«Lo mataré —pensó—. Encontraré la manera, y lo mataré.»
Sebastian entró en la habitación de Jace y la dejó en el suelo sin contemplaciones. Ella se tambaleó dando un paso hacia atrás. Él la cogió y le arrancó la chaqueta. Debajo, ella sólo llevaba una camiseta. Estaba hecha jirones, como si se hubiera pasado un rallador por encima, y manchada de sangre por todas partes.
Sebastian soltó un silbido.
—Estás hecha un asco, hermanita —dijo—. Será mejor que te metas en el cuarto de baño y te limpies esa sangre.
—No —replicó ella—. Déjalos que me vean así. Déjalos que vean lo que has tenido que hacerme para que vaya contigo.
Él la agarró por la barbilla y la obligó a alzar el rostro. Sus caras quedaron sólo a unos centímetros. Ella quiso cerrar los ojos, pero se negó a darle esa satisfacción. Le devolvió la mirada, a los lazos de plata de sus ojos negros; la sangre en el labio, donde ella le había mordido.
—Me perteneces —repitió él—. Y te tendré a mi lado, tenga lo que tenga que hacer para que estés allí.
—¿Por qué? —preguntó ella, notando la rabia tan amarga en la lengua como el sabor de la sangre—. ¿Y qué te importa? Sé que no puedes matar a Jace, pero podrías matarme a mí. ¿Por qué no lo haces?
Por un instante, los ojos de Sebastian se volvieron distantes, vidriosos, como si estuviera viendo algo que a ella le resultaba invisible.
—Este mundo será consumido por el fuego —contestó—. Pero, si haces lo que te digo, yo os llevaré a Jace y a ti entre las llamas sin que os ocurra nada malo. Es una gracia que no le concedo a nadie más. ¿No ves lo tonta que eres al rechazarla?
—Jonathan —repuso Clary—. ¿No ves lo estúpido que resulta pedirme que luche a tu lado cuando lo que quieres es reducir el mundo a cenizas?
Él enfocó de nuevo los ojos y la miró.
—Pero ¿por qué? —Era casi un ruego—. ¿Qué le ves de valioso a este mundo? Sabes que hay otros. —Su sangre destacaba muy roja contra su pálida piel—. Dime que me amas. Dime que me amas y que lucharás conmigo.
—No te amaré nunca. Te equivocas cuando dices que tenemos la misma sangre. Tu sangre es veneno. Veneno de demonio. —Escupió las últimas palabras.
Él se limitó a sonreír, con los ojos reluciéndole sombríos. Ella notó que algo le quemaba en el brazo, y pegó un bote antes de darse cuenta de que era una estela; Sebastian le estaba trazando un iratze en la piel. Le odió incluso cuando el dolor desapareció. El brazalete le resonó sobre la muñeca cuando movió la mano ágilmente, acabando la runa.
—Sabía que mentías —le dijo ella de repente.
—Digo muchas mentiras, cariño —repuso él—. ¿Cuál en concreto?
—Tu brazalete —contestó ella—. «Acheronta movebo.» No significa «Así siempre a los tiranos»: eso es «Sic semper tyrannis». Esto es de Virgilio. «Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo.» «Si no puedo convencer al Cielo, moveré a los Infiernos.»
—Tu latín es mejor de lo que pensaba.
—Aprendo rápido.
—No lo suficiente. —Le soltó la barbilla—. Y ahora, métete en el baño y límpiate —le ordenó a empujones. Cogió el vestido de ceremonias de su madre de la cama y se lo puso en los brazos—. Queda poco tiempo, y mi paciencia se agota. Si no sales en diez minutos, iré a buscarte. Y te aseguro que no te gustará.
—Me muero de hambre —dijo Maia—. Parece como si hiciera días que no como. —Abrió la puerta de la nevera y miró—. Oh, aj.
Jordan la apartó, la rodeó con los brazos y le rozó la nuca con los labios.
—Podemos pedir algo. Pizza, tailandés, mexicano…, lo que prefieras. Mientras no cueste más de veinte dólares.
Ella se volvió entre sus brazos, riendo. Llevaba una de las camisas de Jordan; a él le iba un poco grande, y a ella le llegaba casi a las rodillas. Se había recogido el pelo en un moño en la nuca.
—Derrochador —bromeó ella.
—Por ti, lo que sea. —La alzó por la cintura y la sentó en uno de los taburetes de la barra de la cocina—. Puedes comerte un taco. —La besó. Los labios de Jordan eran dulces, con un leve sabor a menta de la pasta de dientes. Ella notó la excitación que le provocaba tocarlo, que le comenzaba en la base de la columna y se le extendía por todos los nervios.
Rió en la boca de él, echándole los brazos al cuello. Un seco timbre atravesó el zumbido de su sangre, mientras Jordan se apartaba, frunciendo el ceño.
—Mi móvil. —Sin soltarla, palpó la barra con la otra mano hasta que encontró el teléfono. Había dejado de sonar, pero de todas formas lo abrió, y frunció el ceño—. Es el Praetor.
El Praetor no llamaba nunca, o al menos lo hacía muy rara vez. Sólo cuando algo era de una importancia vital. Maia suspiró y se apartó de él.
—Cógelo.
Él asintió, mientras ya se llevaba el móvil a la oreja. Su voz se convirtió en un suave murmullo en el fondo de la conciencia de Maia mientras saltaba de la barra e iba a la nevera, donde estaban enganchados los menús de la comida a domicilio. Los fue mirando hasta que encontró el del restaurante tailandés cercano que a ella le gustaba; se volvió con el papel en la mano.
Jordan estaba de pie en medio del salón, pálido, con el teléfono olvidado en la mano. Maia podía oír una vocecita distante que salía de él, llamándolo.
Maia dejó caer el menú y corrió hacia él. Le cogió el teléfono de la mano, cortó la llamada y lo dejó en la barra.
—¿Jordan? ¿Qué ha pasado?
—Mi compañero de cuarto, Nick, ¿recuerdas? —contestó él, con la incredulidad marcada en sus ojos de color avellana—. No lo llegaste a conocer, pero…
—Vi fotos suyas —repuso ella—. ¿Le ha pasado algo?
—Está muerto.
—¿Cómo?
—El cuello abierto, y toda la sangre desaparecida. Creen que localizó a su misión y ella lo mató.
—¿Maureen? —Maia estaba sorprendida—. Pero si sólo es una niña.
—Ahora es una vampira. —Tragó aire—. Maia…
Ella se lo quedó mirando. Tenía los ojos vidriosos y el cabello revuelto. Un pánico inesperado se despertó en su interior. Besarse, acariciarse y practicar sexo era una cosa. Consolar a Jordan afectado por la muerte de alguien era algo muy diferente. Significaba compromiso. Significaba cariño. Significaba querer aliviar el dolor y, al mismo tiempo, dar gracias porque lo malo que hubiera pasado, no les hubiera pasado a ellos.
—Jordan —dijo con suavidad, se puso de puntillas y lo abrazó—. Lo siento.
Notó el corazón del chico latiendo con fuerza contra el de ella.
—Nick sólo tenía diecisiete años.
—Pero era un Praetor, como tú —repuso ella en voz baja—. Sabía que era peligroso. Tú sólo tienes dieciocho. —Él la abrazó con más fuerza, pero no dijo nada—. Jordan —continuó ella—. Te amo. Te amo y lo siento.
Notó que él se quedaba parado. Era la primera vez que decía esas palabras desde unas semanas antes de que la mordiera. Él parecía estar aguantando la respiración. Finalmente soltó un pequeño grito ahogado.
—Maia —dijo con voz quebrada. Y luego, increíblemente, antes de que él pudiera decir nada más… sonó el móvil de ella.
—No importa —dijo ella—. No lo cojo.
Él la soltó, mirándola con ternura; su rostro estaba desconcertado de pena y sorpresa.
—No —repuso él—. No, podría ser importante. Cógelo.
Maia suspiró y fue a la barra. Cuando llegó, el móvil había dejado de sonar, pero había un mensaje de texto parpadeando en la pantalla. Notó que se le tensaban los músculos del estómago.
—¿Quién es? —preguntó Jordan, como si hubiera notado la repentina tensión de Maia. Tal vez así fuera.
—El 911. Una emergencia. —Se volvió hacia él, sujetando el móvil—. Una llamada a la lucha. Han avisado a todos los de la manada. De Luke… y Magnus. Tenemos que marcharnos inmediatamente.