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«¡BUENAS NOTICIAS! LUKE ESTÁ DESPIERTO Y HABLANDO. PARECE QUE SE VA A PONER BIEN.»

Simon sintió un gran alivio. Por fin, buenas noticias. Cerró el móvil y se tocó el anillo que llevaba en el dedo.

«¿Clary?»

Nada.

Se tragó los nervios. Seguramente estaría dormida. Alzó los ojos y se encontró a los otros tres mirándolo fijamente.

—¿Quién era? —preguntó Isabelle.

—Maia. Dice que Luke está despierto y hablando. Que se va a poner bien. —Hubo un resonar de voces aliviadas, pero Simon aún seguía mirándose el anillo—. Me ha dado una idea.

Isabelle se había puesto en pie para ir hacia él; al oír aquello, se detuvo, preocupada. Simon supuso que no podía culparla. En los últimos tiempos, sus ideas habían sido suicidas.

—¿Cuál? —preguntó ella.

—¿Qué necesitamos para invocar a Raziel? ¿Cuánto espacio? —inquirió Simon.

Magnus dejó de mirar el libro.

—Como un par de kilómetros cuadrados, al menos. Estaría bien que hubiera agua, como en el lago Lyn…

—La granja de Luke —sugirió Simon—. A las afueras. Una o dos horas. Ahora debería estar cerrada, pero sé cómo llegar allí. Y hay un lago. No tan grande como el Lyn, pero…

Magnus cerró el libro que tenía en la mano.

—No es mala idea, Seamus.

—¿Unas pocas horas? —dijo Isabelle, mirando el reloj—. Podríamos estar allí a…

—Oh, no —la cortó Magnus. Apartó el libro—. Aunque tu entusiasmo sea impresionante e ilimitado, Isabelle, por ahora estoy demasiado agotado para hacer bien un hechizo de invocación. Y esto no es algo con lo que quiera correr ningún riesgo. Creo que todos estaremos de acuerdo.

—Entonces, ¿cuándo? —preguntó Alec.

—Al menos necesitamos dormir un poco —contestó Magnus—. Propongo que nos marchemos a primera hora de la tarde. Sherlock, perdón, Simon, llama mientras tanto, a ver si Jordan te presta la camioneta. Y ahora… —Apartó el resto de papeles—. Me voy a dormir. Isabelle, Simon, podéis usar de nuevo la habitación, si queréis.

—Habitaciones diferentes sería mejor —murmuró Alec.

Isabelle miró a Simon con ojos oscuros e interrogantes, pero él ya estaba sacando el móvil del bolsillo.

—De acuerdo —dijo—. Volveré al mediodía, pero por ahora tengo algo importante que hacer.

De día, París era una ciudad de calles estrechas y curvas que daban a amplias avenidas, añejos edificios dorados con techos de tejas de colores y un brillante río que la cortaba como la cicatriz de un duelo. Sebastian, a pesar de haber dicho que iba a demostrar a Clary que tenía un plan, no habló demasiado mientras recorrían una calle flanqueada de galerías de arte y tiendas donde vendían libros viejos y polvorientos, hasta llegar al Quai des Grands Augustins, en la orilla del río.

Un viento fresco soplaba desde el Sena, y Clary se estremeció. Sebastian se sacó la bufanda del cuello y se la pasó a Clary. Era de tweed blanco y negro entremezclado, aún caliente de haber estado en su cuello.

—No seas estúpida —dijo él—. Tienes frío. Póntela.

Clary se la enrolló en el cuello.

—Gracias —dijo instintivamente, e hizo una mueca.

Ya estaba. Le había dado las gracias a Sebastian. Esperó que un rayo cayera desde las nubes y la partiera. Pero no pasó nada.

Él le echó una extraña mirada.

—¿Estás bien? Parece que vayas a estornudar.

—Estoy bien. —La bufanda olía a colonia de cítricos y a chico. No estaba segura de a qué había pensado que iba a oler.

Siguieron caminando. Esta vez Sebastian acortó el paso y caminó a su lado, explicándole que los barrios de París iban por números y que estaban cruzando del sexto al quinto, el Barrio Latino, y que el puente que veían en la distancia, era el pont Saint-Michel. Clary se fijó en que se cruzaban con muchos jóvenes; chicas de su edad o un poco mayores, muy elegantes en pantalones ajustados y tacones altos, y cabello largo volando al viento del Sena. Bastantes se detuvieron para mirar a Sebastian con admiración, pero él no pareció notarlo.

Jace lo habría notado, pensó Clary. Sebastian era despampanante, con su cabello blanco como el hielo y los ojos negros. La primera vez que lo había visto ya lo había encontrado atractivo, aunque entonces llevaba el cabello teñido de negro y no le quedaba tan bien, la verdad. Estaba mejor así. La palidez del pelo le daba un poco de color a la piel, le resaltaba los ojos, los altos pómulos y la elegante forma del rostro. Sus pestañas eran increíblemente largas, de un tono más oscuro que el cabello, y se le curvaban ligeramente, igual que las de Jocelyn… era tan injusto. ¿Por qué ella no había heredado las pestañas curvadas de la familia? ¿Y por qué él no tenía ni una sola peca?

—Y bien —dijo ella de repente, cortándole en medio de una frase—, ¿qué somos?

Él la miró con el rabillo del ojo.

—¿Qué quieres decir con «qué somos»?

—Has dicho que éramos los últimos de los Morgenstern. Morgenstern es un nombre alemán —explicó Clary—. Entonces, ¿qué somos? ¿Alemanes? ¿Cuál es la historia? ¿Por qué no queda nadie más que nosotros?

—¿No sabes nada sobre la familia de Valentine? —La incredulidad teñía la voz de Sebastian. Se había detenido ante un muro que corría junto al Sena, al lado de la acera—. ¿Acaso tu madre no te ha contado nunca nada?

—También es tu madre, y no, no me ha contado nada. Valentine no es su tema favorito.

—Los nombres de los cazadores de sombras son compuestos —explicó Sebastian despacio, y se subió a lo alto del muro. Le tendió una mano, y al cabo de un instante, ella le dejó que la ayudara a subir a su lado. El Sena fluía de un color gris verdoso bajo ellos, salpicado de botes turísticos que avanzaban lentamente—. «Fair-child», «Lightwood», «White-law». «Morgenstern» significa «estrella matutina». Es un apellido alemán, pero la familia era suiza.

—¿Era?

—Valentine era hijo único —respondió Sebastian—. A su padre, nuestro abuelo, lo mataron los subterráneos, y nuestro tío abuelo murió en combate. No tenía hijos. Esto —le tocó el cabello— es del lado Fairchild. Ahí está la sangre inglesa. Yo he salido más al lado suizo, como Valentine.

—¿Sabes algo de nuestros abuelos? —preguntó Clary, fascinada a pesar de todo.

Sebastian bajó la mano y saltó del muro. Le tendió la mano, y ella la cogió, equilibrándose al saltar. Por un momento, Clary chocó contra el pecho de Sebastian, duro y cálido bajo la camisa. Una chica que pasaba le lanzó una mirada divertida y celosa, y Clary se apartó rápidamente. Quiso chillarle a la chica que Sebastian era su hermano, y que de todas formas lo odiaba. Pero no lo hizo.

—No sé nada de nuestros abuelos maternos —respondió él—. ¿Cómo iba a saber? —Esbozó una sonrisa torcida—. Vamos. Quiero enseñarte uno de mis lugares favoritos.

Clary se quedó atrás.

—Pensaba que me ibas a demostrar que tenías un plan.

—Todo en su momento. —Sebastian comenzó a caminar, y ella lo siguió al cabo de un instante.

«Para descubrir su plan. Hazte la simpática hasta entonces», pensó ella.

—El padre de Valentine se parecía mucho a él —continuó Sebastian—. Tenía fe en la fuerza. «Somos los guerreros elegidos de Dios.» Eso era lo que creía. El dolor te hace fuerte. La pérdida te hace poderoso. Cuando murió…

—Valentine cambió —concluyó Clary—. Me lo dijo Luke.

—Amaba a su padre, y también lo odiaba. Algo que puedes entender conociendo a Jace. Valentine nos crió como su padre lo había criado a él. Siempre se vuelve a lo que se conoce.

—Pero Jace… —repuso Clary—. Valentine le enseñó más cosas aparte de luchar. Le enseñó idiomas, y a tocar el piano…

—Eso fue la influencia de Jocelyn. —Sebastian dijo ese nombre a regañadientes, como si odiara oírlo—. Ella pensaba que Valentine tenía que poder hablar de libros, arte, música…, no sólo matar cosas. Él le transmitió eso a Jace.