Las botas hacían crecer a Clary, pero aun así él tuvo que inclinarse para besarla. La alzó cogida por la cintura; un segundo después, la boca de él estaba sobre la de ella, y Clary olvidó todos lo referente a la altura y la incomodidad. Jace sabía a sal y fuego. Clary trató de dejarlo todo atrás excepto la sensación: el familiar olor de su piel y de sudor, el frescor del cabello húmedo contra su mejilla, la forma de los hombros y la espalda de Jace bajo sus manos, y el modo en que su cuerpo se acoplaba al de él.
Él le sacó el jersey por la cabeza. Clary llevaba debajo una camiseta de manga corta, y notó en la piel el calor que manaba de Jace. Los labios de él entreabrieron los de ella, y Clary notó que se deshacía cuando él puso la mano sobre el primer botón de los vaqueros.
Necesitó de todo su autocontrol para cogerle la muñeca y detenerlo.
—Jace —dijo—. No.
Él se apartó, lo suficiente para que ella le viera el rostro. Los ojos estaban vidriosos, desenfocados. El corazón le latía contra ella.
—¿Por qué?
Clary cerró los ojos con fuerza.
—Anoche…, si no hubiéramos… si no me hubiera desmayado, no sé lo que habría pasado, y estábamos en medio de una sala llena de gente. ¿De verdad crees que quiero que mi primera vez contigo, o cualquier otra vez contigo, sea delante de un montón de extraños?
—Nosotros no tuvimos la culpa —protestó él, y le hundió los dedos suavemente en el cabello. La áspera palma de la mano le rascó ligeramente la mejilla—. Esa cosa plateada era droga de hadas, te lo dije. Estábamos colocados. Pero ahora estoy sereno, y tú también…
—Y Sebastian está arriba, y yo estoy agotada, y… —«Y ésa sería una idea terrible, terrible, que ambos lamentaríamos»—. Y no me apetece —mintió ella.
—¿No te apetece? —preguntó él con evidente incredulidad en la voz.
—Lo siento si nadie te ha dicho esto antes, Jace, pero no. No me apetece. —Le miró fijamente la mano, que seguía en la cintura de los pantalones—. Y ahora, menos aún.
Él arqueó las cejas, pero en vez de decir algo, simplemente la soltó.
—Jace…
—Me voy a dar una ducha fría —dijo él, mientras se apartaba de ella. Su rostro era neutro, inescrutable. Cuando oyó el portazo del baño, Clary fue a la cama, perfectamente hecha y sin ningún residuo plateado sobre la colcha, y se dejó caer, con la cabeza entre las manos. Tampoco era que Jace y ella se pelearan; siempre había pensado que discutían más o menos como cualquier pareja normal, por lo general sin mal humor, y sus enfados nunca duraban mucho. Pero había algo en la frialdad de los ojos de Jace que la había impresionado, algo lejano e inalcanzable, que le hizo mucho más difícil apartar la pregunta que siempre le rondaba por la cabeza: «¿Sigue ahí algo del Jace real? ¿Queda algo que salvar?».
Ésta es la Ley de la Selva, como el cielo vieja y cierta, y el Lobo que la guarda verá prosperidad. Mas el que la rompe, perecerá. Como la enredadera en el árbol, la Ley va hacia delante y atrás: Porque la fuerza de la Manada es el Lobo, y la Manada, la fuerza del Lobo es.
Jordan miró sin ver el poema que tenía colgado en la pared de su dormitorio. Era un antiguo grabado que había encontrado en una tienda de libros de viejo, las palabras rodeadas por un elaborado borde de hojas. El poema era de Rudyard Kipling, y resumía tan bien las reglas por las que vivían los hombres lobo, la Ley que limitaba sus acciones, que se preguntó si el propio Kipling habría sido un subterráneo, o al menos tendría conocimiento de los Acuerdos. Jordan se había sentido obligado a comprar el grabado y colgarlo de la pared, aunque nunca le había interesado la poesía.
Llevaba dando vueltas por su apartamento durante una hora; varias veces, entre ataques de abrir la nevera y mirar dentro para ver si algo apetitoso había aparecido, había cogido el móvil para ver si Maia le había enviado un mensaje. No era así, pero no quería salir en busca de comida por si acaso ella iba al piso mientras él estaba fuera. También se dio una ducha, limpió la cocina, trató de ver la tele y fracasó, y comenzó el proceso de organizar todos sus DVD por colores.
Estaba inquieto. Inquieto de la manera que a veces lo estaba durante la luna llena, cuando sabía que el Cambio se acercaba y notaba el tirón de las mareas en la sangre. Pero la luna estaba decreciendo, no creciendo, y no era el Cambio lo que le hacía sentir como si tuviera algo corriéndole por la piel. Era Maia. Era estar sin ella, después de casi dos días enteros en su compañía, nunca a más de unos pasos de distancia.
Ella había ido sin él a la comisaría de policía, diciendo que no era el momento de alterar a la manada con alguien que no era miembro, aunque Luke estaba sanando. No hacía falta que Jordan la acompañara, dijo ella, porque lo único que tenía que hacer era preguntar a Luke si no le importaba que Simon y Magnus fueran a su granja al día siguiente, y luego llamaría por teléfono a la granja y diría a los que pudieran estar por allí que salieran de la propiedad. Tenía razón, y Jordan lo sabía. No había ningún motivo para que él fuera con ella, pero en cuanto se fue, la inquietud se apoderó de él. ¿Se iba porque estaba harta de estar con él? ¿Y qué había entre ellos? ¿Estaban saliendo?
«Quizá deberías habérselo preguntado antes de acostaros, genio», se dijo a sí mismo, y se dio cuenta de que volvía a estar delante de la nevera. El contenido no había cambiado: botellas de sangre, una libra de carne picada de ternera descongelándose y una manzana tocada.
La llave giró en la puerta principal y él se alejó de la nevera de un bote, volviéndose al mismo tiempo. Se miró. Iba descalzo, en vaqueros y con una camiseta vieja. ¿Por qué no se había molestado, mientras ella estaba fuera, en afeitarse, arreglarse y ponerse colonia, o algo? Se pasó las manos por el cabello rápidamente mientras Maia entraba en el salón y dejaba las llaves de repuesto en la mesita de centro. Se había cambiado de ropa: un jersey rosa suave y unos vaqueros. Tenía las mejillas sonrosadas del frío; los labios, rojos; los ojos, brillantes. Jordan tenía tantas ganas de besarla que casi le dolía.
En vez de eso, tragó saliva.
—Bueno…, ¿cómo te ha ido?
—Bien. Magnus puede usar la granja. Ya le he enviado un mensaje. —Fue junto a él y apoyó los codos en la barra de la cocina—. También le he dicho a Luke lo que Raphael dijo de Maureen. Espero que esté bien.
Jordan la miró, confundido.
—¿Por qué crees que debía saberlo?
Maia pareció desanimarse.
—Oh, Dios. No me digas que se suponía que era un secreto.
—No… pero me preguntaba…
—Bueno, si de verdad hay un vampiro renegado haciendo de las suyas en Lower Manhattan, la manada debe saberlo. Es su territorio. Además, quería que me aconsejara si debemos decírselo a Simon o no.
—¿Y qué hay de mi consejo? —Jugaba a parecer dolido, pero en realidad lo estaba muy poco. Lo habían discutido antes; si Jordan debía decir a su misión que Maureen estaba por ahí matando, o si sólo sería otra carga añadida a todo lo que Simon ya tenía entre manos. Jordan había opinado que era mejor no decírselo, porque ¿qué podría hacer él de todos modos?, pero Maia no había estado tan segura.
Ella se sentó de un salto sobre la barra y se volvió para mirarlo. Incluso sentada, era más alta que él, y sus ojos castaños relucían sobre los de él.
—Quería el consejo de un adulto.
Él le agarró las piernas, que ella balanceaba, y le pasó las manos por las costuras de los vaqueros.
—Tengo dieciocho años, ¿no soy lo suficientemente adulto para ti?
Ella le puso las manos sobre los hombros y los flexionó, como comprobando sus músculos.