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—¿Buscarte? —aventuró Clary.

—Estás sentada en mi cama —repuso él—. ¿Pensabas que me escondía debajo?

—Yo…

Sebastian entró en la habitación, con una curiosa tranquilidad, como si supiera algo que ella ignoraba. Algo que nadie más sabía.

—Y ¿por qué me estás buscando? ¿Y por qué no te has cambiado para la ceremonia?

—El vestido —repuso ella—. No me cabe.

—Claro que te cabe —replicó él, mientras se sentaba a su lado en la cama. Se apoyó en el cabezal y volvió el rostro hacia Clary—. Toda la otra ropa te cabe. El vestido debería ser de tu talla.

—Es de seda y chiffon; no se da.

—Eres una cosita delgaducha. No tendrías que tener problema. —Le cogió la muñeca, y ella cerró los dedos, tratando desesperadamente de ocultar el anillo—. Mira, te puedo rodear la muñeca con los dedos.

Notó la piel de él caliente contra la suya; se le erizó la piel. Recordó que, en Idris, su contacto la había quemado como ácido.

—El Séptimo Sitio Sagrado —dijo, sin mirarlo—. ¿Es ahí adonde ha ido Jace?

—Sí. Lo he enviado por delante. Está preparando las cosas para nuestra llegada. Nos reuniremos con él allí.

El corazón le dio un vuelco.

—¿No va a volver?

—No antes de la ceremonia —contestó él. Y ella captó el asomo de la sonrisa de Sebastian—. Lo que ya está bien, porque se decepcionará mucho cuando le hable de esto. —De un rápido gesto le cubrió la mano con la suya y le abrió los dedos. El anillo dorado le relució en la palma, como una señal de fuego—. ¿Creíste que no reconocería el trabajo de las hadas? ¿Crees que la reina es tan tonta que te enviaría a recuperar esos anillos sin saber que te los quedarías? Ella quería que lo trajeras aquí, donde yo lo encontraría. —Le sacó el anillo del dedo con una sonrisita de suficiencia.

—¿Has estado en contacto con la reina? —preguntó Clary—. ¿Cómo?

—Con el anillo —ronroneó Sebastian, y Clary recordó a la reina diciendo en su voz dulce y aguda: «Jonathan Morgenstern puede ser un poderoso aliado. Los seres mágicos son gente vieja; no tomamos decisiones precipitadas, sino que esperamos primero a ver en qué dirección sopla el viento.»—. ¿De verdad te creías que la reina te iba a dejar poner las manos sobre algo que te permitiera comunicarte con tus amiguitos sin poder escuchar ella? Desde que te lo cogí, he hablado con ella y ella ha hablado conmigo. Has sido una tonta al confiar en ella, hermanita. A la reina Seelie le gusta estar del lado del vencedor. Y ese lado será el nuestro, Clary. El nuestro. —Su voz era baja y suave—. Olvida a tus amigos cazadores de sombras. Tu lugar está con nosotros. Conmigo. Tu sangre ansía poder, al igual que la mía. Sea lo que sea que tu madre haya hecho para lavarte el cerebro, sabes bien quién eres. —La volvió a coger por la muñeca y tiró de ella hacia sí—. Jocelyn se equivocó en todas sus decisiones. Se puso del lado de la Clave y contra su familia. Ésta es tu oportunidad de rectificar su error.

Clary trató de zafarse de él.

—Suéltame, Sebastian. Lo digo en serio.

Él le subió la mano y la cogió por el brazo.

—Eres una cosita muy menudita. ¿Quién iba a pensar que serías tan fogosa? Sobre todo en la cama…

Ella se puso en pie de un bote y se soltó de él.

—¿Qué has dicho?

Él también se levantó, y las comisuras de la boca se le curvaron en una sonrisa irónica. Era mucho más alto que ella, casi tan alto como Jace. Él se inclinó sobre ella al hablar, y su voz era grave y áspera.

—Todo lo que marca a Jace, me marca a mí —dijo él—. Hasta tus uñas. —Sonreía burlón—. Ocho arañazos paralelos en mi espalda, hermanita. ¿No me vas a decir que no me los hiciste tú?

Clary sintió una suave explosión en la cabeza, como un apagado petardo de rabia. Miró el sonriente rostro de Sebastian y pensó en Jace, y en Simon, y en las palabras que habían intercambiado. Si la reina realmente podía oír su conversación, entonces ya sabría que tenían a Gloriosa. Pero Sebastian no lo sabía. No podía saberlo.

Clary le arrebató el anillo y lo tiró al suelo. Lo oyó gritar, pero ella ya lo estaba pisoteando; notó que cedía, y el oro se convirtió en polvo.

Él la miró incrédulo mientras ella apartaba el pie.

—Tú…

Ella echó hacia atrás la mano derecha, la más fuerte, y le dio un puñetazo en el estómago.

Él era más alto, más ancho y más fuerte que ella, pero Clary contaba con el elemento sorpresa. Él se dobló en dos, sin aire, y ella le arrancó la estela del cinturón de armas. Luego echó a correr.

Magnus dio un volantazo con tal rapidez que las ruedas chirriaron. Isabelle chilló. Traquetearon hasta el arcén, bajo la sombra de un bosquecillo de árboles parcialmente desnudos.

Antes de que Simon se diera cuenta, las puertas estaban abiertas y los demás estaban saltando al asfalto. El sol se estaba poniendo, y los faros de la camioneta estaban encendidos, iluminándolos con un tenebroso resplandor.

—Muy bien, chico vampiro —dijo Magnus, meneando la cabeza con fuerza suficiente para repartir purpurina—. ¿Qué diablos está pasando?

Alec se apoyó en la camioneta mientras Simon se explicaba, y repetía la conversación con Clary con tanta exactitud como podía antes de que todo se le fuera de la cabeza.

—¿Ha dicho algo sobre salir de ahí con Jace? —preguntó Isabelle cuando Simon acabó, pálida bajo el resplandor amarillento de los faros.

—No —contestó Simon—. E Izzy no creo que Jace quiera salir. Quiere estar donde esté ella.

Isabelle se cruzó de brazos y miró hacia el suelo; el negro cabello le cayó sobre la cara.

—¿Qué es el Séptimo Sitio Sagrado? —preguntó Alec—. Conozco las siete maravillas del mundo, pero ¿siete sitios sagrados?

—Son más interesantes para lo brujos que para los nefilim —contestó Magnus—. Cada uno es un lugar donde las antiguas líneas de fuerza convergen y forman una matriz, una especie de red dentro de la cual los hechizos mágicos resultan amplificados. El séptimo es una tumba de piedra en Irlanda, en Poll na mBrón; el nombre significa «la cueva de las penas». Se halla en una zona muy árida y deshabitada llamada el Burren. Un buen lugar para invocar a un demonio, si es grande. —Se tiró de una de las puntas del cabello—. Eso es malo. Muy malo.

—¿Crees que puede hacerlo? ¿Crear… cazadores de sombras oscuros? —preguntó Simon.

—Todo tiene una adscripción, Simon. La adscripción de los nefilim es seráfica, pero si fuera demoníaca, aún serían tan fuertes y poderosos como ahora. Pero se dedicarían a la erradicación de la humanidad en vez de a su salvación.

—Tenemos que ir allí —apremió Isabelle—. Debemos detenerlos.

—«Lo», quieres decir —le corrigió Alec—. Debemos detenerlo. A Sebastian.

—Ahora Jace es su aliado. Tienes que aceptarlo, Alec —dijo Magnus. Una fina llovizna había comenzado a caer. Las gotas relucían como oro bajo el brillo de los faros.

—Irlanda va con cinco horas de adelanto. Van a realizar la ceremonia a medianoche. Aquí son las cinco. Tenemos una hora y media, quizá dos como mucho, para detenerlos.

—Entonces, no deberíamos esperar. Debemos irnos —dijo Isabelle, con un tono de pánico en la voz—. Si vamos a detenerlo…

—Izzy, sólo somos cuatro —indicó Alec—. Ni siquiera sabemos a qué cantidades nos enfrentamos…

Simon miró a Magnus, quien observaba la discusión de ambos hermanos con una expresión de desapego.

—Magnus —comenzó—. ¿Por qué no fuimos a la granja a través de un Portal? Tú trasladaste así a medio Idris a la llanura de Brocelind.

—Quería darte tiempo suficiente para que cambiaras de opinión —contestó el brujo, sin quitarle la vista de encima a su novio.

—Pero puedes usar un Portal desde aquí —repuso Simon—. Quiero decir…, puedes hacerlo por nosotros.

—Sí —respondió Magnus—. Pero, como dice Alec, no sabemos a qué número nos enfrentamos. Soy un mago bastante pacífico, pero Jonathan Morgenstern no es un cazador de sombras cualquiera, ni tampoco Jace, pensándolo bien. Y si consiguen invocar a Lilith… será mucho más débil de lo que era, pero sigue siendo Lilith.