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—Entonces, ¿por qué le has dado un trozo a Magdalena?

—Para que haga una segunda Copa —respondió Jace.

—¿Una segunda Copa Mortal? —Clary miró de uno a otro, incrédula—. Pero no se puede hacer eso. Crear otra Copa Mortal. Si se pudiera, la Clave no se habría asustado tanto cuando desapareció la Copa Mortal original. Valentine no la habría necesitado de esa manera…

—Es una copa —repuso Jace—. Esté hecha como esté hecha, seguirá siendo sólo una copa hasta que el Ángel vierta voluntariamente su sangre a propósito en ella. Eso es lo que la hace ser lo que es.

—¿Y creéis que podéis hacer que Raziel vierta su sangre a propósito en una segunda copa para vosotros? —Clary no podía evitar el tono cortante de incredulidad de su voz—. Buena suerte.

—Es un truco, Clary —explicó Sebastian—. ¿Sabes que todo tiene una adscripción? ¿Seráfica o demoníaca? Lo que los demonios creen es que queremos el equivalente demoníaco a Raziel. Un demonio de gran poder que mezclará su sangre con la nuestra y creará una nueva raza de cazadores de sombras. Una que no esté sujeta por la Ley, o la Alianza, o las reglas de la Clave.

—¿Les has dicho que quieres crear… cazadores de sombras al revés?

—Algo así. —Sebastian rió mientras se pasaba los dedos por el cabello—. Jace, ¿quieres ayudarme a explicárselo?

—Valentine era un fanático —dijo Jace—. Se equivocaba en un montón de cosas. Se equivocaba al pensar en matar a cazadores de sombras. Se equivocaba con los subterráneos. Pero no se equivocaba respecto a la Clave y el Consejo. Todos los Inquisidores que hemos tenido han sido corruptos. Las Leyes que nos entregó el Ángel son arbitrarias y carecen de sentido, y sus castigos son peores. «La Ley es dura, pero es la Ley.» ¿Cuántas veces has oído eso? ¿Cuántas veces hemos tenido que esquivar a la Clave y sus Leyes aunque estábamos tratando de salvarlos? ¿Quién me metió en prisión? La Inquisidora. ¿Quién metió a Simon en prisión? La Clave. ¿Quién le habría dejado arder?

El corazón de Clary comenzó a golpearle dentro del pecho. La voz de Jace, tan familiar, diciendo eso, le hacía sentir los huesos como de mantequilla. Tenía razón y se equivocaba. Igual que Valentine. Pero a él quería creerle de una manera que nunca había querido creer a Valentine.

—Muy bien —replicó—. Entiendo que la Clave es corrupta. Pero no veo qué tiene eso que ver con hacer tratos con los demonios.

—Nuestra misión es destruir a demonios —dijo Sebastian—. Pero la Clave ha estado poniendo todas sus energías en otras cosas. Las salvaguardas se han ido debilitando, y cada vez más demonios se han ido colando en la Tierra. Pero la Clave no quiere verlo. Nosotros hemos abierto una puerta en el norte, en la isla Wrangel, y atraeremos a los demonios con la promesa de esta Copa. Sólo que, cuando ellos viertan su sangre en ella, serán destruidos. He hecho tratos como éste con varios Demonios Mayores. Cuando Jace y yo los hayamos matado, la Clave verá que somos un poder con el que hay que contar. Tendrán que escucharnos.

Clary se lo quedó mirando.

—Matar a Demonios Mayores no es tan fácil.

—Lo he hecho esta mañana —replicó Sebastian—. Que, por cierto, es por lo que ninguno de nosotros va a tener problemas por haber matado a todos aquellos demonios guardaespaldas. He matado a su amo.

Clary fue mirando de Jace a Sebastian. Los ojos de Jace estaban tranquilos, interesados; la mirada de Sebastian era más intensa. Era como si estuviera tratando ver dentro de la cabeza de Clary.

—Bueno —repuso ella lentamente—. Eso es mucho que asimilar. Y no me gusta la idea de que corráis todo ese peligro. Pero me alegra que confíes en mí lo suficiente para contármelo.

—Ya te lo dije —exclamó Jace—. Te dije que lo entendería.

—Nunca he dicho que no lo fuera hacer. —Sebastian no apartaba los ojos del rostro de Clary.

Ésta tragó con fuerza.

—Anoche no dormí mucho —dijo—. Necesito descansar.

—Una pena —repuso Sebastian—. Iba a preguntarte si querías subir a la Torre Eiffel. —Sus ojos eran oscuros, inescrutables; Clary no sabía si bromeaba o no. Pero antes de que pudiera responder nada, Jace la cogió de la mano.

—Voy contigo —dijo—. Yo tampoco he dormido muy bien. —Hizo una inclinación a Sebastian—. Te veo para cenar.

Sebastian no dijo nada. Estaban ya en la escalera cuando Sebastian la llamó.

—Clary.

Ella se volvió, soltándose de la mano de Jace.

—¿Qué?

—Mi bufanda. —Le tendió la mano.

—Oh. Claro. —Mientras daba unos pasos hacia él, tiró con dedos nerviosos de la bufanda que llevaba anudada al cuello. Sebastian la miró un momento, hizo un ruidito de impaciencia y cruzó la sala hasta ella; sus largas piernas cubrieron el espacio en seguida. Ella se tensó cuando él le puso la mano al cuello y deshizo el nudo con destreza, en un par de movimientos, y luego le desenrolló la bufanda. Por un instante, Clary pensó que él se entretenía antes de desenrollársela del todo, rozándole el cuello con los dedos…

Lo recordó besándola en la colina junto a las ruinas chamuscadas de la mansión Fairchild, y que se había sentido como si estuviera cayendo hacia un lugar oscuro y abandonado, perdida y aterrorizada. Retrocedió de prisa y la bufanda le cayó del cuello al volverse.

—Gracias por prestármela —dijo, y se apresuró a seguir a Jace por la escalera, sin mirar atrás para ver a su hermano observándola marchar, con la bufanda en la mano y una expresión burlona en el rostro.

Simon se detuvo entre las hojas muertas y miró el camino; una vez más le asaltó el impulso humano de respirar hondo. Estaba en Central Park, cerca del jardín Shakespeare. Los árboles habían perdido el resto de su lustre otoñal; el dorado, el verde y el rojo se habían convertido en marrón y negro. La mayoría de las ramas estaban desnudas.

Tocó el anillo que llevaba en el dedo otra vez.

«¿Clary?»

De nuevo no hubo respuesta. Notaba los músculos tan tensos como cuerdas afinadas. Había pasado mucho tiempo desde que había podido hablar con ella usando el anillo. Se había dicho una y otra vez que quizá estaba dormida, pero nada podía desatar el terrible nudo de tensión que tenía en el estómago. El anillo era su única conexión con ella, y en ese momento no lo notaba como nada más que un trozo de metal muerto.

Dejó caer las manos y avanzó por el camino; pasó ante las estatuas y los bancos grabados con versos de las obras de Shakespeare. El sendero se curvó hacia la derecha y, de repente, la vio, sentada más allá en un banco, mirando hacia el otro lado, con el oscuro cabello recogido en una larga trenza a la espalda. Estaba muy quieta, esperando. Esperándolo a él.

Simon cuadró los hombros y caminó hacia ella, aunque cada paso le costaba como si tuviera plomo en las piernas.

Ella lo oyó acercarse y se volvió; su rostro palideció aún más cuando él se sentó a su lado.

—Simon —dijo ella en un suspiro—. No estaba segura de que vinieras.

—Hola, Rebecca.

Ella le tendió la mano y él se la cogió, agradeciendo en silencio la previsión de haberse puesto guantes esa mañana, porque así, al tocarla, ella no sentiría el helor de su piel. No hacía tanto tiempo que no se habían visto, quizá unos cuatro meses, pero ella ya le parecía la fotografía de alguien a quien había conocido hacía mucho, aunque todo en ella le resultaba familiar: el cabello oscuro; los ojos castaños, del mismo tono y forma que los suyos, y las pecas en la nariz. Rebecca llevaba vaqueros, una parka de color amarillo brillante y una bufanda verde con grandes flores amarillas de algodón. Clary llamaba «hippie-chic» al estilo de Becky; la mitad de su ropa provenía de tiendas de ropa usada, y la otra mitad se la cosía ella misma.