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Sebastian. Ella lo miró asombrada. ¿Acababa de salvarle la vida?

—Aléjate de mí, Sebastian —masculló ella entre dientes.

Él no pareció oírla.

—Tu brazo.

Ella se miró la muñeca, que aún le palpitaba de dolor. Una gruesa banda de heridas redondeadas la rodeaba donde las ventosas del demonio se le había enganchado, y se estaba oscureciendo, adquiriendo un asqueroso color azul negruzco.

Clary miró a su hermano. Su cabello blanco lo rodeaba con un halo en la oscuridad. O tal vez fuera que ella estaba perdiendo la vista. La luz también formaba un halo alrededor de la antorcha verde de la pared, y otro halo envolvía la hoja que brillaba en la mano de Sebastian. Él estaba hablando, pero sus palabras le llegaban confusas, indistintas, como si las pronunciara bajo el agua.

—… veneno letal —estaba diciendo él—. ¿En qué diablos estabas pensando, Clarissa? —su voz subía y bajaba. Ella trató de concentrarse—, luchar contra seis demonios dahak con una hacha de adorno…

—Veneno —repitió ella, y por un momento volvió a ver claramente el rostro de Sebastian, las arrugas de tensión alrededor de la boca y los ojos pronunciados e intensos—. Supongo que a fin de cuentas no me has salvado la vida, ¿no?

Tuvo un espasmo en la mano, y el hacha se le cayó, repicando contra el suelo. Notó que se le había enganchado el jersey a la áspera pared mientras comenzaba a bajar lentamente, deseando tan sólo tumbarse en el suelo. Pero Sebastian no quería dejarla descansar. La cogió por las axilas, la alzó y luego la cogió en brazos, con el brazo bueno de Clary rodeándole el cuello. Ella quería apartarse de él, pero carecía de la energía necesaria. Notó un punzante dolor en el codo, una quemazón… el roce de una estela. Un adormecimiento se le extendió por las venas. Lo último que vio antes de cerrar los ojos fue el rostro del cráneo del arco. Habría jurado que las cuencas vacías se reían de ella.

15

Magdalena

Las náuseas y el dolor iban y venían como un torbellino cada vez más cerrado. Clary sólo podía ver manchas de colores; se daba cuenta de que su hermano la estaba arrastrando, y cada uno de sus pasos se le clavaba a Clary en la cabeza como un picahielos. Se daba cuenta de que se colgaba de él y de que la fuerza de sus brazos la reconfortaba; le resultaba casi grotesco que algo de Sebastian la reconfortara, y que él pareciera ir con cuidado de no sacudirla demasiado al andar. De forma muy distante, supo que le costaba respirar, y oyó a su hermano decir su nombre.

Luego todo se quedó en silencio. Por un momento, Clary pensó que era el final, que había muerto luchando contra demonios, del modo en que morían la mayoría de los cazadores de sombras. Luego notó otro pinchazo ardiente en el interior del brazo, y una ráfaga de algo que parecía hielo recorriéndole las venas. Apretó los ojos para soportar el dolor, pero el frío de lo que fuera que Sebastian le había hecho fue como si le hubiera echado un vaso de agua a la cara. Lentamente, el mundo dejó de rodar; los remolinos de náusea y dolor fueron disminuyendo hasta ser sólo ondas en la marea de su sangre. Podía respirar de nuevo.

Con una exhalación, abrió los ojos.

Cielo azul.

Estaba tumbada de espaldas, mirando a un cielo azul infinito, moteado de nubes de algodón, como el techo pintado de la enfermería del Instituto. Estiró los doloridos brazos. El derecho aún llevaba las marcas de su brazalete de heridas, aunque ya eran sólo de un rosa tenue. En el izquierdo tenía un iratze, que estaba volviéndose invisible, y también un mendellin para el dolor en el interior del codo.

Respiró hondo. Olió aire de otoño, mezclado con el olor de las hojas. Veía las copas de los árboles, oía el murmullo del tráfico y…

Sebastian. Clary oyó una risita grave y se dio cuenta de que no sólo estaba tumbada, sino que estaba tumbada apoyada en su hermano. Sebastian, que estaba caliente y respiraba, y en cuyo brazo reposaba su cabeza. El resto de ella estaba estirada sobre un banco ligeramente húmedo.

Se incorporó de golpe. Sebastian volvió a reír; se hallaba sentado en el extremo de un banco con unos elaborados apoyabrazos, en un parque. Tenía la bufanda doblada sobre su regazo, donde ella había estado apoyada, y estiraba el brazo que no la había estado rodeando sobre el respaldo del banco. Se había desbrochado la camisa blanca para ocultar las manchas de icor. Debajo llevaba una camiseta gris lisa. El brazalete plateado brillaba en su muñeca. La contemplaba divertido con sus ojos negros, mientras ella se apartaba de él tanto como podía en el banco.

—Es bueno que seas de baja estatura —dijo él—. Si fueras más alta, cargarte habría sido muy molesto.

—¿Dónde estamos? —Clary tuvo que esforzase para mantener la voz firme.

—En los jardines de Luxemburgo —contestó él—. Es un parque muy bonito. Tenía que llevarte a algún lugar donde pudieras estirarte, y en medio de la calle no me pareció una buena idea.

—Sí, claro, existe una palabra para dejar a alguien morir en medio de la calle. «Homicidio vehicular.»

—Eso son dos palabras, y creo que, técnicamente, sólo es homicidio vehicular si atropellas a alguien. —Se frotó las manos como para calentárselas—. Y de todas formas, ¿por qué iba a dejarte morir en medio de la calle después de esforzarme tanto en salvarte?

Ella tragó saliva y se miró el brazo. Las heridas eran aún más tenues. Si no hubiera sabido dónde buscarlas, seguramente ni las habría notado.

—¿Y por qué?

—¿Por qué qué?

—Me has salvado la vida.

—Eres mi hermana.

Ella volvió a tragar. Bajo la luz de la mañana, el rostro de Sebastian tenía algo de color. Vio unas leves quemaduras en el cuello, donde el icor del demonio le había salpicado.

—Nunca antes te había importado que fuera tu hermana.

—¿De verdad? —Sus negros ojos la recorrieron de arriba abajo. Clary recordó la vez que Jace había entrado en su casa cuando ella se estaba muriendo por el veneno del demonio rapiñador contra el que había luchado. Quizá ellos dos se parecían más de lo que nunca había querido pensar, incluso antes del hechizo que los había unido.

—Nuestro padre está muerto —continuó él—. No tenemos más parientes. Tú y yo, somos los últimos. Los últimos Morgenstern. Eres mi única oportunidad de tener a alguien cuya sangre también corra por mis venas. Alguien como yo.

—Sabías que te estaba siguiendo —afirmó Clary.

—Claro que sí.

—Y me has dejado.

—Quería ver cómo te las arreglabas. Y admito que no pensaba que llegaras a seguirme allá abajo. Eres más valiente de lo que pensaba. —Cogió la bufanda del regazo y se la echó al cuello. El parque estaba comenzando a llenarse de turistas con mapas, padres con hijos de la mano, viejos que fumaban en pipa sentados en otros bancos como aquél—. Nunca habrías podido ganar esa pelea.

—Quizá sí.

Él sonrió de medio lado, un instante, como si no pudiera evitarlo.

—Tal vez.

Ella se restregó las botas en la hierba, que estaba mojada de rocío. No iba a darle las gracias a Sebastian. No por nada.

—¿Por qué tratas con demonios? —preguntó—. Los oí hablando de ti. Sé lo que estás haciendo…

—No, no lo sabes. —La sonrisa había desaparecido, y el tono de superioridad estaba de vuelta—. Primero, ésos no eran los demonios con los que estaba tratando. Ésos eran sus guardias. Por eso estaban en otra sala y por eso yo no estaba allí. Los demonios dahak no son muy listos, aunque son crueles, duros y protectores. Así que tampoco es que estuvieran muy informados de lo que pasaba. Sólo repetían comentarios que habían oído a sus amos. Demonios Mayores. Con ésos era con los que me estaba reuniendo.

—¿Y se supone que eso debe tranquilizarme?

Él se inclinó hacia ella sobre el banco.

—No estoy tratando de tranquilizarte. Estoy tratando de decirte la verdad.