—Todo eso, y abdominales de hierro —repuso Jace, mientras volvía la página—. ¿Qué más puedes pedir?
17
Despedida
—Resulta que me gusta esta música agónica, mi niña, y como yo conduzco, yo elijo —contestó Magnus dándose aires. Sí que conducía él. A Simon le había sorprendido que supiera hacerlo, aunque no estaba seguro de por qué. Magnus llevaba siglos vivo. Sin duda habría encontrado algún momento para sacarse el carnet. Aunque Simon se preguntaba qué fecha de nacimiento pondría en él.
Isabelle puso los ojos en blanco, seguramente porque no había espacio en la camioneta para hacer mucho más, con los cuatro apiñados en el único y largo asiento. Simon no había esperado que ella fuera con ellos. No había imaginado que nadie fuera a la granja con él excepto Magnus, aunque Alec había insistido en acompañarlos (lo que había molestado a Magnus, que consideraba todo esa empresa «demasiado peligrosa»), y luego, mientras Magnus estaba arrancando la camioneta, Isabelle había bajado la escalera del apartamento a toda prisa y se había metido dentro, jadeando y sin aliento.
—Yo también voy —había anunciado.
Y eso hizo. Nadie había podido hacerle cambiar de opinión o disuadirla. Isabelle no había sido capaz de mirar a Simon mientras insistía, o explicaba por qué quería ir con ellos, pero ahí estaba. Vestía unos vaqueros y una camisa de ante púrpura que debía de haber robado del armario de Magnus. El cinturón de armas le colgaba de la cintura. Estaba aplastada contra Simon, quien iba apretado contra la puerta.
—Y de todas formas, ¿qué es esto? —preguntó Alec, mirando el reproductor de CD, donde no había ningún CD. Magnus sólo había tocado el sistema de sonido con un dedo que destellaba azul, y éste había comenzado a sonar—. ¿Algún grupo de hadas?
Magnus no contestó, pero la música subió de volumen.
Directa corrió hacia el espejo y su oscuro cabello arregló sin complejo. Y por su vestido mucho pagó; luego caminando fue por la calle y encontró a un muchacho de buen talle. Y al amanecer en sus pies dolor sintió, mas a todos los chicos alegró.
Isabelle soltó un bufido.
—Todos los chicos divertidos… ¿son gays?[1] Al menos en esta camioneta… así parece. Bueno, tú no, Simon.
—Te has fijado —repuso él.
—Yo me considero un bisexual librepensador y espontáneo —añadió Magnus.
—Por favor, no digas eso nunca delante de mis padres —rogó Alec—. Sobre todo de mi padre.
—Pensaba que tus padres no tenían ningún problema con que… ya sabes… salieras del armario —dijo Simon, inclinándose más allá de Isabelle para mirar a Alec, que estaba, como hacía con frecuencia, frunciendo el ceño y apartándose el cabello de los ojos. Aparte de algunos intercambios casuales, en realidad Simon nunca hablaba mucho con Alec. El chico no era una persona fácil de conocer. Y Simon admitía para sí mismo que su reciente distanciamiento de su propia madre le hacía sentir más curiosidad por la respuesta que pudiera darle Alec de la que habría sentido antes.
—Mi madre parece haberlo aceptado —contestó Alec—. Pero mi padre…, la verdad es que no. Una vez me preguntó qué creía que me había hecho volverme gay.
Simon notó a Isabelle tensarse a su lado.
—¿Volverte gay? —preguntó ella con tono de incredulidad—. Alec, no me lo habías contado.
—Espero que le contestaras que te había mordido una araña gay —bromeó Simon.
Magnus soltó una risotada; Isabelle pareció confusa.
—He leído el alijo de cómics de Magnus —le replicó Alex a Simon —, así que sé de qué estás hablando. —Una leve sonrisa le jugueteó en los labios—. ¿Y eso crees que me daría la homosexualidad proporcional de una araña?
—Sólo si fuera una araña muy gay —contestó Magnus, y soltó un grito cuando Alec le pegó en el brazo—. Ay, vale, la verdad es que no importa.
—Bueno, lo que sea —repuso Isabelle, claramente molesta por no pillar el chiste—. Tampoco es que papá vaya a volver nunca de Idris.
Alec suspiró.
—Perdón por destrozar tu imagen de familia feliz. Sé que quieres pensar que a papá no le importa que yo sea gay, pero no es así.
—Pero si no me lo cuentas cuando la gente te dice cosas así, o hace cosas que te hieren, entonces ¿cómo voy a poder ayudarte? —insistió Isabelle, y Simon notó su agitación vibrándole por el cuerpo—. ¿Cómo puedo…?
—Izzy —la interrumpió Alec con tono cansado—. No es que sea una gran cosa mala. Son un montón de cositas casi invisibles. Cuando estábamos viajando y yo llamaba desde algún sitio, papá nunca me preguntaba cómo estaba. Cuando me levanto para hablar en las reuniones de la Clave, nadie me escucha, y no sé si es porque soy joven o por lo otro. Vi a mamá hablando con una amiga sobre sus nietos y, en cuanto entré en la sala, se callaron. Irina Cartwright me dijo que era una pena que nadie fuera a heredar mis ojos azules. —Se encogió de hombros y miró a Magnus, que apartó la mano del volante un momento y la puso sobre la de Alec—. No es como una puñalada de la que me puedas proteger. Es un millón de cortes con papel diariamente.
—Alec —comenzó Isabelle, pero antes de que pudiera decir nada más, apareció la señal que les indicaba el desvío; una madera con forma de flecha con las palabras GRANJA TRES FLECHAS pintadas en mayúsculas. Simon recordó a Luke arrodillado sobre el suelo de la granja, dibujando cuidadosamente las letras con pintura negra, mientras Clary añadía el dibujo de flores por abajo, ya gastado por el tiempo y casi invisible.
—Gira a la izquierda —dijo, estirando el brazo hacia ese lado y casi golpeando a Alec—. Magnus, ya hemos llegado.
Hicieron falta varios capítulos de Dickens antes de que Clary sucumbiera finalmente al cansancio y se durmiera apoyada en el hombro de Jace. Medio soñando, medio despierta, supo que él la llevaba abajo y la tumbaba en la cama en la que se había despertado el primer día. Jace había corrido las cortinas y cerrado la puerta después de salir, por lo que la habitación había quedado a oscuras, y Clary se había acabado de dormir oyendo su voz en el pasillo, llamando a Sebastian.
De nuevo, soñó con el lago helado, y con Simon llamándola a gritos, y con una ciudad como Alacante, pero donde las torres de los demonios estaban hechas con huesos humanos y fluía sangre por los canales. Se despertó enredada en las sábanas, con el cabello convertido en una maraña de nudos y el exterior iluminado por la luz del ocaso. Al principio pensó que las voces al otro lado de su puerta eran parte del sueño, pero cuando subieron de volumen, alzó la cabeza para escuchar, aún atontada y medio enredada en la telaraña del sueño.
—Eh, hermanito. —Era la voz de Sebastian, flotando bajo su puerta desde el salón—. ¿Está hecho?
Hubo un largo silencio. Luego se oyó la voz de Jace, extrañamente plana y sin color.
—Está hecho.
Sebastian tragó aire con fuerza.
—Y la anciana, ¿ha hecho lo que le pedimos? ¿Ha creado la Copa?
—Sí.
—Enséñamela.
Un ruido de roce. Luego silencio.
—Mira; cógela, si quieres —dijo Jace.
—No. —Había un curioso tono pensativo en la voz de Sebastian—. Guárdala tú de momento. Después de todo, tú te has encargado de traerla de vuelta. ¿Verdad?
—Pero el plan era tuyo. —Había algo en la voz de Jace, algo que hizo a Clary incorporarse y pegar la oreja a la pared, desesperada de repente por oír más—. Y yo lo ejecuté, como tú querías. Ahora, si no te importa…
«But all the boys were gay.» Isabelle juega con los dos significados de «gay»; el más antiguo: «contento, alegre», y el más extendido en la actualidad: «homosexual». (N. de T.)