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—Tenía miedo de hacerte daño. Pensaba que me estaba volviendo loco.

—No sonreías, ni reías, ni bromeabas. Y no te estoy culpando. Lilith se estaba metiendo en tu mente, controlándote. Cambiándote. Pero tienes que recordar, y sé lo estúpido que suena esto, porque nunca he tenido un novio antes. Pensaba que tal vez fuera normal. Que quizá te estuvieras cansando de mí.

—No podría…

—No te pido que me asegures nada —replicó ella—. Sólo te lo estoy contando. Cuando estás… como estás, controlado… pareces feliz. Vine aquí porque quería salvarte. —Bajó la voz—. Pero comencé a preguntarme de qué te estaba salvando. ¿Cómo podía devolverte a una vida con la que parecías tan infeliz?

—¿Infeliz? —Jace negó con la cabeza—. Era afortunado. Tan, tan afortunado. Y no me daba cuenta. —La miró a los ojos—. Te amo —dijo—. Y tú me haces más feliz de lo que jamás creí poder ser. Y ahora que sé lo que es ser otro, perderme a mí mismo, quiero recuperar mi vida. Mi familia. A ti. Todo eso. —Los ojos se le oscurecieron—. Lo quiero de vuelta.

Jace le cubrió la boca con la suya, con una presión casi dolorosa, los labios abiertos, ardientes y ansiosos, y la cogió por la cintura, y luego las sábanas que tenía a los lados, casi rasgándolas. Se apartó, jadeante.

—No podemos…

—Entonces, ¡para de besarme! —exhaló ella—. La verdad… —Salió de debajo de él y agarró su top—. Vuelvo en seguida.

Pasó junto a él, corrió al cuarto de baño y cerró la puerta con pestillo. Encendió la luz y se miró en el espejo. Tenía lo ojos enloquecidos, el cabello revuelto y los labios hinchados por los besos. Se sonrojó y volvió a ponerse el top; se echó agua fría a la cara y se recogió el cabello en un nudo. Cuando estuvo convencida de que ya no parecía una doncella mancillada de la cubierta de alguna novela rosa, cogió una de las toallas de manos, que no tenían nada de romántico, la humedeció y le puso jabón.

Volvió al dormitorio. Jace estaba sentado en el borde de la cama, en vaqueros y una camisa limpia sin abotonar, con el cabello revuelto silueteado por la luz de la luna. Parecía la estatua de un ángel. Sólo que, por lo general, los ángeles no estaban manchados de sangre.

Clary se puso frente a él.

—Muy bien —le dijo—. Quítate la camisa.

Jace arqueó las cejas.

—No voy a atacarte —repuso ella, impaciente—. Puedo soportar ver tu pecho desnudo sin desmayarme.

—¿Estás segura? —preguntó él, mientras se sacaba obedientemente la camisa—. Porque ver mi pecho desnudo ha causado que muchas mujeres sufrieran graves heridas al salir en estampida para cogerme.

—Sí, bueno, no veo a nadie más que a mí aquí. Y sólo quiero limpiarte la sangre.

Él se apoyó, obediente, en las manos. La sangre le había atravesado la camisa que había llevado y le había manchado el pecho y el plano abdomen, pero mientras ella le palpaba con los dedos cuidadosamente, notó que la mayoría de cortes eran superficiales. El iratze que él se había puesto antes ya estaba haciendo que se cerraran.

Él volvió el rostro hacia ella, con los ojos cerrados, mientras Clary le pasaba la toalla mojada por la piel, y la sangre teñía de rosa el algodón. Ella le frotó las manchas secas del cuello, escurrió la toalla, hundió la punta en el vaso de agua de la mesilla y fue a por el pecho. Él estaba sentado con la cabeza hacia atrás, observándola mientras la toalla le recorría los músculos de los hombros, la suave línea de los brazos y antebrazos, el duro pecho marcado de líneas blancas y el negro de las Marcas permanentes.

—Clary —dijo él, con voz seria.

—¿Sí?

—No recordaré esto —contestó él—. Cuando vuelva a estar como estaba, bajo su control, no recordaré haber sido yo. No recordaré haber estado contigo, o hablarte así. Así que dime… ¿están bien? ¿Mi familia? ¿Saben que…?

—¿Lo que te ocurrió? Un poco. Y no, no están bien. —Cerró los ojos—. Podría mentirte —continuó ella—. Pero lo sabrías. Te quieren mucho, y quieren que vuelvas.

—Así no.

Ella le tocó el hombro.

—¿Me vas a contar qué ha pasado? ¿De dónde has sacado esos cortes?

Él respiró hondo, y la cicatriz de su pecho resaltó, lívida y oscura.

—He matado a alguien.

Clary notó el impacto de esas palabras en el cuerpo como el retroceso de una escopeta. Dejó caer la toalla ensangrentada, y luego se agachó a recogerla. Cuando alzó los ojos, él la miraba. Bajo la luz de la luna, las líneas de su rostro eran delicadas, agudas y tristes.

—¿A quién? —preguntó ella.

—La has conocido —continuó Jace, y cada palabra era como un peso—. La mujer que fuiste a visitar con Sebastian. La Hermana de Hierro. Magdalena. —Se volvió hacia atrás y buscó algo que estaba entre las revueltas sábanas de la cama. Los músculos de los brazos y la espalda se le ondularon bajo la piel cuando lo cogió y se volvió hacia Clary con el objeto brillándole en la mano.

Era un cáliz claro y traslúcido: una réplica exacta de la Copa Mortal, excepto que en vez de ser de oro estaba tallada en el blanco plateado adamas.

—Sebastian me envió… lo envió a él… a buscar esto —explicó Jace—. Y también me ordenó que la matara. No se lo esperaba. No esperaba ninguna violencia, sólo el pago y el intercambio. Creía que estábamos del mismo lado. Dejé que me diera la Copa, y luego saqué la daga y… —Tragó aire con fuerza, como si el recuerdo le hiciera daño—. La apuñalé. Quería que fuera en el corazón, pero ella se movió y fallé por unos centímetros. Ella se tambaleó hacia atrás, agarró algo en su mesa de trabajo, donde había polvillo de adamas, y me lo tiró. Creo que quería cegarme. Pero torcí la cabeza, y cuando volví a mirar ella tenía un aegis en la mano. Creo que supe lo que era. La luz que manaba de él me quemaba los ojos. Grité cuando ella me lo hundió en el pecho; noté un dolor muy intenso en la Marca, y luego la hoja se destrozó. —Jace bajó la mirada y soltó una carcajada seca—. Lo divertido es que, si hubiera llevado el uniforme, esto no habría pasado. No me lo puse porque pensé que no valía la pena. No pensaba que pudiera herirme. Pero el aegis quemó la Marca, la Marca de Lilith, y de repente volvía a ser yo, de pie sobre una mujer muerta, con una daga ensangrentada en una mano y la Copa en la otra.

—No lo entiendo. ¿Por qué te dijo Sebastian que la mataras? Ella te estaba dando la Copa. Se la daba a Sebastian. Ella dijo…

Jace exhaló un aliento quebrado.

—¿Recuerdas lo que dijo Sebastian sobre el reloj de la plaza Vieja? ¿En Praga?

—Que el rey hizo que le arrancaran los ojos al relojero después de acabarlo, para que no pudiera volver a hacer algo tan hermoso —contestó Clary—. Pero no veo…

—Sebastian quería que ella muriese para que nunca más pudiera hacer algo así —le contó Jace—. Para que no pudiera contarlo.

—¿Contar qué? —Alzó la mano, cogió a Jace por la barbilla y le alzó el rostro para que la mirara—. Jace, ¿qué está planeando realmente Sebastian? La historia que contó en la sala de entrenamiento, sobre querer invocar a demonios para destruirlos…

—Sebastian quiere invocar a demonios, sin duda. —La voz de Jace era torva—. Un demonio en particular: Lilith.

—Pero Lilith está muerta. Simon la destruyó.

—Los Demonios Mayores no mueren. No del todo. Los Demonios Mayores habitan los espacios entre los mundos, el gran Vacío, la nada. Lo que Simon hizo fue destruir su poder, enviarla a pedazos a la nada de la que había venido. Pero allí se irá volviendo a formar lentamente. Renacerá. Puede tardar siglos, pero no si Sebastian la ayuda.

Clary notaba una sensación fría que le iba invadiendo el estómago.

—La ayuda… ¿cómo?

—Llamándola de nuevo a este mundo. Quiere mezclar la sangre de Lilith y la suya en la copa y crear un ejército de nefilim oscuros. Quiere ser Jonathan Cazador de Sombras reencarnado, pero del lado de los demonios, no del de los ángeles.