El Ángel se movió. A Simon se le humedecieron los ojos, porque Raziel parecía llevar el cielo consigo como una capa, en remolinos negros, plateados y blancos como nubes. El aire alrededor se estremeció. Algo destelló en lo alto como el reflejo de la luz sobre el metal, y un objeto cayó sobre la arena y las rocas junto a Simon, con un ruido metálico.
Era una espada; nada muy llamativo a simple vista: sólo una gastada espada de hierro viejo con un mango ennegrecido. Los bordes estaban dentados, como comidos por ácido, aunque la punta era afilada. Parecía algo que un arqueólogo podría haber desenterrado y aún no hubiera acabado de limpiar.
El Ángel habló.
«En una ocasión, cuando Josué estaba cerca de Jericó, alzó la mirada y vio a un hombre ante él con una espada desenvainada en la mano. Josué fue a él y le dijo: “¿Eres uno de los nuestros, o uno de nuestros adversarios?” Él contestó: “Ninguno, sino un comandante del ejército del Señor, y he venido ahora”.»
Simon miró el modesto objeto que tenía a los pies.
—¿Y ésta es esa espada?
—Es la espada del Arcángel Miguel, comandante de los ejércitos del Cielo. Posee el poder del fuego celestial. Hiere a tu enemigo con esta arma y le quemará la maldad. Si es más malo que bueno, más del Infierno que del Cielo, también le quemará la vida. Sin duda cortará el lazo de tu amigo, y sólo puede herir a cada uno por separado.
Simon se agachó y recogió la espada. Ésta pareció enviarle una descarga por la mano, por el brazo, hasta su inmóvil corazón. Instintivamente, la alzó, y las nubes en lo alto parecieron abrirse durante un instante, y un rayo de luz cayó sobre el apagado metal de la espada y la hizo cantar.
El Ángel lo miró con ojos fríos.
«El nombre de la espada no puede ser pronunciado por tu lengua humana. Puedes llamarla Gloriosa.
—Te… —comenzó Simon—. Te doy las gracias.
«No me lo agradezcas. Yo te habría matado, vampiro diurno, pero tu Marca, y ahora mi voto, me lo impiden. La Marca de Caín era para que Dios la impusiera, y no fue así. Te la borraré de la frente y su protección desaparecerá. Y si me llamas de nuevo, no te ayudaré.»
Al instante, el rayo de luz que caía entre las nubes se intensificó, cayó sobre la espada como un látigo de fuego y rodeó a Simon en una jaula de luz brillante y calor. La espada ardía; Simon gritó y cayó al suelo, mientras el dolor le atravesaba la cabeza. Era como si alguien le estuviera clavando un hierro al rojo vivo entre los ojos. Se cubrió el rostro, ocultó la cabeza entre los brazos, y dejó que le traspasara el dolor. Era la peor agonía que había sentido desde la noche en que murió.
El dolor fue cediendo lentamente, y se alejó como la marea. Simon se volvió para ponerse de espaldas, mirando a lo alto, con la cabeza aún dolorida. Las nubes negras comenzaban a deshacerse, y cada vez se veía más azul; el Ángel había desaparecido; el lago se hinchaba bajo la creciente luz como si el agua hirviera.
Simon comenzó a sentarse lentamente, y guiñó los ojos dolorosamente para protegerlos del sol. Vio a alguien que corría por el camino que llevaba de la casa al lago. Alguien con largo cabello negro y una chaqueta púrpura que se le abría hacia atrás como las alas. Llegó al final del camino y saltó a la orilla del lago, levantando arena con las botas tras ella. Llegó a él y se tiró al suelo, rodeándolo con los brazos.
—Simon —susurró.
Éste notó el fuerte y firme latido del corazón de Isabelle.
—Pensaba que estabas muerto —continuó ella—. Te vi caer, y… pensaba que habías muerto.
Simon la dejó abrazarlo mientras se incorporaba apoyado en las manos. Se dio cuenta de que se escoraba como un barco con un agujero en el casco, y trató de no moverse. Temía que si lo hacía, se caería.
—Ya estoy muerto.
—Lo sé —replicó Izzy—. Me refería a más muerto de lo normal.
—Izzy —Alzó el rostro hacia ella. Isabelle estaba arrodillada sobre él, con una pierna a cada lado, y le rodeaba el cuello con los brazos. Parecía una posición incómoda. Él se dejó caer de nuevo sobre la arena, llevándola consigo. Cayó sobre la espada en la fría arena con ella encima y miró a sus negros ojos. Parecía ocupar todo el cielo.
Ella le tocó la frente, maravillada.
—Tu Marca ya no está.
—Raziel me la ha quitado. A cambio de la espada. —Hizo un gesto hacia el arma. En la casa, vio dos manchas negras de pie en el porche, observándolos. Alec y Magnus—. Es la espada del Arcángel Miguel. Se llama Gloriosa.
—Simon… —Isabelle le besó en la mejilla—. Lo has logrado. Has visto al Ángel. Has conseguido la espada.
Magnus y Alec habían comenzado a recorrer el camino hacia el lago. Simon cerró los ojos, agotado. Isabelle se inclinó sobre él, con el cabello rozándole las mejillas.
—No hables. —Isabelle olía a lágrimas—. Ya no estás maldito —susurró—. No estás maldito.
Simon entrelazó los dedos con los de ella. Se sentía como si estuviera flotando en un río negro, con las sombras cerrándose sobre él. Sólo la mano de Isabelle lo anclaba a la tierra.
—Lo sé.
19
Amor y sangre
Metódica y cuidadosamente, Clary estaba registrando de arriba abajo la habitación de Jace. Aún llevaba el top, pero se había puesto unos vaqueros; se había recogido el cabello en un moño hecho de cualquier manera, y las uñas se le habían llenado de polvo. Había buscado bajo la cama y el escritorio, en todos los cajones y armarios, y en los bolsillos de todas las prendas en busca de una segunda estela, pero no había encontrado nada.
Le había dicho a Sebastian que estaba exhausta, que necesitaba ir arriba y tumbarse un rato; él había parecido despistado y la había despedido con un gesto de la mano. No paraban de pasarle imágenes de Jace ante lo ojos en cuanto los cerraba: la forma en que la había mirado traicionado, como si ya no la conociera.
Pero era inútil darle vueltas. Podía quedarse sentada en la cama y llorar todo lo que quisiera, pensando en lo que había hecho, pero no serviría de nada. Tenía que hacer algo; se lo debía a Jace, y a sí misma. Si encontrara una estela…
Estaba levantando el colchón, rebuscando en el espacio que quedaba entre los muelles, cuando llamaron a la puerta.
Dejó caer el colchón, aunque no antes de ver que no había nada debajo. Apretó los puños, respiró hondo, fue hasta la puerta y la abrió.
Sebastian estaba en el umbral. Por primera vez iba vestido con algo que no fuera blanco o negro. Los mismos pantalones y botas, sí, pero también una túnica escarlata de cuero con intrincados adornos de runas en plata y oro sujeta por delante con una fila de cierres de metal. En ambas muñecas lucía brazaletes de plata repujados y llevaba el anillo Morgenstern.
Ella parpadeó al mirarlo.
—¿Rojo?
—Ceremonial —repuso él—. Los colores tienen significados diferentes para los cazadores de sombras que para los humanos. —Dijo la palabra «humanos» con desprecio—. Conoces el viejo verso infantil nefilim, ¿no?
—¿Los cazadores de sombras se casan de oro? —preguntó Clary. No le importaba especialmente, pero estaba tratando de meterse en el espacio entre la puerta y el marco, para que él no pudiera ver el lío que había organizado en la habitación de Jace, normalmente tan ordenada.
—Lamento chafarte el sueño de una boda en blanco. —Le sonrió—. Y hablando de eso, te he traído algo para que te pongas.
Sacó la mano de la espalda. Llevaba una prenda doblada. Clary la cogió y la desplegó. Era una larga columna de tela escarlata con un tono dorado, como el borde de una llama. Los tirantes eran dorados.
—Nuestra madre solía llevar esto en las ceremonias del Círculo antes de traicionar a nuestro padre —explicó Sebastian—. Póntelo. Quiero que lo luzcas esta noche.