Hubo un destello de movimiento, y Sebastian apareció allí. No se molestó en bajar corriendo la escalera saltó por el lado y aterrizó entre ellos. Tenía el cabello desordenado por haber estado durmiendo; llevaba una camiseta oscura y pantalones negros, y Clary se preguntó sin pensar si habría estado durmiendo vestido. Él miró a su hermana y luego a Jace, mientras sus ojos negros valoraban la situación.
—¿Una pelea de amantes? —preguntó. Algo le brilló en la mano. ¿Un cuchillo?
—Su runa está dañada —dijo Clary con voz trémula. Le puso la mano sobre el corazón a Jace—. Está tratando de volver, para entregarse a la Clave…
Como un rayo, Sebastian le arrebató a Jace la Copa de la mano. La dejó con fuerza sobre la barra de la cocina. Jace, aún blanco por la sorpresa, lo observó; no movió ni un músculo cuando Sebastian se acercó a él y lo agarró por la pechera de la camisa. Los botones altos saltaron, y el cuello le quedó al descubierto; Sebastian pasó el punto a su estela por él, grabándole un iratze en la piel. Jace se mordió el labio, con los ojos cargados de odio mientras Sebastian lo soltaba y daba un paso atrás, estela en mano.
—La verdad, Jace —dijo Sebastian—. Me sorprende que llegaras a pensar que podrías conseguirlo.
Jace apretó los puños mientras el iratze, negro como el carbón, comenzó a hundírsele en la piel. Las palabras le fueron saliendo con gran esfuerzo, sin aliento.
—La próxima vez… que quieras sorprenderte… me encantará ayudarte. Quizá con un ladrillo.
Sebastian chasqueó la lengua.
—Más tarde me lo agradecerás. Incluso tú tienes que admitir que ese deseo de suicidarte es un poco exagerado.
Clary esperaba que Jace le replicara de nuevo. Pero no lo hizo. Su mirada recorrió el rostro de Sebastian. Por un momento, estuvieron los dos solos en la habitación, y cuando Jace habló, las palabras le salieron claras y frías.
—Más tarde no recordaré esto —repuso—. Pero tú sí. Esa persona que actúa como si fuera tu amigo… —Dio un paso adelante y cubrió el espacio que lo separaba de Sebastian—. Esa persona que actúa como si tú le gustaras… Esa persona no es real. Esto es real. Esto soy yo. Y te odio. Te odiaré siempre. Y no hay magia ni hechizos en este mundo, ni en ningún otro, que pueda cambiar eso.
Por un momento, la sonrisita de suficiencia de Sebastian se desdibujó. Jace, sin embargo, seguía impertérrito. Apartó la mirada de Sebastian y miró a Clary.
—Necesito que sepas la verdad —le explicó—: No te la he dicho toda.
—La verdad es peligrosa —intervino Sebastian, con la estela sujeta ante él como un cuchillo—. Ten cuidado con lo que dices.
Jace hizo una mueca de dolor. El pecho le subía y bajaba con rapidez; era evidente que la curación de la runa del pecho le estaba causando dolor.
—El plan… —consiguió decir—. Invocar a Lilith, hacer una nueva Copa, crear un ejército oscuro… no se le ocurrió a Sebastian. Se me ocurrió a mí.
Clary se quedó helada.
—¿Qué?
—Sebastian sabía lo que quería —contestó Jace—. Pero yo ideé cómo hacerlo. Una nueva Copa Mortal. Yo le di la idea. —Se sacudió de dolor; Clary podía imaginar lo que estaba ocurriendo bajo la tela de la camisa: la carne uniéndosele, sanando, la runa de Lilith entera y brillante una vez más—. ¿O debería decir que se la dio él? ¿Esa cosa que es como yo pero no soy yo? Él arrasará el mundo con fuego si Sebastian quiere que lo haga, y se reirá mientras lo hace. Eso es lo que estás salvando, Clary. Eso. ¿No lo entiendes? Preferiría estar muerto…
Se le estranguló la voz mientras se doblaba por la mitad. Los músculos de los hombros se le tensaron mientras ondas de lo que parecía dolor lo recorrían. Clary recordó la vez que lo había sujetado en la Ciudad Silenciosa mientras los Hermanos le rebuscaban respuestas en la mente… Y, de repente, Jace alzó los ojos, con una expresión de sorpresa.
Sus ojos fueron primero hacia Sebastian, no hacia ella. Clary sintió que el corazón se le caía a los pies, aunque sabía que ella se lo había buscado.
—¿Qué está pasando? —preguntó Jace.
Sebastian le sonrió.
—Bienvenido a casa.
Jace parpadeó, confuso por un momento; y luego su mirada pareció ir hacia dentro, como lo hacía siempre que Clary sacaba algún tema que él no podía procesar: el asesinato de Max, la guerra en Alacante, o el dolor que estaba causando a su familia.
—¿Es la hora? —preguntó.
Sebastian se miró el reloj de forma exagerada.
—Casi. ¿Por qué no vas delante y nosotros te seguimos? Puedes comenzar a prepararlo todo.
Jace miró alrededor.
—La Copa… ¿Dónde está?
Sebastian la cogió de la barra.
—Aquí. Estás un poco despistado.
La boca de Jace se curvó en la comisura y cogió la Copa. Con buen humor. No había ni rastro del chico que había estado ante Sebastian unos minutos antes y le había dicho que lo odiaba.
—Muy bien. Nos veremos allí. —Se volvió hacia Clary, que seguía parada por la impresión, y la besó en la mejilla—. Y a ti también.
Jace se apartó y le guiñó el ojo. Había cariño en su mirada, pero no importaba. Ése no era su Jace, en absoluto su Jace, y lo observó como atontada mientras cruzaba la sala. Su estela destelló, y una puerta se abrió en la pared; Clary captó un vistazo de cielo y una planicie rocosa, y luego él cruzó la puerta y desapareció.
Ella se clavó las uñas en las palmas.
«¿Esa cosa que es como yo pero no soy yo? Él arrasará el mundo con fuego si Sebastian quiere que lo haga, y se reirá mientras lo hace. Eso es lo que estás salvando, Clary. Eso. ¿No lo entiendes? Preferiría estar muerto.»
Las lágrimas le quemaban en la garganta, e hizo todo lo que pudo por contenerlas mientras su hermano se volvía hacia ella, con ojos muy brillantes.
—Me has llamado —dijo.
—Quería entregarse a la Clave —susurró, sin saber muy bien ante quién se estaba justificando. Había hecho lo que tenía que hacer, había usado la única arma que tenía disponible, aunque fuera una que despreciaba—. Lo habrían matado.
—Me has llamado a mí —repitió él, y dio un paso hacia ella. Tendió la mano, le apartó un largo rizo del rostro y se lo puso tras la oreja—. Entonces, ¿te lo ha contado? ¿El plan? ¿Entero?
Ella contuvo un escalofrío de asco.
—No todo. No sé qué va a ocurrir esta noche. ¿Qué quería decir Jace con «Es la hora»?
Él se inclinó y le besó la frente; ella notó que le quemaba el beso, como una marca de fuego entre los ojos.
—Ya lo verás —contestó él—. Te has ganado el derecho a estar ahí, Clarissa. Puedes verlo desde tu lugar a mi lado, esta noche, en el Séptimo Sitio Sagrado. Los dos hijos de Valentine, juntos… por fin.
Simon mantuvo los ojos sobre el papel, repitiendo las palabras que Magnus había escrito para él. Tenían un ritmo que era como música, ligero, aguado, fino. Le recordó a cuando leía en voz alta su parte de haftará durante su bar mitzvá, aunque entonces había sabido lo que significaban las palabras, y en ese momento no.
Mientras proseguía con el cántico, notó una tensión a su alrededor, como si el aire se estuviera volviendo más denso y pesado. Le presionaba el pecho y los hombros. Cada vez se sentía más sofisticado. De haber sido humano, el calor en aumento le habría resultado insoportable. Pero tal como era, podía notar el ardor en la piel, cómo le chamuscaba las pestañas y la camisa. Siguió con los ojos fijos en el papel que tenía ante sí mientras una gota de sangre le resbalaba por el nacimiento del pelo y caía sobre el libro.
Y entonces acabó. La última palabra, «Raziel», fue pronunciada, y Simon alzó la cabeza. Notaba que le corría sangre por la cara. La niebla alrededor había aclarado y delante de sí vio el agua del lago, azul y brillante, tan plana como un cristal.