Cuando él le apretó la mano, los oscuros ojos de su hermana se llenaron de lágrimas.
—Si —dijo ella; lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza. Él la dejó, dándole torpes palmaditas en la espalda y en los brazos. Ella se apartó, enjugándose los ojos, y frunció el ceño.
—Dios, tienes la cara muy fría —dijo—. Deberías llevar bufanda. —Lo miró acusadora—. Bueno, ¿y dónde has estado?
—Ya te lo dije —contestó él—. Vivo con un amigo.
Ella soltó una breve carcajada.
—Vale, Simon, eso no dice nada —repuso—. ¿Qué diablos está ocurriendo?
—Becks…
—Llamé a casa para preguntar sobre Acción de Gracias —explicó Rebecca, mirando directamente a los árboles—. Ya sabes, qué tren debía coger y esas cosas. ¿Y sabes qué me dijo mamá? Me dijo que no fuera a casa, que no iba a haber ninguna Acción de Gracias. Así que te llamé a ti. No lo cogiste. Llamé a mamá para saber dónde estabas. Me colgó el teléfono. Sencillamente… me colgó. Así que fui a casa. Entonces vi todas esas cosas raras religiosas en la puerta. Me puse como loca con mamá, y ella me dijo que estabas muerto. Muerto. Mi propio hermano. Me dijo que estabas muerto, y que en tu lugar había un monstruo.
—¿Y qué hiciste?
—Me largué a toda leche —contestó Rebecca. Simon veía que estaba tratando de parecer dura, pero en su voz había un deje frágil y asustado—. Era evidente que a mamá se le había ido la cabeza.
—Oh —repuso Simon. Rebecca y su madre siempre habían mantenido una relación tirante. A Rebecca le gustaba referirse a su madre como «chalada» o «la señora loca». Pero era la primera vez que él tenía la sensación de que lo decía en serio.
—Totalmente de acuerdo: «Oh» —replicó Rebecca—. Me puse de los nervios. Te envié mensajes cada cinco minutos. Finalmente recibí ese estúpido mensaje de que estabas viviendo con un amigo. Ahora quieres verme aquí. ¿Qué diablos pasa, Simon? ¿Cuánto tiempo hace que dura esto?
—¿Cuánto tiempo hace que dura qué?
—¿A ti qué te parece, Simon? Lo de que mamá esté como una cabra. —Los pequeños dedos de Rebecca toquetearon la bufanda—. Tenemos que hacer algo. Hablar con alguien. Médicos. Conseguirle medicinas o lo que sea. No sabía qué hacer. No sin ti. Eres mi hermano.
—No puedo —repuso Simon—. Me refiero a que no puedo ayudarte.
—Sé que es una mierda —dijo ella con voz más suave—, y sólo estás en el instituto, Simon, pero tenemos que tomar estas decisiones juntos.
—Me refiero a que no puedo ayudarte a conseguirle medicación —explicó Simon—. O a llevarla al médico. Porque tiene razón: soy un monstruo.
Rebecca se quedó boquiabierta.
—¿Te ha lavado el cerebro?
—No…
—¿Sabes? —continuó ella con voz temblorosa—, pensaba que quizá te habría hecho daño, por la manera en que hablaba…, pero luego pensé: «No, ella nunca haría eso, pasara lo que pasase». Pero si te lo hizo, si te puso un dedo encima, Simon, te juro…
Simon no pudo resistirlo más. Se sacó el guante y le tendió la mano a su hermana. A su hermana, que le había cogido la mano en la playa cuando él era demasiado pequeño para entrar en el agua sin ayuda. Que le había limpiado la sangre después del entrenamiento de fútbol, y las lágrimas después de que su padre muriera y su madre se volviera una zombi tirada en la cama mirando al techo. Que le había leído en su cama en forma de coche de carreras cuando aún llevaba pijamas con pies. «Soy el Lorax. Hablo por los árboles.» Que una vez, por accidente, le había encogido toda la ropa en la colada y se la había dejado de la talla de una muñeca, cuando trataba de ser hacendosa. Que le había preparado la comida para el colegio cuando su madre no tenía tiempo.
«Rebecca», pensó. La última atadura que tenía que cortar.
Ella le cogió la mano y se estremeció.
—Estás muy frío. ¿Has estado enfermo?
—Podrías decirlo así. —La miró, deseando que ella notara algo extraño en él, algo realmente extraño, pero ella sólo lo miró con ojos confiados. Él contuvo una oleada de impaciencia. No era culpa de ella. Ella no sabía—. Tómame el pulso.
—No sé cómo tomar el pulso a nadie, Simon. Soy graduada en historia del arte.
Él le cogió la mano y le puso los dedos sobre su muñeca.
—Aprieta. ¿Notas algo?
Ella se quedó quieta durante un momento, con el flequillo ondeándole sobre la frente.
—No. ¿Debería?
—Becky… —Él apartó la muñeca, frustrado. No le quedaba otra opción. Sólo había una manera—. Mírame —dijo él, y cuando ella lo hizo, él extendió los colmillos.
Ella gritó.
Gritó, y se cayó del banco sobre la tierra y las hojas. Varios paseantes los miraron con curiosidad, pero era Nueva York, y no se pararon ni se los quedaron mirando, sólo siguieron andando.
Simon se sintió fatal. Eso era lo que había querido, pero resultaba diferente verla agazapada allí, tan pálida que las pecas le resaltaban como manchas de tinta. Recordó decirle a Clary que no había peor sensación que no confiar en la gente que querías; se había equivocado. Era peor que la gente que querías te tuviera miedo.
—Rebecca —dijo, y se le quebró la voz—. Becky…
Ella negó con la cabeza, con la mano aún sobre la boca. Estaba sentada en la tierra, con la bufanda sobre las hojas. En otras circunstancias, habría sido divertido.
Simon se arrodilló a su lado. Los colmillos habían desaparecido, pero ella lo estaba mirando como si siguieran allí. Con mucho cuidado, él extendió la mano y le tocó el hombro.
—Becks —dijo—. Yo no te haría daño nunca. Ni tampoco se lo haría a mamá. Sólo quería verte por última vez para decirte que me marcho y que no tendrás que volver a verme. Os dejo solas a las dos. Podéis celebrar Acción de Gracias. No iré. No intentaré mantenerme en contacto. No…
—Simon. —Ella lo agarró del brazo, y luego tiró de él hacia ella, como un pez en el sedal. Él medio cayó sobre ella, y ella lo abrazó con fuerza; la última vez que le había abrazado así había sido en el funeral de su padre, cuando él había llorado de esa manera que se llora cuando parece que no se va a acabar de llorar nunca—. No quiero no volver a verte.
—Oh —soltó Simon. Se sentó en el suelo, tan sorprendido que la mente se le había quedado en blanco. Rebecca lo abrazó de nuevo, y él se permitió apoyarse en ella, aunque era más bajita que él. Ella lo había cogido cuando eran niños, y podía hacerlo de nuevo—. Pensaba que no querrías.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Soy un vampiro —contestó él. Era extraño oírlo así, en voz alta.
—¿Así que hay vampiros?
—Y hombres lobo. Y otras cosas raras. Eso… ocurrió. Quiero decir, me atacaron. No lo elegí, pero no importa. Ahora es lo que soy.
—¿Y tú… —Rebecca vaciló, y Simon notó que ésa era la gran pregunta, la que realmente importaba— muerdes a gente?
Pensó en Isabelle, y luego apartó rápidamente esa imagen.
«Y mordí a una niña de trece años. Y a un tipo. No es tan raro como parece.»
No. Algunas cosas no eran asunto de su hermana.
—Bebo sangre de botella. Sangre animal. No hago daño a la gente.
—Vale. —Rebecca respiró hondo—. Vale.
—¿De verdad? ¿De verdad no pasa nada?
—Sí. Te quiero —dijo ella. Y le frotó la espalda con torpeza. Él notó algo húmedo en la mano y miró hacia abajo. Rebecca estaba llorando. Una de las lágrimas le había caído en los dedos. Otra la siguió, y él cerró la mano alrededor. Estaba temblando, pero no de frío; aun así, ella se sacó la bufanda y los cubrió a los dos.
—Ya lo arreglaremos —dijo ella—. Eres mi hermano pequeño, tontorrón. Te quiero pase lo que pase.
Se quedaron sentados juntos, hombro con hombro, mirando los espacios sombreados entre los árboles.
Había mucha luz en el dormitorio de Jace; el sol del mediodía se colaba por la ventana abierta. En cuanto Clary entró, con los tacones de las botas repicando contra la madera, Jace cerró la puerta y echó la llave. Se oyó un ruido metálico cuando dejó los cuchillos sobre la mesita de noche. Clary comenzó a volverse, para preguntarle si estaba bien, cuando él la cogió por la cintura y la estrechó contra sí.