—Bueno, sin duda has crecido…
Jordan la cogió por la cintura, la bajó de la barra y la besó. Un chisporroteante fuego le recorrió las venas cuando ella le devolvió el beso; su cuerpo se derretía contra el de él. El chico le hundió las manos en el cabello, le sacó la gorra de punto y dejó que los rizos le cayeran sueltos. Le besó el cuello mientras ella le sacaba la camisa por la cabeza y le acariciaba los hombros, la espalda y los brazos, ronroneando como un gato. Él se sintió como un globo de helio, flotando por besarla y ligero de alivio. Así que, después de todo, ella no se había cansado de él.
—Jordy —dijo ella—. Espera.
Ella casi nunca lo llamaba así, a no ser que fuera algo serio. El corazón de Jordan, ya desbocado, se aceleró aún más.
—¿Pasa algo?
—Es sólo que… cada vez que nos vemos, acabamos en la cama… y ya sé que empecé yo, no te culpo de nada…, pero tal vez deberíamos hablar.
Él la miró fijamente, a sus grandes ojos oscuros, el pulso del cuello, el rubor de las mejillas.
—Muy bien —dijo, haciendo un esfuerzo para hablar normal—. ¿De qué quieres hablar?
Ella lo miró. Después de un momento negó con la cabeza.
—De nada. —Le puso las manos tras la cabeza y lo acercó a ella; lo besó con fuerza, apretándose contra él—. De nada.
Clary no sabía cuánto tiempo había pasado hasta que Jace salió del cuarto de baño, secándose el cabello con la toalla. Lo miró desde el borde de la cama, donde aún seguía. Él se estaba poniendo una camiseta sobre la lisa piel dorada, marcada con blancas cicatrices.
Ella apartó la mirada cuando él cruzó el cuarto y se sentó a su lado en la cama, oliendo a jabón.
—Lo siento —dijo él.
Entonces, Clary sí que lo miró, sorprendida. Se había preguntado si en su estado actual él sería capaz de lamentar algo. La expresión de Jace era seria, un poco curiosa, pero no carente de sinceridad.
—Guau —exclamó ella—. Esa ducha fría debe de haber sido brutal.
Él ladeó los labios, pero su expresión volvió a ser seria casi inmediatamente. Le puso la mano bajo la barbilla.
—No debería haberte presionado. Es que… hace sólo diez semanas, el mero hecho de abrazarnos ya era impensable.
—Lo sé.
Él le tomó el rostro entre las manos, sus largos dedos fríos contra la mejilla de ella, inclinando la cara. La estaba mirando, y todo en él resultaba tan familiar: el iris de sus ojos, de un dorado pálido, la cicatriz en la mejilla, el carnoso labio inferior, la pequeña mella en un diente, que conseguía que su aspecto no fuera tan perfecto que hasta molestara; sin embargo, de alguna manera era como volver a una casa donde hubiera vivido de niña, sabiendo que el exterior seguía igual, pero que dentro vivía una familia diferente.
—No me ha importado nunca —dijo él—. Te quería de todas formas. Siempre te he querido. Nada me ha importado excepto tú. Nunca.
Clary tragó saliva. El estómago se le retorció, y no sólo con la acostumbrada sensación que notaba cerca de Jace, sino con auténtica inquietud.
—Pero Jace… Eso no es cierto. Te importaba tu familia. Y siempre he pensado que estabas orgulloso de ser nefilim. Uno de los ángeles.
—¿Orgulloso? —repitió él—. Ser medio ángel, medio humano… Siempre eres consciente de tu propia insuficiencia. No eres un ángel. El Cielo no te ama. A Raziel no le importamos. Ni siquiera podemos rezarle. No rezamos a nada. No rezamos por nada. ¿Recuerdas cuando te dije que pensaba que tenía sangre de demonio porque eso explicaría el modo en que me sentía por lo que hacía? Pensar eso fue un alivio, en cierto sentido. Nunca he sido un ángel, ni de cerca. Bueno —añadió—, tal vez de los caídos.
—Los ángeles caídos son demonios.
—No quiero ser nefilim —continuó Jace—. Quiero ser otra cosa. Más fuerte, más rápido, mejor que un humano. Pero diferente. No sometido a las Leyes de un ángel al que no podríamos importarle menos. Libre. —Pasó la mano por un rizo de Clary—. Ahora soy feliz, Clary. ¿Acaso eso no importa?
—Creía que éramos felices juntos —repuso ella.
—Siempre he sido feliz contigo —dijo él—. Pero nunca he pensado que me lo mereciera.
—¿Y ahora sí?
—Ahora esa sensación ha desaparecido —contestó él—. Todo lo que sé es que te amo. Y, por primera vez, me basta con eso.
Ella cerró los ojos. Un momento después, él volvía a besarla, muy suavemente esta vez, trazándole la boca con los labios. Clary notó que se dejaba llevar por sus manos. Sintió cuando la respiración de Jace se aceleró y su propio pulso se sacudió. Él la fue acariciando por el cabello, por la espalda, hasta la cintura. Sus caricias eran reconfortantes, el latido de su corazón contra el de ella como una música conocida, y si el tono era un poco diferente, con los ojos cerrados, ella no lo apreciaba. Su sangre era la misma, bajo la piel, pensó ella, como había dicho la reina Seelie; su corazón se aceleraba con el de él, casi se había detenido cuando el de Jace lo había hecho. Si tuviera que hacerlo todo de nuevo, bajo la fría mirada de Raziel, haría exactamente lo mismo.
Esta vez fue él quien se apartó, dejando los dedos sobre su mejilla y sus labios.
—Quiero lo que tú quieres —dijo él—. Sea lo que sea que quieras.
Clary sintió que la recorría un escalofrío. Las palabras eran sencillas, pero había una invitación peligrosa y seductora en la entonación de su voz: «Lo que quieras, cuando lo quieras». De nuevo, él le pasó la mano por el cabello, por la espalda, entreteniéndose en la cintura. Ella tragó saliva. Lo que podía aguantar tenía un límite.
—Léeme —dijo de repente.
Él la miró parpadeando sorprendido.
—¿Qué?
Ella miraba hacia los libros en su mesilla.
—Hay muchas cosas que asimilar —explicó ella—. Lo que dijo Sebastian, lo que pasó anoche, todo. Necesito dormir, pero estoy demasiado nerviosa. Cuando era pequeña y no podía dormir, mi madre me leía para que me relajara.
—¿Y ahora te recuerdo a tu madre? Tendré que buscar una colonia más masculina.
—No, pero… he pensado que estaría bien.
Él se tiró sobre las almohadas y tendió la mano hacia la pila de libros que tenía junto a la cama.
—¿Quieres que te lea algo en concreto? —Con una floritura cogió el primer libro del montón. Parecía viejo, encuadernado en cuero, con el título estampado en letras doradas sobre la cubierta. Historia de dos ciudades—. Dickens siempre es prometedor…
—Ése lo he leído. En la escuela —recordó Clary. Se apoyó en la almohada junto a Jace—. Pero no me acuerdo de nada, así que no me importaría oírlo de nuevo.
—Excelente. Me han dicho que tengo una voz melódica y encantadora para la lectura. —Abrió el libro por la primera página, donde se hallaba el título en unas letras muy elaboradas. Sobre él, había una larga dedicatoria, en tinta muy descolorida y casi ilegible, aunque Clary pudo descifrar la firma: «Finalmente con esperanza. William Herondale».
—Algún antepasado tuyo —comentó Clary, rozando la página con el dedo.
—Sí. Qué raro que Valentine lo tuviera. Mi padre debió de dárselo. —Jace abrió por una página cualquiera y comenzó a leer:
Su rostro se aclaró al cabo de poco, y habló con calma.
—No tenga miedo de oírme. No se acobarde ante nada de lo que yo diga. Soy como alguien que ha muerto joven. Toda mi vida puede haber pasado.
—No, señor Carton. Estoy segura de que la mejor parte de su vida aún puede ser; estoy segura de que puede llegar a ser mucho más digno de usted.
—Oh, ahora recuerdo la historia —exclamó Clary—. Un triángulo amoroso. Ella elige al tipo soso.
Jace rió por lo bajo.
—Soso para ti. ¿Quién puede decir lo que ponía calientes a las damas victorianas bajo sus enaguas?
—Es cierto, ¿sabes?
—¿Qué?, ¿lo de las enaguas?
—No. Que lees con una voz encantadora. —Clary volvió el rostro hacia él. En momentos como ése, más que cuando la estaba besando, era cuando dolía; momentos en que podría haber sido Jace. Mientras ella mantuviera los ojos cerrados.