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Pero ya sabía la verdad. Sebastian movió la boca sobre la de ella, tan dura y fría como un navajazo en la oscuridad; ella se puso de puntillas y le mordió los labios con fuerza.

Él gritó y se apartó de ella, mientras se llevaba la mano a la boca. Clary notó el sabor de su sangre, a cobre amargo; le caía por la barbilla mientras la miraba incrédulo.

—Tú…

Ella giró y le dio una patada en el estómago, con fuerza, esperando que aún lo tuviera resentido del puñetazo de antes. Cuando él se dobló en dos, ella salió corriendo hacia la escalera. Estaba a medio camino cuando notó que la cogía por detrás del cuello de la chaqueta. Él la movió en un arco como si fuera un bate de béisbol y la lanzó contra la pared. Se golpeó con fuerza y cayó de rodillas, sin aliento.

Sebastian fue hacia ella, flexionando los puños a los costados, mientras los ojos relucían negros como los de un tiburón. Era terrorífico; Clary sabía que debería estar asustada, pero un distanciamiento frío y vidrioso se apoderó de ella. El tiempo parecía ir más despacio. Recordó luchar en la tienda de Praga, cómo se había perdido en su propio mundo donde cada movimiento era tan preciso como el de un reloj. Sebastian se agachó hacia ella, y Clary se apoyó en el suelo, tomó impulsó y lanzó las piernas de lado; le golpeó en las pantorrillas y le hizo perder el equilibrio.

Sebastian cayó hacia delante; ella rodó sobre sí misma, se apartó y se puso en pie de un salto. Esta vez no se molestó en correr, sino que cogió un jarrón de porcelana de la mesa y, cuando Sebastian se levantaba, se lo estrelló en la cabeza. El jarrón se hizo añicos, salpicando agua y hojas, y Sebastian se tambaleó hacia atrás, mientras la sangre comenzaba a mancharle el cabello blanco plateado.

Él rugió y saltó sobre ella. Fue como ser golpeada por una bola de demolición. Clary voló de espaldas, se estrelló contra el tablero de la mesa, lo atravesó y golpeó el suelo en un estallido de vidrios rotos y dolor. Gritó cuando Sebastian aterrizó sobre ella, empujándole el cuerpo contra los añicos de vidrio, con los labios contraídos en un rugido. Él le cruzó la cara de un guantazo. La sangre la cegó; se atragantó con su sabor en la boca, y la sal le picó en los ojos. Clary alzó la rodilla y le dio en el estómago, pero era como golpear una pared. Él le agarró las manos y se las inmovilizó a los lados.

—Clary, Clary, Clary —dijo él. Jadeaba. Al menos lo había dejado sin aliento. La sangre le caía en un lento hilillo del corte que tenía a un lado de la cabeza, y le teñía el cabello de rojo—. No está mal. En Idris no eras una gran luchadora.

—Sal de encima…

Él acercó el rostro al de ella. Sacó la lengua. Ella trató de apartarse, pero no se movió con suficiente rapidez. Él le lamió la sangre que ella tenía en el rostro y sonrió. La sonrisa le partió el labio, y por la barbilla le cayó más sangre.

—Me preguntaste a quién pertenecía yo —susurró él—. Te pertenezco a ti. Tu sangre es mi sangre; tus huesos, mis huesos. La primera vez que me viste, te resulté conocido, ¿verdad? Igual que tú me resultaste familiar a mí.

Ella lo miró con ojos muy abiertos.

—Estás como una regadera.

—Está en la Biblia —continuó él—. El Cantar de los Cantares. «Me has robado el corazón, hermana y novia mía, me has robado el corazón, con una sola mirada, con una vuelta de tu collar.» —Le rozó el cuello con los dedos, enredándolos en la cadena que llevaba ahí, la cadena de la que había colgado el anillo de los Morgenstern. Clary se preguntó si le aplastaría la tráquea—. «Yo dormía, velaba mi corazón. ¡La voz de mi amado que llama!: “¡Ábreme, mi hermana, mi amor!”» —La sangre de él le goteaba en la cara a Clary. Se quedó quieta, con el cuerpo vibrándole por el esfuerzo, mientras él le bajaba la mano del cuello, por el costado, hasta la cintura. Metió los dedos en la cintura del pantalón. Tenía la piel ardiendo; Clary notaba que él la deseaba.

—Tú no me amas —dijo ella. Su voz era un hilillo; él le estaba chafando los pulmones. Recordó lo que su madre había dicho: que cualquier emoción que mostraba Sebastian era fingida. Clary tenía la cabeza clara como el cristal; en silencio, agradeció a la euforia de la pelea por mantenerla concentrada mientras Sebastian la asqueaba con sus caricias.

—Y a ti no te importa que sea tu hermano —repuso él—. Sé lo que sentías por Jace, incluso cuando pensabas que era tu hermano. A mí no puedes mentirme.

—Jace es mejor que tú.

—Nadie es mejor que yo. —Sonrió con superioridad, todo él dientes blancos y sangre—. «Un jardín escondido es mi hermana. Arroyo cerrado, fuente sellada.» Pero ya no, ¿verdad? Jace se encargó de eso. —Él trató de desabrochar el botón de los vaqueros, y ella aprovechó su distracción para agarrar un trozo de vidrio triangular de buen tamaño del suelo y clavarle la quebrada punta en el hombro.

El vidrio se le resbaló por los dedos y le hizo un corte. Él lanzó un alarido y se echó hacia atrás, pero más por la sorpresa que por el dolor; el uniforme lo protegía. Clary le volvió a clavar el vidrio, esta vez con más fuerza y en el muslo, y cuando él se echó hacia atrás, le golpeó con el otro codo en el cuello. Sebastian se fue de lado, ahogándose, y ella rodó sobre él mientras le arrancaba el vidrio ensangrentado de la pierna. Bajó el vidrio hacia la vena que le palpitaba a Sebastian en el cuello, y se detuvo.

Él reía. Estaba bajo ella, y reía; y su risa le hacía vibrar todo el cuerpo a Clary. La piel de Sebastian estaba salpicada de sangre; de la sangre de Clary, que le goteaba encima; de su propia sangre allí donde ella lo había golpeado, con el blanco cabello pegado con ella. Sebastian dejó caer los brazos a ambos lados, abiertos como alas, como un ángel roto, caído del cielo.

—Mátame, hermanita —la desafió—. Mátame y matarás también a Jace.

Ella bajó el trozo de vidrio.

20

Una puerta a la oscuridad

Clary gritó de pura frustración mientras el trozo de vidrio se hundía en el suelo de madera, a unos centímetros del cuello de Sebastian.

Lo notó reír debajo de ella.

—No puedes hacerlo —dijo él—. No puedes matarme.

—Vete a la mierda —gruñó ella—. No puedo matar a Jace.

—Es lo mismo —repuso él, y se sentó a tal velocidad que ella casi ni lo vio moverse; la golpeó en la cara con tal fuerza que la envió deslizándose por el suelo lleno de vidrios. Su viaje terminó cuando se topó contra la pared, tuvo arcadas y tosió sangre. Hundió la cabeza en el antebrazo; el sabor y el olor metálicos de su propia sangre estaban por todas partes, le provocaban náuseas. Un momento después, Sebastian la agarró por la chaqueta y la puso en pie.

Ella no se resistió. ¿Qué sentido tendría? ¿Por qué luchar contra alguien que estaba dispuesto a matarte y sabía que tú no estabas dispuesto a matarlo a él, o incluso a herirlo de gravedad? Se quedó quieta mientras él la examinaba.

—Podría ser peor —comentó él—. Parece que la chaqueta te ha protegido de daños mayores.

¿Daños mayores? Clary se sentía como si la hubieran cortado por todas partes con finos cuchillos. Lo miró con ojos entrecerrados y furiosa, mientras él la cogía en brazos. Era como había sido en París, cuando él la alejó de los demonios dahak, pero entonces ella había estado… si no agradecida, al menos confusa; pero en ese momento estaba ardiendo de odio. Ella mantuvo el cuerpo tenso mientras él la llevaba arriba. Clary estaba tratando de no pensar que era él quien la tocaba, que no era su brazo el que tenía bajo los muslos, sus manos posesivas en la espalda.