—Oh —exclamó.
—Sí, oh —repuso Jace con voz neutra—. No durará, Clary. Me refiero a mí siendo yo mismo. Sólo mientras esto no sane.
—M… me preguntaba —tartamudeó Clary—. Antes, mientras dormía, he pensado en cortarte sobre la runa, como hicimos cuando luchamos contra Lilith. Pero me daba miedo que Sebastian lo notara.
—Lo habría notado. —Los ojos dorados de Jace eran tan neutros como su voz—. No ha notado esto porque lo ha hecho un pugio, una daga fraguada en sangre de ángel. Son increíblemente raras; sólo había visto una de verdad antes. —Se pasó los dedos por el cabello—. La hoja se convirtió en cenizas ardientes cuando me tocó, pero causó el daño que pretendía hacer.
—Estabas peleando. ¿Con un demonio? ¿Por qué Sebastian ni siquiera ha ido…?
—Clary. —La voz de Jace era un susurro—. Esto… tardará más en curarse que un corte ordinario… pero no eternamente. Y entonces, volveré a ser él.
—¿Cuánto tiempo? ¿Antes de que vuelvas a ser lo que eras?
—No lo sé. No tengo ni idea. Pero quería… necesitaba estar contigo, así, como yo mismo, tanto tiempo como pudiera. —Le tendió una mano tensa, como si no estuviera seguro de ser correspondido—. ¿Crees que podrías…?
Ella ya corría cruzando la habitación. Le echó los brazos al cuello. Él la cogió, y giraron juntos, mientras ella le hundía el rostro en la curva del cuello. Lo aspiró como el aire. Olía a sangre, sudor, cenizas y Marcas.
—Eres tú —susurró Clary—. Realmente tú.
Jace la apartó para mirarla. Con la mano libre le acarició el pómulo con ternura. Eso era lo que ella había echado de menos, su ternura. Era uno de los detalles que la habían hecho enamorarse de él en primer lugar: el darse cuenta que aquel chico marcado y sarcástico podía ser tierno con lo que amaba.
—Te he echado de menos —dijo ella—. Te he echado tanto de menos…
Él cerró los ojos como si le hirieran sus palabras. Ella le puso la mano en la mejilla. Él apoyó la cabeza en la palma, el cabello de Jace le cosquilleaba a Clary en los nudillos, y ella se dio cuenta de que él también tenía el rostro húmedo.
«El niño nunca volvió a llorar.»
—Tú no tienes la culpa —dijo ella. Lo besó en la mejilla con la misma ternura que él le mostraba. Notó sabor a sal, sangre y lágrimas. Jace aún no había dicho nada, pero Clary notaba los salvajes latidos del corazón de él contra su pecho. La abrazaba con fuerza, como si no quisiera dejarla marchar nunca. Clary le besó la mejilla, el mentón y finalmente la boca, en una ligera presión de labios sobre labios.
No hubo nada del frenesí del club. Era un beso pensado para consolar, para decir todo lo que no había tiempo de decir. Él le devolvió el beso, vacilante al principio, y luego con mayor intensidad; le hundió la mano en el cabello, retorciendo los rizos entre los dedos. Lentamente, sus besos se fueron haciendo más profundos, y la intensidad fue creciendo entre ellos, como una llama que comienza con una sola cerilla y se convierte en una hoguera.
Clary sabía lo fuerte que era Jace, pero aún se sorprendió cuando él la llevó a la cama, la tumbó con cuidado entre las almohadas revueltas y se puso sobre ella, de un solo gesto que le recordó a ella para qué eran las Marcas que él tenía en el cuerpo: Fuerza. Gracilidad. Suavidad manual. Aspiró el aliento de él mientras se besaban, cada beso largo, exploratorio. Ella le pasó las manos por los hombros, los músculos de los brazos y la espalda. Su piel desnuda era como seda ardiente bajo sus manos.
Cuando él llego al borde del top, ella estiró los brazos y arqueó la espalda, deseando que desaparecieran todas las barreras entre ellos. En cuanto el top ya no estuvo, ella lo apretó contra sí, con besos más feroces, como si estuvieran tratando de llegar a algún lugar oculto en el interior del otro. Clary no habría creído que pudieran estar aún más unidos, pero de alguna manera, mientras se besaban, se fueron atando el uno al otro como con un intrincado hilo, cada beso más ansioso y más profundo que el anterior.
Se acariciaron de prisa, y luego más despacio, descubriéndose sin prisa. Ella le clavó las uñas en el hombro cuando él le besó el cuello, las clavículas y la mancha con forma de estrella que tenía en el hombro. Ella también le rozó la cicatriz, con el dorso de la mano, y le besó la herida Marca que Lilith le había hecho en el pecho. Lo notó estremecerse, deseándola, y ella supo que estaba al borde de llegar a donde no había marcha atrás, y no le importó. Sabía lo que era perderlo. Sabía los días vacíos y negros que seguirían. Y supo que si lo volvía a perder, quería tener eso para recordar. Para aferrarse. Que había estado tan cerca de él una vez como era posible estar cerca de alguien. Enlazó los tobillos alrededor de la cintura de Jace, y él gimió en su boca, con un sonido grave, suave y desesperado, mientras le hundía los dedos en las caderas.
—Clary. —Jace se apartó. Estaba temblando—. No puedo… Si no paramos ahora, no seremos capaces de hacerlo.
—¿No quieres? —Clary lo miró sorprendida. Él estaba arrebolado, desarreglado, y tenía el cabello de un dorado más oscuro donde el sudor se lo había pegado a las sienes y la frente. Ella podía notarle el corazón sacudiéndose dentro del pecho.
—Sí, pero es que nunca…
—¿No? —Estaba sorprendida—. ¿No lo has hecho antes?
Él respiró hondo.
—Lo he hecho. —Le escrutó el rostro, como si estuviera buscando un juicio, desaprobación e incluso desagrado. Clary lo miró sin alterarse. Siempre había supuesto que lo había hecho—. Pero no cuando importaba. —Le acarició la mejilla muy suavemente—. Ni siquiera sé…
Clary rió por lo bajo.
—Creo que acabamos de establecer que sí sabes.
—No quiero decir eso. —Le cogió la mano y se la llevó a su propio rostro—. Te deseo —dijo—, más de lo que he deseado nada en mi vida. Pero yo… —Tragó saliva—. En nombre del Ángel, sé que me voy a dar de tortas por eso.
—No me digas que me estás protegiendo —replicó ella con fuerza—. Porque yo…
—No es eso —contestó él—. No me estoy sacrificando. Estoy… celoso.
—¿Estás… celoso? ¿De quién?
—De mí mismo. —Hizo una mueca—. Odio la idea de que él esté contigo. Él. El otro yo. El que Sebastian controla.
Ella comenzó a notar que le ardía el rostro.
—Anoche… en el club…
Él dejó caer la cabeza sobre el hombro de ella. Un poco asombrada, ella le acarició la espalda, y notó los arañazos que le había hecho en el club. Ese recuerdo concreto la hizo sonrojarse aún más. Como lo hizo el saber que él se podía haber curado los arañazos con un iratze si hubiera querido. Pero no lo había hecho.
—Lo recuerdo todo de anoche —admitió él—. Y me enfurece, porque era yo pero no lo era. Cuando estamos juntos, quiero que seas la auténtica tú. Y el auténtico yo.
—¿No es eso lo que somos ahora?
—Sí. —Alzó la cabeza y la besó en la boca—. Pero ¿hasta cuándo? Puedo cambiar en cualquier momento. No puedo hacerte esto. No puedo hacérnoslo a los dos. —Su tono de voz era amargo—. Ni siquiera sé cómo puedes soportarlo, estar cerca de esa cosa que no soy yo mismo…
—Incluso si volvieras a ser eso dentro de cinco minutos —repuso ella—, valdría la pena, sólo por estar de nuevo contigo así. Que no acabara en aquel tejado. Porque éste eres tú, e incluso ese otro tú… Hay restos del auténtico tú en él. Es como si te mirara a través de un espejo empañado, pero no es el auténtico tú. Al menos ahora lo sé.
—¿Qué quieres decir? —Su mano le agarró el hombro con más fuerza—. ¿Qué quieres decir con que al menos lo sabes?
Clary respiró hondo.
—Jace, la primera vez que estuvimos juntos, juntos de verdad, estuviste tan feliz durante ese primer mes. Y todo lo que hacíamos juntos era divertido, alegre e increíble. Y luego fue como si te fueran arrancando toda esa felicidad. No querías estar conmigo, ni siquiera mirarme…