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—Jocelyn —dijo, y parecía realmente alarmado—, ¿por qué estamos en la comisaría? ¿Dónde está Clary? No recuerdo…

Ella bajó sus manos entrelazadas y con una voz tan serena como pudo, le contó todo lo que había sucedido: lo de Sebastian y Jace, el metal demoníaco clavado en su costado y la ayuda del Praetor Lupus.

—Clary —dijo él en cuanto ella hubo acabado—. Tenemos que ir tras ella.

Le soltó la mano a Jocelyn y trató de sentarse en la cama. Incluso en la tenue luz, ella pudo ver que su palidez se intensificaba y hacía una mueca de dolor.

—No es posible. Luke, túmbate, por favor. ¿No crees que si hubiera alguna manera de ir tras ella, habría ido?

Él colgó las piernas del borde de la cama para sentarse; luego, tragando aire, se apoyó hacia atrás sobre las manos. Tenía muy mal aspecto.

—Pero el peligro…

—¿No crees que no he pensado en eso? —Jocelyn le puso las manos sobre los hombros y lo empujó con suavidad para que volviera a tumbarse—. Simon se ha puesto en contacto conmigo todas las noches. Clary está bien. Lo está. Y tú no estás en condiciones de hacer nada al respecto. Matarte no serviría de nada. Por favor, confía en mí, Luke.

—Jocelyn, no puedo quedarme aquí tumbado.

—Sí que puedes —replicó ella, y se puso en pie—. Y lo harás, aunque tenga que sentarme sobre ti. ¿Qué diablos te pasa, Lucian? ¿Te has vuelto loco? Me aterroriza lo que le pueda pasar a Clary, y he estado asustada por ti. Por favor, no lo hagas, no me hagas esto. Si algo te pasara…

Él la miró sorprendido. Ya había una mancha roja en las blancas vendas que le envolvían el pecho, donde se le había abierto la herida al moverse.

—Yo…

—¿Qué?

—No estoy acostumbrado a que me ames —repuso él.

Había una modestia en sus palabras que ella no asociaba a Luke, y por un momento lo miró fijamente.

—Luke. Túmbate, por favor.

Como algo intermedio, él se recostó contra las almohadas. Respiraba pesadamente. Jocelyn fue a la mesita, sirvió un vaso de agua, regresó y se lo puso en la mano.

—Bébetelo —pidió—. Por favor.

Luke cogió el vaso, y sus ojos azules la siguieron mientras ella volvía a sentarse en la silla junto a la cama, de la que casi ni se había movido durante tantas horas que se sorprendió de que ella y la silla no se hubieran convertido en una.

—¿Sabes en qué estaba pensando? —preguntó ella—. ¿Justo antes de que te despertaras?

Él bebió un sorbo de agua.

—Parecías estar muy lejos.

—Estaba pensando en el día que me casé con Valentine.

Luke bajó el vaso.

—El peor día de mi vida.

—¿Peor que el día en que te mordieron? —preguntó ella, cruzándose de piernas.

—Peor.

—No lo sabía. No sabía lo que sentías. Ojalá lo hubiera sabido. Creo que las cosas habrían sido diferentes.

Él la miró con incredulidad.

—¿Cómo?

—No me habría casado con Valentine —respondió ella—. No, si lo hubiera sabido.

—Te habrías casado.

—No —replicó ella, tajante—. Era demasiado estúpida como para darme cuenta de lo que sentías, pero también era demasiado estúpida como para darme cuenta de lo que yo sentía. Siempre te he querido. Aunque no lo supiera. —Se inclinó hacia él y le besó en la frente con cuidado, para no hacerle daño; luego apretó la mejilla contra la de él—. Prométeme que no te pondrás en peligro. Prométemelo.

Jocelyn notó la mano de él en el cabello.

—Te lo prometo.

Ella se recostó en la silla, satisfecha en parte.

—Me gustaría poder retroceder en el tiempo. Arreglarlo todo. Casarme con el chico correcto.

—Pero entonces no tendríamos a Clary —le recordó él. Y a ella le encantó que usara el plural de una forma tan natural, como si no tuviera ninguna duda de que Clary fuera su hija.

—Si hubieras estado más tiempo con nosotras mientras ella crecía… —suspiró Jocelyn—. Tengo la sensación de que lo he hecho todo mal. Estaba tan concentrada en protegerla que creo que la he protegido demasiado. Se lanza de cabeza al peligro sin pensar. Cuando éramos pequeños, vimos a nuestros amigos morir luchando. Ella no. Y no quiero que lo viva, pero a veces me preocupa que ella crea que no puede morir.

—Jocelyn —dijo Luke con voz dulce—. La educaste para ser una buena persona. Alguien con valores, que cree en el bien y en el mal, y trata de ser buena. Como siempre has hecho tú. No puedes educar a un niño para que crea lo contrario de lo que crees tú. No me parece que ella crea que no puede morir. Pienso, como siempre has hecho tú, que Clary piensa que hay cosas por las que vale la pena morir.

Clary siguió a Sebastian por una red de calles estrechas, pegándose a las sombras junto a las paredes de los edificios. Ya no estaban en Praga; eso resultaba evidente al instante. Las calles estaban oscuras, el cielo en lo alto tenía el azul plano de primeras horas de la mañana, y los letreros sobre las tiendas y los negocios estaban en francés. Igual que los nombres de las calles: «RUE DE LA SIENE», «RUE JACOB», «RUE DE L’ABBAYE».

Mientras recorrían la ciudad, la gente se cruzaba con ella como si fueran fantasmas. Pasaba algún que otro coche; los camiones iban marcha atrás hacia las tiendas, con los repartos de primera hora de la mañana. El aire olía a agua de río y basura. Clary estaba bastante segura de dónde se hallaba, pero entonces torcieron por un callejón que los llevó a una amplia avenida, y una señal se alzó entre la neblinosa oscuridad. Flechas apuntando en diferentes direcciones, indicando el camino a la Bastilla, a Notre-Dame y al Barrio Latino.

«París —pensó Clary, mientras se metía detrás de un coche aparcado y Sebastian cruzaba la calle—. Estamos en París.»

Resultaba irónico. Siempre había querido ir a París con alguien que conociera la ciudad. Siempre había querido caminar por sus calles, ver el río, dibujar los edificios. Nunca se había imaginado eso. Nunca se había imaginado seguir sigilosamente a Sebastian, cruzando el boulevard Saint Germain; más allá del bureau de poste de color amarillo brillante; por una avenida donde los bares estaban cerrados, pero las alcantarillas estaban llenas de botellas de cerveza y colillas de cigarrillos, y luego por una calle estrecha flanqueada de casas. Sebastian se detuvo ante una, y Clary lo hizo también, pegada a la pared.

Lo observó alzar la mano y marcar un código en el teclado junto a la puerta; se fijó en los movimientos de los dedos. Se oyó un clic; la puerta se abrió y él la cruzó. En cuanto la puerta se cerró, ella corrió tras él, se detuvo para teclear el código —X235— y esperó oír el sonido que significaba que la puerta estaba abierta. Cuando lo oyó, no supo si se sentía aliviada o sorprendida.

«No debería ser tan fácil.»

Un momento después se encontró en un patio interior. Era cuadrado, y por todas partes lo rodeaban edificios corrientes. Se veían tres escaleras a través de otras tantas puertas abiertas. Sebastian, sin embargo, había desaparecido.

Así que no iba a ser tan fácil.

Salió al patio, sabiendo que al hacerlo se alejaba de la protección de las sombras y se mostraba donde podían verla. El cielo se iba aclarando más a cada momento. Saber que era visible le produjo un cosquilleo en la nuca, y se metió en las sombras de la primera escalera que encontró.

Era sencilla, con escalones de madera hacia arriba y hacia abajo, y un espejo barato en la pared, en el que pudo ver su pálido rostro. Olía a basura podrida y, por un momento, Clary se preguntó si estaría cerca de donde guardaban los cubos de basura, pero de repente cayó en la cuenta: el hedor indicaba la presencia de demonios.

Los cansados músculos comenzaron a temblarle, pero ella apretó los puños. Era dolorosamente consciente de su carencia de armas. Respiró hondo el apestoso aire y comenzó a descender por la escalera.

El olor se fue haciendo más intenso y el aire más oscuro mientras ella bajaba, y deseó tener una estela y una runa de visión nocturna. Pero no podía hacer nada al respecto. Siguió bajando por la escalera de caracol, y de repente agradeció la falta de luz cuando pisó algo pegajoso. Se agarró a la barandilla y trató de respirar por la boca. La oscuridad se hizo más densa, hasta que empezó a caminar como si fuese ciega, con el corazón latiéndole con tal fuerza que estaba segura de que debía de anunciar su presencia. Las calles de París, el mundo corriente, parecían estar a años luz. Sólo existían la oscuridad y ella, bajando, bajando, bajando…