Y entonces… una luz relució en la distancia, un pequeño punto, como la cabeza de una cerilla al encenderse. Se acercó más a la barandilla, casi agachándose, mientras la luz aumentaba de tamaño. Ya podía verse la mano, y también el contorno de los escalones bajo ella. Sólo quedaban unos pocos. Llegó al final de la escalera y miró alrededor.
Cualquier parecido con un edificio de pisos corriente había desaparecido. En algún punto del camino, la escalera de madera se había vuelto de piedra, y en ese momento se hallaba en una pequeña sala de paredes de piedra iluminada por una antorcha que producía una luz de un desagradable tono verdoso. El suelo era de roca pulida, y grabado con muchos símbolos extraños. Ella los rodeó mientras cruzaba la sala hacia la única otra salida, un arco de piedra, en cuyo punto más alto había un cráneo humano entre la V formado por dos enormes hachas ornamentales.
Oyó voces a través del arco. Demasiado distantes para entender lo que decían, pero sin duda eran voces.
«Por aquí —parecían decirle—. Síguenos.»
Ella miró el cráneo, y sus ojos vacíos le devolvieron la mirada burlándose. Se preguntó dónde se hallaría; si París seguía sobre ella o si habría entrado en otro mundo totalmente distinto, como pasaba cuando se entraba en la Ciudad Silenciosa. Pensó en Jace, al que había dejado durmiendo en lo que casi le parecía otra vida.
Estaba haciendo aquello por él, se recordó. Para recuperarlo. Cruzó el arco y pasó al corredor, aplastándose instintivamente contra la pared. Avanzó sin hacer ruido; las voces se fueron haciendo más fuertes. Aunque tenue, el corredor no carecía de iluminación. Cada pocos pasos había una antorcha verdosa, que despedía un olor a quemado.
De repente se abrió una puerta en la pared a su izquierda, y las voces se oyeron con mayor claridad.
—… no como su padre —decía una, con palabras tan ásperas como papel de lija—. Valentine nunca trataría con nosotros en absoluto. Él nos esclavizaría. Éste nos está entregando el mundo.
Muy despacio, Clary miró pegada al marco de la puerta. La sala estaba vacía, con las paredes lisas y sin muebles. Dentro había un grupo de demonios. Todos parecidos a reptiles, con piel dura de color marrón verdoso, pero cada uno con seis patas de pulpo que hacían un ruido seco y rasposo al moverse. Las cabezas eran bulbosas, extrañas, con ojos negros facetados.
Clary tragó bilis. Recordó el rapiñador, que había sido uno de los primeros demonios que había visto. Algo en la grotesca combinación de lagarto, insecto y extraterrestre le revolvió el estómago. Se apretó más contra la pared y escuchó.
—Es decir, si confiamos en él. —Era difícil decir cuál de ellos estaba hablando. Sus patas se enrollaban y extendían al andar, subiendo y bajando por los cuerpos bulbosos. No parecían tener boca, sino racimos de pequeños tentáculos que vibraban al hablar.
—La Gran Madre confiaba en él. Es su hijo.
Sebastian. Era evidente que estaban hablando de Sebastian.
—Pero es un nefilim. Son nuestros mayores enemigos.
—También son sus enemigos. Porta la sangre de Lilith.
—Pero aquel al que llama compañero porta la sangre de nuestros enemigos. Es uno de los ángeles. —El demonio escupió aquella palabra con tal odio que Clary la sintió como un tortazo.
—El hijo de Lilith nos asegura que lo tiene bien dominado y, sin duda, él parece obediente.
Oyó una risa seca, de insecto.
—Vosotros los jóvenes os consumís de preocupación. Los nefilim llevan mucho tiempo protegiendo este mundo de nosotros. Sus riquezas son grandes. Lo beberemos hasta secarlo y lo dejaremos como ceniza. Y en cuanto al muchacho ángel, será el último de su raza en morir. Lo quemaremos en una pira hasta que quede reducido a huesos dorados.
A Clary la invadió la furia. Tragó aire; fue un sonido mínimo, pero un sonido. El demonio más cercano volvió la cabeza. Por un momento, Clary se quedó helada, atrapada por la mirada de sus ojos como espejos.
Luego se volvió y echó a correr. Corrió hacia el arco, la sala y la oscura escalera. Oyó un tumulto tras ella, las criaturas gritando, luego el roce y el correteo que hacían al perseguirla. Echó una mirada hacia atrás y se dio cuenta de que no iba a conseguirlo. A pesar de su ventaja inicial, ya casi estaban sobre ella.
Oía su propia respiración rasgada, de dentro afuera; cuando llegó al arco, se volvió en redondo y saltó para agarrarse de él con ambas manos. Se balanceó hacia delante con toda su fuerza, y hundió las botas en el primero de los demonios, haciéndolo caer con un agudo chillido. Aún colgando, agarró el mango de una de las hachas cruzadas bajo el cráneo y tiró de ella.
Estaba bien clavada y no se movió.
Clary cerró los ojos, apretó más la mano sobre ella y tiró con toda su fuerza. El hacha saltó de la pared con el sonido de algo arrancado, lanzando trozos de piedra y mortero. Clary perdió el equilibrio y cayó, y aterrizó agazapada, con el hacha ante ella. Era pesada, pero ella casi ni la notaba. Le estaba volviendo a pasar lo que le había ocurrido en la tienda de antigüedades. El tiempo parecía ir más despacio, las sensaciones se intensificaban. Notaba cada susurro del aire sobre la piel y todas las irregularidades del suelo bajo los pies. Se preparó para la llegada del primer demonio, que correteó bajo el arco y se alzó hacia atrás como una tarántula, pateando el aire sobre ella. Bajo los tentáculos de la cara había unas fauces babeantes.
El hacha que tenía Clary en la mano pareció lanzar un tajo por voluntad propia, y se hundió profundamente en el pecho de la criatura. Al instante, Clary recordó a Jace diciéndole que no intentara alcanzarlos en el pecho sino decapitarlos. No todos los demonios tenían corazón. Pero en ese caso tuvo suerte. La criatura se sacudió chillando; la sangre comenzó a burbujear por la herida, y luego el demonio desapareció; ella se fue hacia atrás del impulso, con su arma manchada de icor aún en la mano. La sangre del demonio era negra y apestosa, como la brea.
Cuando el siguiente se lanzó hacia ella, Clary se agachó mientras hacía un arco con el hacha; le cortó varias patas. Aullando, el demonio se fue de lado como una silla rota, pero el siguiente demonio ya pasaba sobre él, pisoteándolo, tratando de llegar hasta ella. Clary asestó otro golpe, y el hacha se hundió en el rostro de la criatura. El icor saltó rociando, y ella se tiró hacia atrás, apretándose contra la pared de la escalera. Si alguno podía colársele por detrás, estaba muerta.
Enloquecido, el demonio al que había abierto el rostro se lanzó de nuevo hacia ella; Clary blandió el hacha y le cortó una pata, pero otra le envolvió la muñeca. Una ardiente agonía le subió por el brazo. Clary gritó y trató de soltarse la mano, pero el demonio la agarraba con demasiada fuerza. Era como si miles de agujas ardientes le atravesaran la piel. Aún gritando, le lanzó un puñetazo con el brazo izquierdo y le dio en la cara, justo donde tenía el tajo del hacha. El demonio lanzó un agudo siseo y aflojó un poco la presión; Clary pudo soltarse la mano y se echó hacia atrás.
Como surgido de la nada, un brillante cuchillo se hundió en el cráneo del demonio. Mientras Clary miraba sorprendida, el demonio se desvaneció, y vio a su hermano, con un cuchillo serafín en la mano y la camisa blanca salpicada de icor. Tras él, la sala estaba vacía excepto por el cuerpo de uno de los demonios, aún sacudiéndose, pero con líquido negro fluyendo de los muñones cortados como aceite de un coche aplastado.