Una verja azul de hierro forjado se alzó a su izquierda a media altura. Sebastian se agachó y pasó por debajo; luego hizo un gesto a Clary para que lo siguiera. Ella no tuvo que agacharse, pero fue tras él, con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Y tú, qué? —preguntó ella.
Él alzó las manos. Eran inconfundiblemente las manos de su madre; hábiles, de dedos largos, destinadas a sujetar un pincel o una pluma.
—Yo aprendí a tocar los instrumentos de la guerra —contestó él—, y a pintar con sangre. No soy como Jace.
Había un estrecho callejón entre dos filas de edificios hechos de la misma piedra dorada que muchos otros edificios de París, con los techos reluciendo de color verde cobre bajo el sol. La calle tenía adoquines, y no pasaban coches ni motos. A la izquierda había un café; un cartel de madera colgado de una barra de hierro forjado era la única indicación de que había un negocio en aquella sinuosa calleja.
—Me gusta esto —dijo Sebastian, siguiendo la mirada de Clary—, porque es como si tú y yo estuviéramos en el siglo pasado. No hay ruido de coches, ni luces de neón. Sólo… calma.
Clary lo miró.
«Está mintiendo —pensó—. Sebastian no piensa así. A Sebastian, que trató de quemar Alacante hasta reducirla a cenizas, no le gusta la “calma”.»
Entonces pensó en dónde había crecido él. Nunca lo había visto, pero Jace se lo había descrito. Una casita, un cabaña en realidad, en un valle a las afueras de Alacante. Las noches habrían sido silenciosas allí y el cielo, lleno de estrellas por la noche. Pero ¿lo echaría de menos? ¿Podía? ¿Era la clase de emoción que se podía tener cuando no se era ni siquiera realmente humano?
«¿No te molesta? —quiso decirle—. ¿Estar en el lugar donde el auténtico Sebastian Verlac creció y vivió hasta que tú acabaste con su vida? ¿Recorrer estas calles, llevando su nombre, sabiendo que, en alguna parte, su tía le llora? ¿Y qué querías decir cuando dijiste que se suponía que no iba a defenderse?»
Los ojos negros de Sebastian la miraron pensativos. Ella sabía que tenía sentido del humor; tenía una vena mordaz que a veces no era muy diferente de la de Jace. Pero no sonreía.
—Vamos —dijo él entonces, y Clary volvió a la realidad—. Este sitio tiene el mejor chocolate caliente de todo París.
Clary no estaba segura de cómo iba a saber si eso era cierto o no, dado que era la primera vez que estaba en la ciudad, pero cuando se sentaron, tuvo que admitir que el chocolate era excelente. Lo preparaban en la mesa (que era pequeña y de madera, al igual que las sillas, antiguas y de respaldo alto), en un pote de cerámica azul, usando nata, chocolate en polvo y azúcar. El resultado era un chocolate deshecho tan espeso que la cuchara se quedaba derecha en él. También pidieron cruasanes y los mojaron en el chocolate.
—¿Sabes?, si quieres otro cruasán, te lo traerán —informó Sebastian, recostándose en la silla. Eran los más jóvenes del local por décadas—. Estás atacando éste como un lobezno.
—Tengo hambre. —Clary se encogió de hombros—. Mira, si quieres hablarme, háblame. Convénceme.
Él se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa. Ella recordó haberlo mirado a los ojos la noche anterior, haber notado el anillo de plata alrededor del iris de los ojos.
—Estaba pensando en lo que dijiste anoche.
—Anoche estaba alucinando. No recuerdo lo que te dije.
—Me preguntaste a quién pertenecía —respondió Sebastian.
Clary se detuvo con la taza de chocolate a medio camino de la boca.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Él le escrutó el rostro—. Y no tengo la respuesta.
Clary dejó la taza; de repente se sentía muy incómoda.
—No tienes que pertenecer a nadie —repuso—. Es sólo una manera de hablar.
—Bueno, déjame que te pregunte algo —dijo Sebastian—. ¿Crees que puedes perdonarme? Quiero decir, ¿crees que el perdón es posible para alguien como yo?
—No lo sé. —Clary agarró el borde de la mesa—. Qui…, quiero decir, no sé mucho sobre el perdón como concepto religioso, sólo del tipo normal de perdonar a la gente. —Respiró hondo, sabiendo que estaba farfullando. Había algo en la fija mirada de Sebastian sobre ella, como si esperara que Clary le diera la respuesta a preguntas que nadie más podía responder—. Sé que tienes que hacer cosas, ganarte el perdón. Cambiar. Confesarte, arrepentirte y… compensar.
—Compensar —repitió Sebastian.
—Compensar lo que has hecho. —Miró su taza. No había manera de compensar las cosas que Sebastian había hecho, al menos no de una manera que tuviera sentido.
—Ave atque vale —dijo Sebastian, mirando también su taza.
Clary reconoció las palabras tradicionales que los cazadores de sombras decían sobre sus muertos.
—¿Por qué dices eso? No me estoy muriendo.
—Sabes que es de un poema —explicó él—. De Catulo. «Frater, ave atque vale.» «Saludos y adiós, hermano.» Habla de cenizas, de los ritos de los muertos y de su propio dolor por su hermano. Tuve que aprenderme el poema cuando era pequeño, pero no lo sentía; ni su dolor ni su pérdida, o incluso la cuestión de cómo sería morir y no tener a nadie que te llore. —La miró fijamente—. ¿Cómo crees que habrían sido las cosas si Valentine te hubiera criado conmigo? ¿Me habrías querido?
Clary se alegró de haber dejado la taza, porque si no se le habría caído de la mano. Sebastian no la estaba mirando con la timidez o la incomodidad natural que suele acompañar a una pregunta tan rara, sino como si ella fuera una forma de vida extraña, curiosa.
—Bueno —contestó ella—. Eres mi hermano. Te habría querido. Tendría que… haberlo hecho.
Él la siguió mirando con los mismos ojos fijos e intensos. A Clary se le ocurrió pensar que quizá debería preguntarle si él creía que eso significaba que él también la habría querido. Como hermana. Pero le daba la sensación de que él no tendría ni idea de lo que quería decir eso.
—Pero Valentine no me crió —añadió ella—. Y yo lo maté.
No estaba segura de por qué había dicho eso. Quizá quisiera ver si era posible ponerle nervioso. Después de todo, Jace le había dicho una vez que pensaba que Valentine podía haber sido lo único por lo que Sebastian había sentido cariño en toda su vida.
Pero él no reaccionó.
—La verdad —repuso el chico— es que fue el Ángel quien lo mató. Aunque fue debido a ti. —Trazaba dibujos con los dedos sobre la mesa gastada—. ¿Sabes?, cuando te conocí, en Idris, tuve esperanzas; pensé que te caería bien. Y cuando vi que no te parecías en nada a mí, te odié. Pero luego, cuando me trajeron de vuelta, y Jace me contó lo que habías hecho, me di cuenta de que me había equivocado. Eres como yo.
—Ya lo dijiste anoche —replicó Clary—. Pero no soy…
—Mataste a nuestro padre —la cortó él. Su voz era tranquila—. Y no te importa. Ni has vuelto a pensar en ello, ¿verdad? Valentine le dio unas palizas de muerte a Jace durante los primeros diez años de su vida, y Jace aún lo echa de menos. Sufrió por su pérdida, aunque no comparten la sangre. Pero él era tu padre y tú lo mataste, y no has perdido ni una sola noche de sueño por ello.
Clary se lo quedó mirando boquiabierta. No era justo. No era nada justo. Valentine nunca había sido un padre para ella, no la había querido, había sido un monstruo que tenía que morir. Lo había matado porque no tenía elección.
Sin quererlo, se le apareció la imagen de Valentine, clavándole la daga en el pecho a Jace y luego cogiéndolo ya muerto. Valentine había llorado por el hijo al que había asesinado. Pero ella nunca había llorado por su padre. Ni siquiera lo había pensado.
—Tengo razón, ¿verdad? —dijo Sebastian—. Dime que me equivoco. Dime que no te caigo bien.
Clary siguió mirando su taza de chocolate, ya frío. Se sentía como si se le hubiera desatado un remolino en la cabeza que estuviera tragándose las ideas y las palabras.