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—Me importa. —Se oyó otro roce. Clary imaginó a Sebastian de pie, mirando a Jace desde el par de centímetros que los separaban en altura—. Hay algo que no va bien. Lo noto. Puedo verlo en ti, ya sabes.

—Estoy cansado. Y ha habido mucha sangre. Mira, sólo necesito lavarme, y dormir. Y… —La voz de Jace se apagó.

—… y ver a mi hermana.

—Me gustaría verla, sí.

—Está durmiendo. Lleva horas.

—¿Necesito tu permiso? —Había un deje cortante en la voz de Jace, algo que le recordó a Clary la manera en que una vez le había hablado a Valentine. Algo que no le había oído en el modo que hablaba a Sebastian en mucho tiempo.

—No. —Sebastian sonó sorprendido, como pillado por sorpresa—. Supongo que si quieres irrumpir y contemplar melancólico su rostro dormido, adelante. Nunca entenderé por qué…

—No —replicó Jace—. Tú no lo entenderás nunca.

Se hizo el silencio. Clary podía imaginarse tan perfectamente a Sebastian mirando fijamente a Jace, con una expresión desconcertada, que tardó un momento en darse cuenta de que Jace debía de estar yendo hacia aquella habitación. Sólo tuvo tiempo de estirarse en la cama y cerrar los ojos antes de que se abriera la puerta, permitiendo la entrada a una luz azul amarillenta, que por un momento la cegó. Hizo lo que esperaba que fuera un sonido realista de despertarse y se dio la vuelta, con la mano sobre el rostro.

—¿Qué…?

La puerta se cerró. El dormitorio volvió a sumirse en la oscuridad. Veía a Jace sólo como una forma que se movía lentamente hacia la cama, hasta que estuvo sobre ella, y no pudo evitar recordar otra noche, cuando él había entrado en su habitación mientras ella dormía.

Jace junto a la cabecera de la cama, aún con el traje blanco de luto, y no había nada poco ligero, sarcástico o distante en la manera en que la estaba mirando. «Llevo dando vueltas toda la noche; no podía dormir, y me encuentro caminando hacia aquí. Hacia ti.»

En ese instante, Jace sólo era una silueta, una silueta con un cabello brillante que relucía bajo la tenue luz que se filtraba por debajo de la puerta.

—Clary —susurró él. Se oyó un golpe, y ella se dio cuenta de que él se había dejado caer de rodillas junto a la cama. Clary no se movió, pero se le tensó el cuerpo. La voz de Jace era un susurro—. Clary, soy yo. Yo.

Ella abrió los ojos y sus miradas se encontraron. Estaba mirando a Jace. Arrodillado junto a la cama, con los ojos a la misma altura que los de ella. Llevaba un abrigo de lana oscuro y largo, abotonado hasta el cuello, donde le vio las Marcas negras: Insonoridad, Agilidad, Precisión, como una especie de collar en la piel. Los ojos de él eran dorados y estaban muy abiertos, y como si ella pudiera ver por ellos, vio a Jace, su Jace. El Jace que la había cogido en brazos cuando estaba muriendo por el veneno del rapiñador. El Jace que la había visto sujetar a Simon para taparle la luz del amanecer en el East River. El Jace que le había contado la historia de un niño y del halcón que su padre había matado. El Jace que ella amaba.

El corazón pareció detenérsele. Ni siquiera pudo ahogar un grito.

Los ojos de Jace estaban cargados de urgencia y dolor.

—Por favor —murmuró—. Por favor, créeme.

Ella le creía. Llevaban la misma sangre, amaban de la misma manera; ése era su Jace, tanto como sus manos eran sus propias manos, su corazón su propio corazón. Pero… ¿cómo?

—Clary, shh…

Ella comenzó a incorporarse, pero él la cogió del hombro y la empujó hacia abajo.

—Ahora no podemos hablar. Tengo que irme.

Ella lo agarró por la manga y lo notó encogerse.

—No me dejes.

Él bajó la cabeza un instante; luego cuando volvió a alzarla, tenía los ojos secos, pero su expresión la silenció.

—Espera un poco cuando salga —le susurró él—. Luego sal con cuidado y sube a mi habitación. Sebastian no puede saber que estamos juntos. Esta noche no. —Se puso en pie lentamente, con ojos suplicantes—. No permitas que te oiga.

Ella se sentó en la cama.

—Tu estela. Déjame tu estela.

La duda destelló en los ojos de Jace; ella lo miró fijamente y luego extendió la mano. Al cabo de un instante, él sacó el instrumento, que brillaba apagado, y se lo puso en la mano. Por un segundo, sus pieles se tocaron, y ella se estremeció; sólo un roce de la mano de aquel Jace era casi tan potente como todos los besos y manoseos que se habían dado en el club la otra noche. Clary supo que él también lo había notado, porque retiró la mano bruscamente y comenzó a retroceder hacia la puerta. Clary lo oía respirar, de modo irregular y rápido. Él buscó el pomo a la espalda y salió, sin apartar los ojos del rostro de Clary hasta el último momento, cuando la puerta se cerró entre ellos con un firme chasquido.

Clary se quedó en la oscuridad, perpleja. Notaba como si la sangre se le hubiera espesado en las venas y el corazón tuviera que trabajarle el doble para seguir latiendo.

«Jace. Mi Jace.»

Apretó la estela en la mano. Algo en ella, su fría dureza, pareció centrar y agudizar su mente. Se miró. Llevaba un top corto y short de pijama; tenía la piel de gallina en los brazos, pero no porque tuviera frío. Se colocó la punta de la estela en la parte interior del brazo y se la pasó lentamente por la piel; observó cómo la runa de insonoridad se iba formando sobre su pálida piel.

Abrió la puerta un centímetro. Sebastian no estaba, seguramente se habría ido a dormir. Del televisor salía una tenue música; algo clásico, la clase de música de piano que le gustaba a Jace. Se preguntó si a Sebastian le gustaría la música, o alguna clase de arte. Parecía una capacidad tan humana…

A pesar de su preocupación por adónde habría ido Sebastian, sus pies la estaban llevando por el pasillo que daba a la cocina, y luego cruzó el salón y corrió por los escalones de vidrio, sin emitir ningún sonido; al llegar arriba corrió por el pasillo hacia la habitación de Jace. Luego ya estaba abriendo la puerta y colándose dentro; la puerta se cerró tras ella.

Las ventanas estaban abiertas, y por ellas veía los tejados y un trozo curvado de luna; una noche parisina perfecta. La piedra de luz mágica de Jace se hallaba en la mesilla, junto a la cama. Brillaba con una energía apagada que iluminaba aún más el dormitorio. Había luz suficiente para que Clary viera a Jace, de pie entre las dos largas ventanas. Se había sacado el largo abrigo negro, que estaba arrugado a sus pies. Al instante, Clary se dio cuenta de por qué no se lo había sacado al entrar en la casa, por qué se lo había dejado abrochado hasta el cuello. Porque bajo él sólo llevaba una camisa gris y vaqueros, y ambos estaban pegajosos y empapados de sangre. La camisa estaba hecha jirones en partes, como si la hubieran cortado con un cuchillo muy afilado. Tenía arremangada la manga izquierda, y un vendaje blanco le envolvía el antebrazo; seguramente acababa de ponérselo, aunque ya estaba oscureciéndose de sangre en las puntas. Estaba descalzo, con los zapatos tirados, y el suelo tenía salpicaduras de sangre donde él se hallaba, como lágrimas escarlata. Ella dejó la estela en la mesilla de noche.

—Jace —dijo en voz baja.

Y, de repente, pareció una locura que hubiera tanto espacio entre ellos, que ella estuviera al otro lado de la habitación y que no se estuvieran tocando. Fue hacia él, pero Jace alzó una mano para detenerla.

—No. —La voz se le quebró. Luego comenzó a desabrocharse los botones de la camisa, uno a uno. Se quitó la prenda ensangrentada y la dejó caer al suelo.

Clary se lo quedó mirando. La runa de Lilith seguía en su lugar, sobre el corazón de Jace, pero en vez de resplandecer de un color rojo plateado, parecía como si la punta ardiente de un atizador le hubiera quemado la piel. De forma involuntaria, Clary se llevó la mano a su propio pecho, con los dedos extendidos sobre el corazón. Notaba sus latidos, fuertes y rápidos.