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Y entonces estalló.

El centro del lago se volvió dorado, y luego negro. El agua se apartó de él, vertiéndose hacia las orillas, derramándose a los lados y volando por el aire, hasta que Simon quedó mirando a un anillo de agua, como un círculo de cascadas continuas, todas brillando y vertiendo agua de arriba abajo, un efecto raro y extrañamente hermoso. Gotitas de agua se estremecían sobre él y le enfriaban la piel ardiente. Echó la cabeza hacia atrás, justo cuando el cielo se oscurecía; todo el azul se había ido, tragado por un súbito impacto de oscuridad y grises nubes clamorosas. El agua volvió a caer al lago, y de su centro, de la mayor densidad de su plata, se alzó una figura de oro.

A Simon se le secó la boca. Había visto incontables cuadros de ángeles, creía en ellos, había oído la advertencia de Magnus. Y aun así, se sintió como si lo hubiera atravesado una lanza cuando un par de alas se desplegaron ante él. Parecían cubrir todo el cielo. Eran enormes, blancas, doradas y plateadas; las plumas con ardientes ojos dorados, que lo miraron con desprecio. Luego las alas se agitaron, deshaciendo las nubes, y se volvieron a plegar; un hombre, o mejor, una forma humana, de varios pisos de alto, se desplegó sobre sí mismo y se alzó.

A Simon le habían comenzado a castañetear los dientes. No estaba seguro de por qué. Pero oleadas de poder, y de algo más que poder, de las fuerzas elementales del universo, parecían manar del Ángel cuando éste se alzó en toda su altura. El primer pensamiento de Simon, algo extravagante, fue que parecía como si alguien hubiera cogido a Jace y lo hubiera ampliado al tamaño de una valla publicitaria. Sólo que no se parecía en nada a Jace. Era dorado por todas partes: las alas, la piel y los ojos, que no tenían blanco, sino sólo un brillo de oro, como una membrana. Su cabello era oro y parecía hecho de piezas de metal cortado que se curvaban como hierro forjado. Era ajeno y terrorífico. «Demasiado de cualquier cosa puede acabar contigo», pensó Simon. Demasiada oscuridad podría matar, pero demasiada luz podría cegar.

«¿Quién osa invocarme?», dijo el Ángel sobre la cabeza de Simon, con una voz que era como de grandes campanas repicando.

«Pregunta complicada», pensó Simon. Si fuera Jace, diría: «Uno de los nefilim», y si fuera Magnus, podría decir que era uno de los hijos de Lilith y Gran Mago. Clary y el Ángel ya se conocían, así que supuso que se tutearían. Pero él era Simon, sin ningún título que unir a su nombres o grandes gestas en el pasado.

—Simon Lewis —contestó finalmente, mientras dejaba el libro en el suelo y se erguía—. Hijo de la Noche y… tu sirviente.

«¿Mi sirviente? —La voz de Raziel estaba cargada de helada desaprobación—. ¿Me haces acudir como a un perro y osas llamarte mi sirviente? Serás borrado de este mundo, y tu destino servirá de advertencia para otros que pretendan hacer lo mismo. Está prohibido que mis propios nefilim me invoquen. ¿Por qué iba a ser diferente contigo, vampiro diurno?»

Simon supuso que no debía sorprenderle que el Ángel supiera quien era él, pero de todas formas era asombroso, tan asombroso como el tamaño del Ángel. De alguna manera, había pensado que Raziel sería más humano.

—Yo…

«¿Crees que por el hecho de llevar la sangre de uno de mis descendientes debo mostrarte piedad? En tal caso, has jugado y has perdido. La misericordia del Cielo es para quien la merece. No para aquellos que violan nuestras Leyes de Alianza.»

El Ángel alzó la mano, y apuntó a Simon directamente con un dedo.

Simon se preparó. Esa vez no trató de decir las palabras, sólo las pensó.

«¡Escucha, oh, Israel! El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno…»

«¿Qué Marca es ésa? —Raziel sonaba confundido—. En tu frente, criatura.»

—Es la Marca —tartamudeó Simon—. La primera Marca. La Marca de Caín.

El gran brazo de Raziel descendió lentamente.

«Te mataría, pero la Marca me lo impide. Esa Marca debería haber sido colocada en tu ceño por la mano del Cielo, mas sé que no es así. ¿Cómo es posible?»

La evidente perplejidad del Ángel envalentonó a Simon.

—Una de tus hijos, los nefilim —contestó—. Una con un don especial. Ella la puso ahí para protegerme. —Dio un paso hacia el borde del círculo—. Raziel, he venido a pedirte un favor, en nombre de esos nefilim. Se enfrentan a un grave peligro. Uno de ellos ha… ha sido vuelto hacia la oscuridad y amenaza al resto. Necesitan tu ayuda.

«Yo no intervengo.»

—Pero sí interviniste —replicó Simon—. Cuando Jace estaba muerto, lo volviste a la vida. No es que no te lo agradezcamos, pero si no lo hubieras hecho, nada de esto habría ocurrido. Así que, en cierto modo, te toca a ti arreglarlo.

«Quizá no pueda matarte —planteó Raziel—, pero no hay ninguna razón por la que deba prestarte la ayuda que me pides.»

—Ni siquiera he dicho lo que pido —indicó Simon.

«Quieres una arma. Algo que pueda separar a Jonathan Morgenstern de Jonathan Herondale. Matarías a uno y preservarías la vida del otro. El modo más fácil es matarlos a los dos. Jonathan estuvo muerto, y quizá la muerte aún lo ansía, y él a ella. ¿Se te ha pasado por la cabeza?»

—No —contestó Simon—. Sé que no somos mucho comparado contigo, pero no matamos a nuestros amigos. Intentamos salvarlos. Si el Cielo no lo quiere así, nunca debería habernos dado la capacidad de amar. —Se echó el pelo hacia atrás para dejar al descubierto toda la Marca—. No, no tienes por qué ayudarme. Pero si no lo haces, nada me impide llamarte una y otra vez, ahora que sé que no puedes matarme. Piensa en mí apoyado en tu puerta celestial… por toda la eternidad.

Por increíble que pareciera, Raziel pareció reír por lo bajo.

«Eres obstinado —afirmó—. Un auténtico guerrero de tu gente, como aquel cuyo nombre llevas, Simón Macabeo. Y al igual que él lo dio todo por su hermano Jonathan, todo lo darás tú por tu Jonathan. ¿O acaso no estás dispuesto?»

—No es sólo por él —respondió Simon, un poco sorprendido—. Pero sí, lo que quieras. Te lo daré.

«Si te doy lo que quieres, ¿me juras también que no volverás a molestarme?»

—No creo que eso vaya a ser ningún problema —contestó Simon.

—Muy bien —repuso el Ángel—.Te diré lo que deseo. Deseo esa Marca blasfema de tu frente. Te borraré la Marca de Caín, porque nunca fuiste quién para llevarla.

—Pero… si me sacas la Marca, entonces puedes matarme —replicó Simon—. ¿No es lo único que se interpone entre mí y tu furia divina?

El Ángel se lo pensó un momento.

«Juraré no herirte. Tanto si llevas la Marca como si no.»

Simon vaciló. La expresión del Ángel se volvió tormentosa.

«El juramento de un Ángel del Cielo es lo más sagrado que existe. ¿Te atreves a no fiarte de mí, subterráneo?»

—Yo… —Simon calló durante un penoso momento. Ante sus ojos tenía el recuerdo de Clary de puntillas, con la estela sobre su frente; la primera vez que había visto funcionar a la Marca, cuando se había sentido como el conductor de un rayo, energía pura atravesándolo con una fuerza letal. Era una maldición, una que lo había aterrorizado y lo había convertido en objeto de deseo y de miedo. La odiaba. Y sin embargo, en ese momento, ante la idea de renunciar a ella, a lo que le hacía especial…

Respiró hondo.

—Bien. Sí, acepto.

El Ángel sonrió, y su sonrisa fue terrible, como mirar directamente al sol.

«Entonces, juro que no te haré ningún daño, Simón Macabeo.»

—Lewis —corrigió Simon—. Mi apellido es Lewis.

«Pero eras de la sangre y la fe de los Macabeos. Algunos dicen que los Macabeos fueron marcados por la mano de Dios. En cualquier caso, eres un guerrero del Cielo, vampiro diurno, te guste o no.»