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Parecía mayor, pensó Simon mientras entraban en el parque por un agujero en el muro de piedra de la Quinta Avenida. Mayor no en el mal sentido, pero sí que era diferente de la chica que había sido cuando habían entrado en el Club Pandemónium la noche que lo había cambiado todo. Había crecido, pero era más que eso. Su expresión era más seria, había más gracia y fuerza en su forma de andar, y los ojos verdes le bailaban menos, se centraban más. Con un sobresalto de sorpresa, pensó que comenzaba a parecerse a Jocelyn.

Clary se detuvo en un círculo de árboles que goteaban; las ramas les protegían bastante de la lluvia, e Isabelle y Clary apoyaron los paraguas en los troncos cercanos. Clary se soltó la cadena que llevaba alrededor del cuello y dejó que la campanita le cayera en la palma. Los miró a todos muy seria.

—Esto es arriesgado —dijo—, y estoy segura de que si lo hago, no habrá vuelta atrás. Así que si alguno de vosotros no quiere venir conmigo, no pasa nada. Lo entenderé.

Simon se acercó y puso la mano sobre la de ella. No tenía que pensarlo. Adonde iba Clary, iba él. Habían pasado por mucho juntos para que no fuera así. Isabelle fue la siguiente, y al final, Alec; la lluvia le caía de las largas pestañas como si fuera lágrimas, pero su expresión era decidida. Los cuatro se apretaron las manos con fuerza.

Clary hizo sonar la campana.

Tuvo la impresión de que el mundo daba vueltas; no era la misma sensación de cuando atravesaba un Portal, pensó Clary sintiéndose en el centro del remolino, sino más bien como si estuviera en un carrusel que comenzara a girar cada vez más de prisa. Ya se sentía mareada y falta de aliento cuando todo aquello paró de pronto, y de nuevo estaba de pie, con la mano en las de Simon, Alec e Isabelle.

Se soltaron, y Clary miró alrededor. Había estado allí antes, en ese pasillo marrón oscuro y reluciente que parecía como si hubiera sido tallado a partir de una gema ojo de tigre. El suelo era liso, con el desgaste causado por los pies de las hadas durante miles de años. La luz provenía de brillantes pepitas de oro en las paredes, y al final del pasillo había una cortina multicolor que se movía como agitada por el viento, aunque no había viento bajo tierra. Al acercarse a ella, Clary se fijó en que estaba hecha de mariposas cosidas. Algunas de ellas aún seguían vivas, y su esfuerzo por liberarse hacía que la cortina se agitara como si estuviera bajo una fuerte brisa.

Tragó el sabor ácido que le subió a la garganta.

—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?

La cortina se fue a un lado, y el caballero hada Meliorn apareció en el pasillo. Llevaba la armadura blanca con la que lo recordaba Clary, pero ahora tenía un sello sobre el pecho izquierdo: las cuatro C que también decoraban la vestimenta de Luke del Consejo, y lo marcaban como miembro. En el rostro de Meliorn también había una cicatriz nueva, justo bajo sus ojos del color de las hojas. Él la miró con frialdad.

—No se saluda a la reina de la corte Seelie con un bárbaro «Hola» humano —protestó—, como si estuvieras saludando a un criado. La fórmula correcta es «Bien hallada».

—Pero aún no la he hallado —repuso Clary—. Ni siquiera sé si está aquí.

Meliorn la miró con desdén.

—Si la reina no estuviera presente y dispuesta a recibirte, tocar la campana no te habría traído aquí. Ahora, ven, sígueme, y trae contigo a tus compañeros.

Clary hizo un gesto a los demás y luego siguió a Meliorn con los hombros encogidos, para que al atravesar la cortina no la tocaran las alas de aquellas mariposas torturadas.

Uno a uno, los cuatro entraron en la estancia de la reina. Clary parpadeó sorprendida. Era totalmente diferente de la última vez que había estado allí. La reina se hallaba reclinada en un diván blanco y dorado, y a su alrededor se extendía un suelo hecho de cuadrados blancos y negros alternados, como un gran tablero de ajedrez. Lianas de espinas con aspecto peligroso colgaban del techo, y en cada espina estaba empalado un fuego fatuo, con su luz, normalmente muy intensa, parpadeando como en agonía. Todo resplandecía con su brillo.

Meliorn se colocó junto a la reina; en la sala no había ningún otro cortesano. La reina se incorporó despacio. Era tan hermosa como siempre, con un diáfano vestido de plata y oro mezclados; el cabello era de cobre rosado, y se lo colocó con cuidado sobre su hombro blanco. Clary se preguntó por qué se molestaría en hacerlo. De los que estaban allí, al único que podía impresionar su belleza era a Simon, y éste la odiaba.

—Bien hallados, Nefilim, vampiro diurno —dijo inclinando la cabeza hacia ellos—. Hija de Valentine, ¿qué te trae a mí?

Clary abrió la mano. La campana destelló allí como una acusación.

—Enviasteis a vuestra doncella a decirme que hiciera sonar esto si alguna vez necesitaba ayuda.

—Y tú me dijiste que no querías nada de mí —dijo la reina—. Que tenías todo lo que querías.

Clary pensó desesperada en lo que había dicho Jace en la anterior audiencia que habían tenido con la reina, cómo la había adulado y encandilado. Era como si de repente Jace hubiera adquirido todo un nuevo vocabulario. Clary miró hacia atrás a Isabelle y a Alec, pero Isabelle sólo le hizo un gesto de irritación, indicándole que siguiera.

—Las cosas cambian —respondió Clary.

La reina estiró las piernas voluptuosamente.

—Muy bien. ¿Y qué quieres de mí?

—Deseo que encontréis a Jace Lightwood.

En el silencio que siguió, el sonido de los fuegos fatuos, gimiendo de agonía, se hizo audible.

—Nos debes de considerar muy poderosos —repuso finalmente la reina—, si crees que los seres mágicos pueden triunfar donde la Clave ha fallado.

—La Clave quiere encontrar a Sebastian. A mí no me importa Sebastian. Quiero encontrar a Jace —explicó Clary—. Además, ya sé que vos sabéis más de lo que demostráis. Predijisteis que esto sucedería. Nadie más lo sabía, y no creo que me enviarais esta campanita cuando lo hicisteis, la misma noche en que Jace desapareció, sin saber que algo se estaba preparando.

—Quizá lo hiciera —contestó la reina, admirándose las relucientes uñas de los pies.

—Me he fijado en que los seres mágicos suelen decir «quizá» cuando desean ocultar alguna verdad —dijo Clary—. Les evita tener que dar una respuesta directa.

—Quizá sea así —contestó la reina con una sonrisa divertida.

—«Tal vez» también es una buena expresión —sugirió Alec.

—Y «acaso» —contribuyó Izzy.

—No le veo nada malo a «quizá» —comentó Simon—. Es poco moderna, pero expresa bien la idea.

La reina agitó la mano como si sus palabras fueran abejas molestas que le zumbaran alrededor de la cabeza.

—No confío en ti, hija de Valentine —afirmó—. Hubo un tiempo en que quise un favor tuyo, pero ese tiempo ha pasado. Meliorn tiene su puesto en el Consejo. No estoy segura de que puedas ofrecerme nada más.

—Si creyerais eso —replicó Clary—, no me habríais enviado la campana.

Por un momento, se miraron a los ojos. La reina era hermosa, pero había algo tras su rostro, algo que hizo pensar a Clary en los huesos de un pequeño animal, blanqueándose al sol.

—Muy bien —repuso la reina finalmente—. Es posible que pueda ayudarte. Pero desearé una recompensa.

—Sorpresa —masculló Simon. Tenía las manos metidas en los bolsillos, y miraba a la reina con desprecio.

Alec soltó una risita.

Los ojos de la reina destellaron. Un momento después, Alec se tambaleó hacia atrás con un grito. Extendía los brazos, boquiabierto, mientras las manos se le curvaban hacia dentro, torcidas, con la piel arrugada y las articulaciones hinchadas. La espalda se le encorvó, el cabello se le encaneció, y los azules ojos se le apagaron y se hundieron bajo profundas arrugas. Clary ahogó un grito. Donde había estado Alec había ahora un anciano, encorvado, canoso y trémulo.