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—¿Por qué? —preguntó Maryse—. Y no te lo pregunto a ti, Alec. Se lo pregunto a mi hija.

—Porque la Clave dejó de buscar a Jace —respondió Isabelle—. Pero nosotros no.

—Y Magnus ha querido ayudarnos —añadió Alec—. Se ha pasado las noches en vela, rebuscando en libros de hechizos, tratando de averiguar dónde podría estar Jace. Incluso invocó a…

—No. —Maryse alzó la mano para silenciarlo—. No me lo digas. No quiero saberlo. —El teléfono negro de su escritorio comenzó a sonar. Todos lo miraron. Una llamada por el teléfono negro era una llamada de Idris. Nadie fue a contestar, y al cabo de un momento dejó de sonar—. ¿Por qué estáis aquí? —preguntó Maryse, volviendo la atención hacia sus hijos.

—Estábamos buscando a Jace… —comenzó Isabelle de nuevo.

—Eso es trabajo de la Clave —replicó Maryse. Isabelle notó que parecía cansada, con la piel tirante bajo los ojos. Unas arrugas en los extremos de la boca le tensaban los labios. Estaba tan delgada que los huesos de las muñecas le sobresalían—. No el vuestro.

Alec dio una palmada en la mesa, tan fuerte que los cajones repicaron.

—¿Quieres escucharnos? La Clave no ha encontrado a Jace, pero nosotros sí. Y a Sebastian con él. Y ahora sabemos qué están planeando, y tenemos… —miró hacia el reloj de la pared— casi nada de tiempo para detenerlos. ¿Vas a ayudarnos o no?

El teléfono negro sonó de nuevo. Y de nuevo Maryse no contestó. Miraba a Alec, pálida por la impresión.

—¿Que habéis hecho qué?

—Sabemos dónde está Jace, mamá —contestó Isabelle—. O, al menos, dónde va a estar. Y lo que va a hacer. Conocemos el plan de Sebastian, y hay que detenerlo. Oh, y sabemos cómo matar a Sebastian y no a Jace…

—Para. —Maryse negó con la cabeza—. Alexander, explícate. Conciso y sin histeria. Gracias.

Alec explicó la historia, omitiendo, en opinión de Isabelle, todo lo mejor, aunque así consiguió resumir las cosas adecuadamente. Y pese a que su versión fuera abreviada, tanto Aline como Helen estaban boquiabiertas al final. Maryse permanecía muy quieta, con los rasgos inmóviles.

—¿Por qué habéis hecho todo eso? —preguntó ella cuando Alec acabó, en una voz apagada.

Su hijo parecía perplejo.

—Por Jace —contestó Isabelle—. Para recuperarlo.

—¿Os dais cuenta de que, al ponerme en esta posición, no me dais más elección que notificarlo a la Clave? —preguntó Maryse con la mano sobre el teléfono negro—. Ojalá no hubierais venido aquí.

A Isabelle se le secó la boca.

—¿Estás muy enfadada porque al final te hemos explicado qué está pasando?

—Si informo a la Clave, enviarán refuerzos. Jia no tendrá más remedio que ordenar que maten a Jace en cuanto lo vean. ¿Tenéis idea de cuántos cazadores de sombras siguen al hijo de Valentine?

Alec negó con la cabeza.

—Parece que unos cuarenta.

—Digamos que llevamos el doble. Podremos estar bastante seguros de derrotar a sus fuerzas, pero ¿qué posibilidades tendrá Jace? No tenemos ninguna certeza de que acabe vivo. Lo matarán sólo para asegurarse.

—Entonces no podemos decírselo —repuso Isabelle—. Iremos nosotros. Tendremos que hacerlo sin la Clave.

Pero Maryse, mirándola, ya negaba con la cabeza.

—La Ley dice que tenemos que informar.

—A la porra con la Ley… —comenzó Isabelle enfadada. Se fijó en que Aline la estaba mirando y cerró la boca.

—No te preocupes —dijo Aline—. No voy a decirle nada a mi madre. Os lo debo. Sobre todo a ti, Isabelle. —Alzó el mentón, e Isabelle recordó la oscuridad bajo un puente en Idris, y su látigo clavándose en un demonio, cuyas garras se cerraban sobre Aline—. Además, Sebastian mató a mi primo. El auténtico Sebastian Verlac. Tengo mis propias razones para odiarle.

—De todas formas —repuso Maryse—, si no se lo decimos, estaremos violando la Ley. Nos podrían sancionar, o algo peor.

—¿Algo peor? —preguntó Alec—. ¿De qué estamos hablando? ¿Exilio?

—No lo sé, Alexander —respondió su madre—. Corresponderá a Jia Penhallow, y a quien consiga el cargo de Inquisidor, decidir el castigo.

—Tal vez será papá —mascullo Izzy—. Quizá no sea muy duro con nosotros.

—Si no le informamos de esta situación, Isabelle, tu padre no tendrá ninguna posibilidad de conseguir el puesto de Inquisidor. Ninguna —afirmó Maryse.

Isabelle respiró hondo.

—¿Podrían quitarnos las Marcas? —inquirió—. ¿Podríamos… perder el Instituto?

—Isabelle —respondió Maryse—. Podríamos perderlo todo.

Clary parpadeó mientras los ojos se le iban adaptando a la oscuridad. Se hallaba en una planicie pedregosa, azotada por el viento, sin nada que rompiera la fuerza del vendaval. Parches de hierba crecían entre losas de piedra negra. En la distancia, colinas calizas, erosionadas, pedregosas y sombrías, se recortaban, de negro y hierro, contra el cielo nocturno. Había luces más adelante. Clary reconoció el resplandor blanco e irregular de la luz mágica. La puerta del apartamento se cerró tras ellos.

Se oyó una explosión apagada. Clary se volvió y vio que la puerta había desaparecido; había un pedazo de tierra y hierba chamuscado, aún humeante, donde ella había estado. Sebastian lo miraba con total perplejidad.

—¿Qué…?

Clary rió. Sintió una oscura alegría al ver la expresión del rostro de su hermano. Nunca lo había visto tan sorprendido; toda su seguridad se había desvanecido, tenía la expresión descarnada y horrorizada.

Volvió a alzar la ballesta, a centímetros del corazón de Clary. Si disparaba a esa distancia, el dardo le atravesaría el corazón y la mataría al instante.

—¿Qué has hecho?

Clary lo miró con una sombría expresión de triunfo.

—Aquella runa. La que pensaste que era una runa de apertura sin acabar. No lo era. Era algo que no habías visto nunca. Una runa que yo he creado.

—¿Una runa de qué?

Clary recordó haber puesto la estela contra la pared, la forma de la runa que había inventado la noche que Jace había ido a por ella a casa de Luke.

—Para destruir el apartamento en cuanto alguien abriera la puerta. El apartamento ya no está. No puedes volver a usarlo. Nadie puede.

—¿No está? —La ballesta tembló; a Sebastian se le tensaban nerviosos los labios y tenía los ojos enloquecidos—. Zorra. Maldita…

—Mátame —lo retó ella—. Va, mátame. Y explícaselo después a Jace. Te desafío.

Él la miró, respirando agitado, con los dedos temblando sobre el disparador. Lentamente apartó la mano de él. Tenía los ojos entrecerrados y furiosos.

—Hay cosas peores que morir —afirmó—. Y te las haré todas, hermanita, después de que hayas bebido de la Copa. Y te gustarán.

Ella le escupió. Él le golpeó con fuerza en el pecho con la punta de la ballesta.

—Date la vuelta —rugió, y ella lo hizo, mareada por una mezcla de terror y triunfo, mientras Sebastian la empujaba por una subida rocosa. Clary llevaba unos zapatos finos, y notaba cada piedra y grieta de las rocas. A medida que se acercaban a la luz mágica, Clary fue viendo el panorama que se abría ante ella.

Por delante, el suelo se alzaba formando una colina baja. En lo alto, mirando al norte, se hallaba un enorme túmulo de piedra. Le recordó un poco a Stonehenge: había dos estrechos menhires que sujetaban una piedra plana; el conjunto parecía una puerta. Frente a la tumba, una losa, como el suelo de un escenario, se extendía sobre la pizarra y la hierba. Agrupados ante la losa había un semicírculo de unos cuarenta nefilim, con túnicas rojas, portando antorchas de luz mágica. En medio del semicírculo, contra el oscuro fondo, relucía un pentagrama azul y blanco.

Sobre la losa se hallaba Jace. Llevaba un uniforme escarlata como el de Sebastian; nunca se habían parecido tanto.

Clary veía el brillo de su cabello incluso en la distancia. Iba de un lado a otro sobre el borde de la losa, y a medida que se fueron acercando, Clary, empujada por Sebastian, que la seguía, consiguió oír lo que decía.