Выбрать главу

Magdalena soltó una exhalación siseante.

La Hermana de Hierro rodeó la mesa y puso las manos sobre el adamas. Éstas, también con las cicatrices de múltiples runas, le temblaban.

Adamas pur —susurró—. Han pasado años desde la última vez que toqué el material santo.

—Es todo tuyo para trabajar —dijo Sebastian—. Cuando acabes, te pagaré con más de él. Eso es, si crees que puedes crear lo que te pedí.

Magdalena se cuadró los hombros.

—¿Acaso no soy una Hermana de Hierro? ¿Acaso no hice los votos? ¿Acaso mis manos no moldean la materia del Cielo? Puedo entregarte lo que te prometí, hijo de Valentine. Nunca lo dudes.

—Me alegro de oírlo. —Había un deje de humor en la voz de Sebastian—. Entonces, regresaré esta noche. Ya sabes cómo llamarme si es necesario.

Magdalena asintió con la cabeza. Toda su atención estaba concentrada en la sustancia traslúcida. La acarició con los dedos.

—Sí. Puedes irte.

Sebastian asintió y dio un paso atrás. Clary vaciló. Quería agarrar a la mujer, preguntarle qué le había pedido Sebastian que hiciera y por qué había violado la Ley de los Acuerdos para trabajar junto a Valentine. Magdalena, como si notara su vacilación, la miró y sonrió levemente.

—Los dos —dijo, y por un momento, Clary pensó que Magdalena iba a decir que no entendía por qué estaban juntos, que la hija de Jocelyn era una cazadora de sombras, mientras que el hijo de Valentine era un criminal. Pero la mujer sólo meneó la cabeza—. Mon Dieu —exclamó—, sois clavados a vuestros padres.

16

Hermanos y hermanas

Cuando Clary y Sebastian regresaron al apartamento, el salón estaba vacío, pero había platos en el fregadero, que antes estaba vacío.

—Creía que me habías dicho que Jace estaba durmiendo —le reprochó ella a Sebastian.

Éste se encogió de hombros.

—Lo estaba cuando te lo dije. —Había cierta burla en su voz, pero no grosería. Habían vuelto desde casa de Magdalena en silencio, pero no en un silencio tenso. Clary había dejado vagar la mente, sólo volviendo a la realidad de vez en cuando al darse cuenta de que era Sebastian quien tenía al lado—. Estoy bastante seguro de saber dónde está.

—¿En su habitación? —Clary se dirigió a la escalera.

—No. —Sebastian se puso ante ella—. Ven, te lo enseñaré.

Subió la escalera con paso rápido y entró en el dormitorio principal, con Clary pisándole los talones. Mientras ella lo miraba confusa, él dio unos golpecitos en el costado del armario. Éste se deslizó y dejó al descubierto una escalera. Sebastian le lanzó una mirada pícara mientras ella subía tras él.

—Estás de broma —exclamó ella—. ¿Escalera secreta?

—No me digas que es lo más extraño que has visto hoy. —Él la subió de dos en dos, y Clary, aunque agotada, lo siguió. La escalera se iba curvando y daba a una amplia sala de suelo de madera pulida y altos muros. Todo tipo de armas colgaban de las paredes, igual que en la sala de entrenamiento del Instituto: kindjals y chakhrams; mazas, espadas y dagas; ballestas y puños americanos; estrellas arrojadizas, hachas y espadas de samurái.

Sobre el suelo había dibujados círculos de entrenamiento. En el centro de ellos se hallaba Jace, de espaldas a la puerta. Iba sin camisa y descalzo, con pantalones de gimnasia, y un cuchillo en cada mano. A Clary se le pasó una imagen por la cabeza: la espalda desnuda de Sebastian marcada por inconfundibles latigazos. La de Jace era lisa, dorada piel pálida sobre músculo, marcada sólo por las típicas cicatrices de un cazador de sombras…, y los arañazos que le había hecho ella la noche anterior. Clary notó que se sonrojaba, pero en su cabeza seguía preguntándose: ¿por qué Valentine habría azotado a un chico y no al otro?

—Jace —llamó ella.

Él se volvió. Estaba limpio. El fluido plateado ya no estaba, y su cabello dorado era casi oscuro como el bronce, y lo llevaba húmedo y pegado a la cabeza. La piel le brillaba de sudor. La expresión de su rostro era reservada.

—¿Dónde estabais?

Sebastian fue a la pared y comenzó a examinar las armas que había allí, pasando las manos desnudas por las hojas.

—Pensé que a Clary le gustaría ver París.

—Podríais haberme dejado una nota —protestó Jace—. No es que nuestra situación sea la más segura, Jonathan. Preferiría no tenerme que preocupar por Clary…

—Lo seguí —dijo ella.

Jace se volvió y la miró, y por un momento, ella captó en sus ojos un destello del chico de Idris que le había gritado por haber estropeado sus cuidadosos planes para mantenerla a salvo. Pero este Jace era diferente. Las manos no le temblaban al mirarla y el pulso en el cuello se le mantuvo constante.

—¿Que has hecho qué? —preguntó Jace.

—He seguido a Sebastian —contestó ella—. Estaba despierta y quería ver adónde iba. —Metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y lo miró desafiante. Él la contemplo de arriba abajo, desde el cabello revuelto por el viento hasta las botas, y ella notó que la sangre le subía al rostro. El sudor le brilló en la clavícula y en los marcados músculos del abdomen. Sus pantalones de entrenamiento estaban doblados por la cintura, y mostraban la V de las caderas. Clary recordó cómo había sido estar rodeada por sus brazos, estar tan apretada a él que podía notar cada detalle de sus huesos y músculos contra su cuerpo…

La recorrió una oleada de vergüenza tan intensa que casi se mareó. Lo que lo hizo peor fue que Jace no parecía incómodo en absoluto, ni que la noche anterior le hubiera afectado a él tanto como a ella. Sólo parecía… molesto. Molesto, sudoroso y sexy.

—Sí, bueno —dijo él—. La próxima vez que decidas escaparte de nuestro apartamento con salvaguardas mágicas por una puerta que no debería existir, déjame una nota.

—¿Estás siendo sarcástico? —preguntó ella, arqueando las cejas.

Él lanzó uno de los cuchillos al aire y lo cogió.

—Tal vez.

—He llevado a Clary a ver a Magdalena —explicó Sebastian. Había cogido una estrella arrojadiza de la pared y la estaba inspeccionando—. Le hemos llevado el adamas.

Jace había tirado el segundo cuchillo al aire; esta vez falló al cogerlo, y la punta de la hoja se clavó en el suelo.

—¿De verdad?

—Sí —contestó Sebastian—. Y le he explicado el plan a Clary. Le he dicho que estamos planeando atraer aquí a los Demonios Mayores para poder destruirlos.

—Pero no me has dicho cómo esperas conseguirlo —repuso la chica—. No me has explicado esa parte.

—He pensado que sería mejor decírtelo con Jace aquí —explicó Sebastian. Con un golpe seco de muñeca, la estrella salió volando hacia Jace, que la bloqueó con un rápido movimiento del cuchillo. La estrella repicó en el suelo. Sebastian silbó.

—Rápido —comentó.

Clary se volvió como un torbellino hacia su hermano.

—Podrías haberle hecho daño…

—Todo lo que le daña a él me daña a mí —le recordó Sebastian—. Te estaba mostrando lo mucho que confío en él. Ahora quiero que tú confíes en nosotros. —Le clavó sus ojos negros—. Adamas —continuó él—. El material que he llevado hoy a la Hermana de Hierro. ¿Sabes qué se hace con eso?

—Claro. Los cuchillos serafines. La torres de demonios de Alacante. Estelas…

—Y la Copa Mortal.

Clary negó con la cabeza.

—La Copa Mortal es de oro. La he visto.

Adamas bañado en oro. Y la Espada Mortal también tiene el mango de ese material. Dicen que es el material del que están construidos los palacios del Cielo. Y no es fácil conseguirlo. Sólo las Hermanas de Hierro pueden trabajarlo, y se supone que sólo ellas tienen acceso a él.