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—… gratitud por vuestra lealtad, incluso en estos últimos años tan difíciles, y también os agradezco vuestra lealtad hacia nuestro padre, y ahora hacia sus hijos. Y su hija.

Un murmullo se extendió por la plaza. Sebastian volvió a empujar a Clary hacia delante; avanzaron entre las sombras y luego subieron a la piedra por detrás de Jace. Éste los vio e inclinó la cabeza antes de volverse hacia su público; sonreía.

—Sois aquellos que se salvarán —dijo—. Hace mil años, un ángel nos dio su sangre para hacernos especiales, para hacernos guerreros. Pero no fue suficiente. Han pasado mil años, y aún nos escondemos entre las sombras. Protegemos a mundanos a quienes no amamos de fuerzas cuya existencia ellos siguen ignorando, y una Ley antigua y anquilosada nos impide mostrarnos a ellos como sus salvadores. Morimos a cientos, sin recibir ningún agradecimiento, sin que nos lloren más que los nuestros y sin poder recurrir al ángel que nos creó. —Se acercó más al borde de la plataforma de roca. Su cabello parecía fuego pálido—. Sí. Me atrevo a decirlo. El ángel que nos creó no nos ayudará, y estamos solos. Más solos que los mundanos, porque como dijo uno de sus grandes científicos, ellos son como niños jugando con guijarros en la orilla, mientras que a su alrededor, el gran océano de la verdad permanece sin descubrir. Pero nosotros sabemos la verdad. Somos los salvadores de esta tierra, y nosotros deberíamos gobernarla.

Con una especie de dolor en el corazón, Clary pensó que Jace era un buen orador, como lo había sido Valentine. Sebastian y ella ya estaban detrás de él, ante la llanura y la multitud concentrada ahí; Clary notó que los cazadores de sombras reunidos los miraban.

—Sí. Gobernarlo. —Jace sonrió, una bonita sonrisa llena de encanto, bordeada de tinieblas—. Raziel es cruel e indiferente a nuestros sufrimientos. Es hora de volvernos contra él. Volvernos hacia Lilith, la Gran Madre, que nos dará poder sin castigo, liderazgo sin la Ley. Nuestro derecho de nacimiento es el poder. Es hora de reclamarlo. —Miró de reojo, sonriendo a Sebastian cuando se ponía junto a él.

»Y ahora, os dejaré oír el resto de boca de Jonathan, de quien es este sueño —dijo Jace, y retrocedió, dejando que Sebastian tomara su puesto. Dio otro paso atrás y se quedó junto a Clary; su mano se enlazó en la de ella.

—Buen discurso —masculló la chica. Sebastian estaba hablando; pero ella sólo prestó atención a Jace—. Muy convincente.

—¿Eso crees? Iba a empezar con «Amigos, romanos, malhechores…», pero no creo que le hubieran visto la gracia.

—¿Crees que son malhechores?

Jace se encogió de hombros.

—La Clave lo creería. —Apartó la vista de Sebastian y la miró a ella—. Estás muy hermosa —le dijo, pero su voz era extrañamente plana—. ¿Qué ha ocurrido?

Pilló por sorpresa a Clary.

—¿Qué quieres decir?

Se abrió la chaqueta. Debajo llevaba una camisa blanca. El costado y la manga estaban manchados de sangre. Clary notó que llevaba cuidado de dar la espalda a la gente mientras le enseñaba la sangre—. Siento lo que él siente. ¿O lo habías olvidado? He tenido que ponerme un iratze sin que nadie lo notara. Era como si alguien me estuviera rajando la piel con una navaja.

Clary lo miró a los ojos. No servía de nada mentir. No había vuelta atrás, tanto figurativa como literalmente.

—Sebastian y yo nos hemos peleado.

Él le escrutó el rostro con los ojos.

—Bueno —dijo, y dejó que se le cerrara la chaqueta—. Espero que lo hayáis solucionado, fuera lo que fuese.

—Jace… —comenzó Clary, pero él ya estaba pendiente de Sebastian. Su perfil se dibujaba, frío y claro, bajo la luz de la luna como una silueta recortada en papel oscuro. Delante de ellos estaba Sebastian, que había dejado la ballesta y alzaba los brazos.

—¡¿Estáis conmigo?! —gritó.

Un murmullo recorrió la plaza, y Clary se tensó. Uno de los del grupo de nefilim, un anciano, se echó la capucha atrás y lo miró con el ceño fruncido.

—Tu padre nos hizo promesas. Ninguna se cumplió. ¿Por qué debemos confiar en ti?

—Porque yo os traeré el cumplimiento de mis promesas ahora. Esta noche —respondió Sebastian, y sacó la imitación de la Copa Mortal, que relució suavemente bajo la luna.

El murmullo ganó intensidad.

—Espero que esto no se complique —dijo Jace, bajo la cobertura del murmullo—. Me parece que anoche no pude dormir nada.

El chico estaba mirando hacia la multitud y el pentagrama, con una expresión de profundo interés en el rostro. Sus rasgos eran delicadamente angulares bajo la luz mágica. Clary le veía la cicatriz de la mejilla, los hoyuelos de la sien y la bonita forma de la boca.

«No recordaré esto —había dicho él—. Cuando vuelva a estar como estaba, bajo su control, no recordaré haber sido yo.»

Y era cierto. Había olvidado hasta el último detalle. De algún modo, aunque ella había sabido que pasaría y le había visto olvidar, el dolor de la realidad le resultaba muy intenso.

Sebastian bajó de la losa y fue hacia el pentagrama. En el borde comenzó a salmodiar:

Abyssum invoco. Lilith invoco. Mater mea, invoco.

Se sacó una fina daga del cinturón. Se colocó la Copa bajo la curva del brazo, y con la hoja se hizo un corte en la palma de la mano. Corrió la sangre, negra bajo la luz de la luna. Volvió a meterse el cuchillo en el cinturón y colocó la mano sangrante sobre la copa, aún recitando en latín.

Era entonces o nunca.

—Jace —susurró Clary—. Sé que éste no eres tú en realidad. Sé que hay una parte de ti que no puede estar de acuerdo con esto. Intenta recordar quién eres, Jace Lightwood.

Él volvió la cabeza de golpe y la miró atónito.

—¿De qué estás hablando?

—Por favor, Jace, trata de recordar. Te amo. Tú me amas…

—Sí que te amo, Clary —dijo él con la voz tensa—. Pero dijiste que lo entendías. Esto es la culminación de todo por lo que hemos trabajado.

Sebastian lanzó el contenido de la Copa al centro del pentagrama.

Hic est enim calix sanguinis mei.

—No «hemos» —susurró Clary—. Yo no soy parte de esto. Ni tú tampoco…

Jace aspiró secamente. Por un momento, Clary pensó que era por lo que le había dicho; que tal vez, de alguna manera, estaba llegando a él, pero siguió su mirada y vio que en el centro del pentagrama había aparecido una bola rodante de fuego. Era del tamaño de una pelota de béisbol, pero mientras la miraba, comenzó a crecer, alargándose y formándose, hasta que se convirtió en la silueta de una mujer, hecha de llamas.

—Lilith —dijo Sebastian en una voz resonante—. Como tú me invocaste, te invoco yo. Como tú me diste vida, así te doy vida yo.

Lentamente, las llamas se fueron oscureciendo. Ella estaba ante ellos ahora, Lilith, de la mitad de la altura que un humano corriente, desnuda, con el cabello negro cayéndole por la espalda hasta los tobillos. Su cuerpo era gris como la ceniza, agrietado, con líneas negras como lava volcánica. Miró a Sebastian, y sus ojos eran unas serpientes negras que se removían.

—Mi hijo —susurró.

Sebastian parecía relucir como la propia luz mágica: piel pálida, cabello pálido y su ropa que parecía negra bajo la luz de la luna.

—Madre, te he llamado como deseabas de mí. Esta noche, no sólo serás mi madre sino la madre de una nueva raza. —Señaló a los cazadores de sombras reunidos, que estaban inmóviles, seguramente por la impresión. Una cosa era saber que se iba a invocar a un Demonio Mayor, y otra verlo ahí—. La Copa —continuó Sebastian, y se la tendió a ella, con el blanco borde manchado de sangre.

Lilith rió por lo bajo. Sonó como unas enormes piedras que rascasen la una contra la otra. Cogió la Copa y, con toda la naturalidad con que alguien puede coger un insecto de una hoja, con los dientes se abrió una brecha en la cenicienta muñeca. Muy lentamente, una sangre negra y espesa fue manando, y salpicó la Copa, que pareció cambiar y oscurecerse bajo su mano, mientras su limpio traslucimiento se convertía en barro.