—Creía que pensabas que Jace era como tú —repuso finalmente con voz ahogada—. Pensaba que por eso lo querías tener contigo.
—Necesito a Jace —afirmó Sebastian—. Pero en su corazón no es como yo. Tú sí. —Se puso en pie. Debía de haber pagado la cuenta en algún momento; Clary no podía recordarlo—. Ven conmigo.
Le tendió la mano. Ella se puso en pie sin cogérsela y volvió a ponerse la bufanda, sin pensarlo; el chocolate que había bebido era como ácido retorciéndosele en el estómago. Siguió a Sebastian fuera del café y al callejón, donde él estaba mirando al cielo azul.
—No soy como Valentine —insistió Clary, que se detuvo a su lado—. Nuestra madre…
—Tu madre —replicó Sebastian— me odiaba. Me odia. Ya la viste. Trató de matarme. Quieres decirme que has salido a tu madre; pues muy bien. Jocelyn Fairchild es despiadada. Siempre lo ha sido. Durante meses, quizá años, fingió amar a nuestro padre para poder reunir información y traicionarlo. Ella ideó el Alzamiento y vio cómo masacraban a todos los amigos de su marido. Te robó los recuerdos. ¿La has perdonado? Y cuando huyó de Idris, ¿de verdad crees que alguna vez pensó en llevarme con ella? Debió de quedarse muy aliviada al creer que yo había muerto…
—¡No es cierto! —exclamó Clary—. Tenía una caja con cosas de cuando eras bebé. Solía sacarla y llorar sobre ella. Todos los años por tu cumpleaños. Y sé que tú la tienes ahora en tu habitación.
Sebastian retorció sus labios elegantes y finos. Se apartó de ella y comenzó a caminar por el callejón.
—¡Sebastian! —lo llamó Clary—. Sebastian, ¡espera! —No estaba segura de por qué quería que él regresara. Era cierto que no tenía ni idea de dónde se encontraba o de cómo volver al apartamento, pero era más que eso. Quería quedarse y pelear, probarle que ella no era como él decía. Alzó la voz en un grito—: ¡Jonathan Christopher Morgenstern!
Él se detuvo y se volvió lentamente, ladeando la cabeza para mirarla.
Ella fue hacia él, y él la observó caminar con los negros ojos entrecerrados.
—Apuesto a que ni siquiera sabes cuál es mi segundo nombre —lo desafió ella.
—Adele. —Lo dijo de una forma musical, con una familiaridad que a Clary le resultó incómoda—. Clarissa Adele.
Ella llegó junto a él.
—¿Por qué Adele? No lo he sabido nunca.
—Ni yo tampoco —respondió él—. Sé que Valentine no quería llamarte Clarissa Adele. Quería llamarte Seraphina, como su madre. Nuestra abuela. —Se volvió y siguió caminando; en esta ocasión ella se mantuvo a su lado—. Murió de un ataque al corazón después de que mataran a nuestro abuelo. Valentine siempre decía que había muerto de pena.
Clary pensó en Amatis, que nunca había olvidado a su primer amor, Stephen; pensó en el padre de Stephen, que había muerto de pena; en la Inquisidora, toda su vida dedicada a la venganza; en la madre de Jace, que se cortó las muñecas cuando su marido murió.
—Antes de conocer a los nefilim, habría dicho que era imposible morir de pena.
Sebastian soltó una risita seca.
—Nuestro cariño no es como el que se profesan los mundanos —repuso él—. Bueno, a veces sí, claro. No todo el mundo es igual. Pero los lazos entre nosotros tienden a ser muy intensos e irrompibles. Por eso nos cuesta tanto relacionarnos con los que no son como nosotros. Subterráneos, mundanos…
—Mi madre se va a casar con un subterráneo —replicó Clary, dolida. Se habían detenido delante de un edificio de piedra con contraventanas pintadas de azul, casi al final del callejón.
—Una vez, él fue nefilim —repuso Sebastian—. Y mira a nuestro padre. Tu madre lo traicionó y lo dejó, y él aún se pasó el resto de su vida esperando volver a encontrarla y convencerla de que regresara con él. Ese armario lleno de ropa… —Meneó la cabeza.
—Pero Valentine le dijo a Jace que el amor es una debilidad —dijo Clary—. Que te destruye.
—¿No pensarías eso si te pasaras media vida buscando a una mujer aunque te odie a muerte, porque no puedes olvidarla? ¿Si tuvieras que recordar que la persona que más has amado en el mundo te acuchilló por la espalda y retorció el cuchillo? —Se inclinó hacia ella un momento, mientras hablaba, y su aliento agitó el cabello de Clary—. Quizá tú seas más como tu madre que como nuestro padre. Pero ¿y qué importa? Tienes la crueldad en los huesos y hielo en el corazón, Clarissa. No me digas que no.
Él se apartó antes de que ella pudiera contestarle, y subió el escalón delantero de la casa de contraventanas azules. Había una fila de timbres en la pared junto a la puerta, cada uno con un nombre escrito a mano en una plaquita al costado. Apretó el timbre junto al nombre de Magdalena, y esperó. Al cabo de un momento, una voz rasposa se oyó en el interfono.
—Qui est là?
—C’est le fils et la fille de Valentine —contestó él—. Nous avions rendez-vous.
Hubo un silencio y luego se oyó el zumbido de la puerta al abrirse. Sebastian la empujó y la sujetó abierta, educadamente, para que Clary pasara ante él. La escalera era de madera, tan gastada y pulida como el costado de un barco. Subieron en silencio hasta el último piso, donde la puerta estaba entreabierta. Sebastian entró primero, y Clary lo siguió.
Se encontró en un espacio grande e iluminado por la luz del exterior. Las paredes eran blancas, igual que las cortinas. Por una de las ventanas pudo ver la calle de abajo, flanqueada de restaurantes y boutiques. Pasaban coches, pero su sonido no parecía penetrar en el apartamento. El suelo era de madera pulida; los muebles, de madera pintada de blanco y los sofás tapizados cubiertos de almohadones de colores. Una sección del apartamento estaba montada como una especie de estudio. La luz caía por las claraboyas sobre una larga mesa de madera. Había caballetes, con trapos encima para ocultar su contenido. Un mono manchado de pintura colgaba de un gancho de la pared.
Junto a la mesa había una mujer. Clary habría supuesto que tendría más o menos la edad de Jocelyn, si no fuera porque varios factores enmascaraban su edad. Llevaba un mono negro sin forma que le ocultaba el cuerpo; sólo estaban al descubierto las blancas manos, el rostro y el cuello. En ambas mejillas tenía tatuada una gruesa runa negra, que le iba desde el rabillo del ojo hasta los labios. Clary nunca había visto esas runas, pero notó su significado: poder, habilidad, capacidad manual. La mujer tenía un espeso cabello rojizo oscuro, que le caía ondulado hasta la cintura, y los ojos, cuando los alzó, eran de un peculiar color naranja plano, como una llama agonizante.
La mujer juntó las manos ante sí.
—Tu dois être Jonathan Morgenstern. Et elle, c’est ta sœur? Je pensáis que…
—Soy Jonathan Morgenstern —afirmó Sebastian—. Y ésta es mi hermana, sí, Clarissa. Por favor, no hables en francés delante de ella, no lo entiende.
La mujer carraspeó.
—Mi inglés está muy oxidado. No lo he usado en años.
—A mí me parece lo bastante bueno. Clarissa, ésta es la hermana Magdalena. De las Hermanas de Hierro.
Clary se quedó sin palabras de la sorpresa.
—Pero creía que las Hermanas de Hierro nunca dejaban su fortaleza…
—No la dejan —repuso Sebastian—. A no ser que hayan caído en desgracia porque se descubriera su participación en el Alzamiento. ¿Quién crees que armó al Círculo? —Sonrió a Magdalena sin ninguna alegría—. Las Hermanas de Hierro son hacedoras, no luchadoras. Pero Magdalena escapó de la fortaleza antes de que se descubriera su participación en el Alzamiento.
—En quince años no había vuelto a saber nada de los nefilim, hasta que tu hermano se puso en contacto conmigo —explicó Magdalena. Era difícil decir a quién miraba al hablar; sus ojos inexpresivos parecían no parar de moverse, pero resultaba evidente que no era ciega—. ¿Es cierto? ¿Tienes el… material?
Sebastian metió la mano en una bolsa que le colgaba del cinturón de las armas y sacó un trozo de lo que parecía cuarzo. Lo dejó sobre la larga mesa, y un rayo perdido de sol, al pasar por la claraboya, pareció encenderlo desde dentro. Clary tragó aire. Era el adamas de la tienda de trastos en Praga.