sebastian y Jace estaban empezando a confiar en ella; si pudiera escapar de ellos durante un momento, en alguna de las ajetreadas calles de la ciudad, podría llamar a Simon desde un teléfono público. Podría meterse en un café con Internet y enviarle un correo electrónico. Ella sabía más de tecnología mundana que ellos. Perder el anillo no significaba que todo hubiera acabado.
No tenía intención de rendirse.
Estaba tan ocupada pensando qué iba a hacer que al principio no vio a Sebastian. Por suerte, él le daba la espalda. Se hallaba en el salón, de cara a la pared.
Clary ya estaba al final de la escalera, y se quedó inmóvil; luego corrió hasta el muro bajo que separaba la cocina de la sala y se aplastó contra él. Si Sebastian la veía, podría decirle que había bajado a buscar un vaso de agua.
Pero la oportunidad de observarlo sin que él lo supiera era demasiado tentadora. Se volvió un poco y miró por el borde de la barra de la cocina.
Sebastian seguía de espaldas a ella. Se había cambiado de ropa después de estar en el club. Ya no llevaba la casaca militar, sino una camisa y unos vaqueros. Al volverse, se le levantó la camisa, y Clary vio que llevaba el cinturón de armas alrededor de la cintura. Sebastian alzó la mano derecha y Clary pudo ver que sujetaba su estela, y había algo en la manera en que la sostenía, por un momento, con un cuidadoso aire pensativo, que le recordó el modo que su madre sujetaba un pincel.
Clary cerró los ojos. Era como la sensación de una tela al enredarse en un gancho, un tirón dentro del corazón siempre que reconocía algo en Sebastian que le recordaba a su madre o a sí misma. La constatación de que por mucho que su sangre estuviera envenenada, seguía siendo la misma sangre que corría por sus venas.
Abrió los ojos de nuevo, a tiempo de ver una puerta formándose delante de Sebastian. Éste cogió una bufanda que colgaba de una percha en la pared y la atravesó hacia la oscuridad.
Clary tuvo una fracción de segundo para decidirse. Quedarse y registrar las habitaciones, o seguir a Sebastian y ver adónde iba. Sus pies tomaron una decisión antes que su mente. Se apartó de la pared y corrió a través de la oscura abertura de la puerta momentos antes de que se cerrara tras ella.
La habitación donde yacía Luke sólo estaba iluminada por el brillo de las farolas de la calle, que se colaba entre los tablones de la ventana. Jocelyn sabía que debería haber pedido una lámpara, pero lo prefería así. La oscuridad ocultaba la gravedad de sus heridas, la palidez de su rostro y las profundas ojeras bajo los ojos.
En aquellas tinieblas, Luke se parecía mucho al muchacho que había conocido en Idris antes de la creación del Círculo. Lo recordaba en el patio de la escuela, delgado y castaño, con ojos azules y manos inquietas. Había sido el mejor amigo de Valentine, y por eso nadie se había fijado nunca en él. Ni siquiera ella, o no habría sido tan enormemente ciega como para no ver lo que él sentía por ella.
Recordaba el día de su boda con Valentine, el sol claro y brillante a través del techo de cristal del Salón de los Acuerdos. Valentine tenía veinte años y ella diecinueve; y recordaba lo poco que había agradado a sus padres que decidiera casarse tan joven. Su desaprobación no le había parecido importante; ellos no lo entendían. Estaba segura de que, para ella, nunca habría nadie más que Valentine.
Luke había sido su padrino. Recordaba su rostro mientras ella recorría el pasillo; lo había mirado un instante antes de centrar toda su atención en Valentine. Recordaba haber pensado que él no debía de encontrarse muy bien, que parecía que sintiera algún dolor. Y más tarde, en la Plaza del Ángel, mientras los invitados se entretenían —la mayoría de los miembros del Círculo estaban allí, desde Maryse y Robert Lightwood, ya casados, hasta Jeremy Pontmercy, de apenas quince años—, y ella estaba junto a Luke y Valentine, alguien había hecho una vieja broma sobre que si el novio no se hubiera presentado, la novia tendría que haberse casado con el padrino. Luke iba vestido de etiqueta, con las runas doradas de buena suerte en el matrimonio bordadas, y estaba muy apuesto, pero mientras todos los demás reían la broma, él se había puesto terriblemente pálido. «Debe de odiar la idea de casarse conmigo», había pensado ella en aquel momento. Recordaba haberle tocado el hombro, riendo.
—No pongas esa cara —había bromeado—. Sé que nos conocemos desde siempre, pero ¡te prometo que nunca tendrás que casarte conmigo!
Y entonces Amatis se había acercado, arrastrando con ella a Stephen riendo, y Jocelyn se había olvidado de Luke, y de la manera en que la había mirado, y del extraño modo en que Valentine lo había mirado a él.
En ese momento, miró a Luke y se sobresaltó. Tenía los ojos abiertos, por primera vez en muchos días, y fijos en ella.
—Luke —susurró.
Él parecía confuso.
—¿Cuánto tiempo… he dormido?
Jocelyn quiso tirarse a sus brazos, pero los gruesos vendajes que aún le rodeaban el pecho la contuvieron. Optó por cogerle la mano y llevársela a la mejilla, entrelazando los dedos con los de él. Cerró los ojos, y las lágrimas se le deslizaron bajo los párpados.
—Unos tres días.