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—Entonces, no me extraña que parezcas tener un ataque de alergia —replicó ella, aunque eso no era precisamente cierto. Sebastian parecía molestamente tranquilo, aunque la curva del mentón y el pulso en la sien le dijeron a Clary que aquella calma era fingida—. Los dahak dijeron que ibas a darles este mundo a los demonios.

—Bueno, ¿eso suena a algo que yo fuera a hacer?

Ella sólo lo miró.

—Pensaba que habías dicho que me darías una oportunidad —continuó él—. No soy el mismo que cuando me conociste en Alacante. —Su mirada era clara—. Además, no soy la única persona a la que has conocido que creía en Valentine. Era mi padre. Nuestro padre. No es fácil dudar de las cosas en las que te han enseñado a creer de niño.

Clary se cruzó de brazos; el aire era claro y frío, con un toque invernal.

—Bueno, eso es cierto.

—Valentine se equivocaba —dijo él—. Estaba tan obsesionado con el mal que creía que la Clave le había hecho que lo único que quería era demostrarles quién era. Quería que el Ángel se alzara y les dijera que él era Jonathan Cazador de Sombras reencarnado, que era su líder y que su camino era el camino correcto.

—Eso no fue exactamente lo que pasó.

—Ya sé lo que pasó. Lilith me lo contó —dijo con toda naturalidad, como si todo el mundo tuviera de vez en cuando una conversación con la madre de todos los brujos—. No te engañes pensando que lo que ocurrió fue porque el Ángel tiene una gran compasión, Clary. Los ángeles son fríos como el hielo. Raziel se enfadó porque Valentine había olvidado la misión de todos los cazadores de sombras.

—¿Que es…?

—Matar a demonios. Ésa es nuestra obligación. Sin duda debes de haber oído que, en los últimos años, están entrando cada vez más demonios en nuestro mundo, y que no tenemos ni idea de cómo mantenerlos fuera, ¿no?

Un vago recuerdo le vino a la cabeza, algo que había dicho Jace hacía casi toda una vida, la primera vez que habían ido a la Ciudad Silenciosa.

«Tal vez podamos evitar que entren aquí, pero nadie ha conseguido nunca averiguar cómo hacer eso. De hecho, cada vez llegan más. En el pasado sólo se trataba de pequeñas invasiones demoníacas, que podían contenerse fácilmente. Pero desde que tengo uso de razón, cada vez son más los que se filtran a través de las salvaguardas. La Clave se pasa el tiempo enviando a cazadores de sombras, y en muchas ocasiones no regresan.»

—Se aproxima una gran guerra contra los demonios, y la preparación de la Clave es absolutamente deplorable —explicó Sebastian—. En eso mi padre tenía razón. Están tan aferrados a sus costumbres que son incapaces de prestar atención a los avisos y cambiar. Yo no deseo la destrucción de los subterráneos, como hacía Valentine, pero me preocupa que la ceguera de la Clave condene el propio mundo que protegen los cazadores de sombras.

—¿Quieres que me crea que te importa que se destruya este mundo?

—Bueno, vivo aquí —contestó Sebastian, más amable de lo que ella se esperaba—. Y a veces, las situaciones extremas exigen medidas extremas. Para destruir al enemigo puede ser necesario comprenderlo, incluso tratar con él. Si logro que esos Demonios Mayores confíen en mí, entonces podré atraerlos aquí, donde pueden ser destruidos, y a sus seguidores también. Eso debería cambiar las cosas. Los demonios sabrían que este mundo no es tan fácil para ellos como se habían pensado.

Clary negó con la cabeza.

—¿Y con qué vas a hacerlo…? ¿Sólo Jace y tú? Sois bastante impresionantes, no me malinterpretes, pero incluso vosotros dos…

Sebastian se puso en pie.

—De verdad no te imaginas que pueda haber pensado esto al detalle, ¿verdad? —La miró; el viento del otoño le revolvía el cabello por el rostro—. Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.

Clary vaciló un instante.

—Jace…

—Sigue durmiendo. Créeme, lo sé. —Le tendió la mano—. Ven conmigo, Clary. Si no puedo hacerte creer que tengo un plan, quizá pueda demostrártelo.

Ella lo miró fijamente. Le pasaban por la cabeza imágenes como confeti revuelto: la tienda de trastos en Praga, su anillo de oro con forma de hoja cayendo en la oscuridad, Jace cogiéndola en el reservado del club, las peceras de cadáveres. Sebastian con un cuchillo serafín en la mano.

«Demostrártelo.»

Ella lo cogió de la mano y dejó que él la ayudara a ponerse en pie.

Se decidió, aunque no sin mucha discusión, que para hacer la invocación a Raziel, el Equipo Bueno tendría de buscar un lugar bastante escondido.

—No podemos hacer aparecer a un ángel de veinte metros en medio de Central Park —observó Magnus con sequedad—. La gente podría fijarse, incluso en Nueva York.

—¿Raziel mide veinte metros? —preguntó Isabelle. Estaba tirada en un sillón que había acercado a la mesa. Tenía unas ojeras muy oscuras: ella, como Alec, Magnus y Simon, estaba agotada. Llevaban horas despiertos, rebuscando en libros de Magnus, tan viejos que las páginas eran finas como piel de cebolla. Tanto Isabelle como Alec podían leer griego y latín, y Alec conocía mejor los idiomas de los demonios que Izzy, pero aún había muchos que sólo Magnus podía comprender. Maia y Jordan, al darse cuenta de que podían ser más útiles en otra parte, se habían ido a la comisaría de policía a ver cómo estaba Luke. Mientras tanto, Simon había tratado de ser útil de otras maneras: les llevaba comida y café, copiaba símbolos siguiendo las instrucciones de Magnus, buscaba más papel y lápices, e incluso dio de comer a Presidente Miau, que se lo agradeció vomitando una bola de pelo en el suelo de la cocina de Magnus.

—En realidad sólo mide dieciocho metros, pero le gusta exagerar —contestó Magnus. El cansancio no estaba mejorando su humor. Tenía el cabello de punta y manchas de purpurina en el dorso de las manos, por haberse frotado los ojos—. Es un ángel, Isabelle. ¿Es que nunca has estudiado nada?

Isabelle chasqueó la lengua, molesta.

—Valentine invocó a un ángel en su sótano. No veo por qué necesitas tú todo ese espacio…

—¡Porque Valentine era MUCHO MÁS FORMIDABLE que yo! —replicó Magnus, y dejó caer su pluma—. Mira…

—No le grites a mi hermana —lo reprendió Alec. Lo dijo en voz baja, pero con fuerza en las palabras. Magnus lo miró sorprendido. Alec continuó—: Isabelle, el tamaño de los ángeles, cuando aparecen en la dimensión terrenal, varía dependiendo de su poder. El ángel a quien invocó Valentine era de un rango inferior a Raziel. Y si fuera a invocar a un ángel de un rango superior, como Miguel o Gabriel…

—Yo no podría hacer ningún hechizo que los atara, ni siquiera un momento —aportó Magnus con voz apagada—. En parte, invocamos a Raziel porque esperamos que, como creador de los cazadores de sombras, tenga una compasión especial, o al menos alguna compasión, por vuestra situación. Un ángel menos poderoso tal vez no podría ayudarnos, pero un ángel más poderoso… Bueno, si algo fuera mal…

—Podría no ser yo el único en morir —concluyó Simon.

Magnus parecía afligido, y Alec miró hacia los papeles que se acumulaban en la mesa. Isabelle puso la mano sobre la de Simon.

—No me puedo creer que realmente estemos sentados aquí hablando de invocar a un ángel —dijo ella—. Durante toda mi vida he jurado por el nombre del Ángel. Sabemos que nuestro poder procede de los ángeles. Pero la idea de ver uno… No me lo puedo ni imaginar. Cuando trato de pensarlo, la idea me resulta demasiado grande.

Se hizo el silencio en la mesa. Había cierta oscuridad en los ojos de Magnus que hizo pensar a Simon si habría visto alguna vez a un ángel. Se le ocurrió que quizá debería preguntárselo, pero el timbre de su móvil le evitó tener que decidir.

—Un segundo —murmuró, y se puso en pie. Abrió la tapa del móvil y se apoyó en una de las columnas del loft. Era un mensaje de texto, varios en realidad, de Maia.