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—¿Y no sería mejor que regresáramos a casa, colegas? Cada vez que pienso que mi esposa está sola en este momento...

—No diga tonterías. Todos tienen esposa. Esas mujeres también son esposas de alguien.

—Exactamente...

—¿Y si subimos a las azoteas? Desde allí podríamos, digamos...

—¿Con qué los vas a empujar, idiota? ¿Con tu lanza?

—¡Asquerosos! —gritó de repente, con odio, el de la voz de bajo despectiva, corrió unos pasos y lanzó su barra de metal contra el sufrido tenderete; perforó la pared de aglomerado, la pandilla del colinegro lo miró sorprendida, y al momento volvieron a meter mano al barril de pepinillos y a los sacos de patatas.

Las mujeres se echaron a reír en las ventanas, burlándose del tipo.

—Pues, sí —dijo otro, como meditando en voz alta—. En cualquier caso, con nuestra presencia los mantenemos aquí, les impedimos seguir actuando. Eso está bien. Mientras estemos aquí, no se atreverán a continuar su avance en profundidad...

Todos comenzaron a mirar a su alrededor y a murmurar. Al instante hicieron callar al que intentaba razonar. En primer lugar, se veía que los babuinos continuaban su avance en profundidad sin prestar atención a la presencia de aquel prodigio de raciocinio. Y, en segundo, en caso de que los monos no avanzaran, ¿qué pretendía, pasar la noche allí? ¿Vivir allí? ¿Dormir allí? ¿Orinar y defecar allí?

En ese momento se escuchó el lento golpear de unos cascos, el chirrido de un carretón, y todos callaron y miraron calle arriba. Por el pavimento se aproximaba sin prisa un carro tirado por dos caballos, sobre el cual dormitaba, sentado de costado y con las piernas colgando por fuera, un hombre corpulento que vestía una guerrera militar desteñida del ejército ruso, unos pantalones de algodón, de uniforme, también desteñidos y ceñidos a las pantorrillas, y que calzaba unas gruesas botas de piel sintética. La cabeza inclinada del hombre estaba totalmente cubierta de cabellos castaños en desorden, y sostenía con indolencia las riendas en sus enormes manos quemadas por el sol. Los caballos (uno tordo y el otro bayo) avanzaban sin prisa y al parecer también dormían sobre la marcha.

—Va al mercado —dijo alguien, con respeto—. Es un granjero.

—Como si los granjeros no tuvieran suficientes desgracias, ahora sólo falta que esas bestias lleguen hasta allá...

—Por cierto, me imagino la que armarán los babuinos en los campos.

Andrei contemplaba la escena con curiosidad. Por primera vez desde que estaba en la ciudad veía a un granjero, aunque había oído muchas cosas sobre ellos. Se decía que eran sombríos y algo asilvestrados, que vivían lejos al norte y combatían allí duramente con ciénagas y selvas, que visitaban la ciudad solamente para vender sus productos y, a diferencia de los habitantes urbanos, nunca cambiaban de profesión.

El carro se acercaba lentamente. Su conductor, que de vez en cuando sacudía la cabeza sin despertarse y chasqueaba los labios, llevaba las riendas casi sueltas, pero de repente los monos, que hasta entonces se habían comportado más o menos pacíficamente, fueron presa de una violenta excitación. Quizá se debiera a los caballos, o posiblemente se hartaran de la presencia de multitudes ajenas en sus calles, el hecho es que comenzaron a agitarse, a correr de un lado a otro, a enseñar los dientes, y los más decididos subieron a las azoteas por los tubos de desagüe y se dedicaron a partir tejas.

Uno de los primeros trozos golpeó al cochero entre los omóplatos. El granjero se sacudió, se estiró y examinó los alrededores con ojos muy abiertos y enrojecidos. El primero al que vio fue al intelectual de las gafas, que regresaba agotado de su inútil persecución, caminando en solitario tras el carro. Sin decir palabra, el granjero soltó las riendas (los caballos se detuvieron al instante), saltó a la calle y, girando sobre la marcha, se lanzó hacia el que creía lo había agredido, pero en ese momento otro trozo de teja golpeó al intelectual en la sien. El hombre gritó, dejó caer la barra metálica y se agachó, agarrándose la cabeza con ambas manos. El granjero se detuvo, perplejo. En torno a él caían trozos de teja sobre el pavimento y se rompían en trocitos color naranja.

—¡Destacamento, poneos a cubierto! —ordenó Fritz con decisión y corrió hacia el portal más cercano.

Todos echaron a correr en diferentes direcciones. Andrei se pegó a la pared en una zona fuera del alcance de los monos y siguió con interés los pasos del granjero, que totalmente perplejo miraba a su alrededor y no lograba entender nada, a juzgar por su expresión. Su mirada nebulosa se deslizaba por las cornisas y los tubos de desagüe, llenos de babuinos enloquecidos. Frunció el ceño, sacudió la cabeza y volvió a abrir los ojos.

—¡Su puñetera madre, por la izquierda!

—¡Cúbrete! —le gritaban de todas partes—. ¡Oye, el de la barba! ¡Ven aquí! ¡Tú, tonto del pantano, te van a romper el coco!

—¿Qué ocurre? —preguntó el granjero a gritos, mirando al intelectual que se movía a cuatro patas, buscando sus gafas—. ¿Me puede decir quiénes son esos que están ahí?

—Monos, por supuesto —respondió el intelectual con irritación—. ¿Acaso no lo ve usted mismo, caballero?

—Vaya costumbres tienen aquí —pronunció el granjero, totalmente anonadado, pero ya bien despierto—. Siempre están inventando algo...

El ánimo de aquel habitante de las ciénagas era entonces filosófico y bonachón. Había llegado a la conclusión de que la ofensa que le habían inferido no podía ser considerada como tal, y en ese momento sólo se sentía algo confuso ante el espectáculo de las hordas peludas que saltaban por cornisas y farolas. Se limitaba a mover la cabeza en señal de reproche y a rascarse la barba. Pero en ese momento el intelectual encontró por fin sus gafas, recogió su vara y corrió a toda velocidad en busca de protección, de manera que el granjero quedó solo en el centro de la calle, un blanco único y bastante tentador para los francotiradores velludos. Lo desfavorable de su posición no tardó en hacerse notar. Media docena de grandes trozos de teja se estrellaron junto a sus pies, y fragmentos menores le golpearon la cabeza despeinada y los hombros.

—¡Qué rayos es esto! —rugió el granjero.

Un nuevo fragmento le golpeó la frente. El hombre calló y corrió hacia su carro. Eso ocurría justo frente a Andrei, que primero pensó que el granjero montaría en el carro, lo mandaría todo al diablo y escaparía a su ciénaga, lejos de aquel lugar peligroso. Pero el barbudo no tenía la menor intención de irse. Mascullando tacos, comenzó a buscar algo en su cargamento con prisa febril. Su ancha espalda no dejaba que Andrei viera qué hacía, pero las mujeres del edificio de enfrente, que lo veían todo, de repente chillaron, cerraron las ventanas y desaparecieron de la vista. Andrei no tuvo tiempo siquiera de pestañear. El barbudo se acuclilló, y por encima de su cabeza apareció, apuntando a las azoteas, un cañón grueso, brillante, aceitado, cubierto por un cilindro metálico lleno de perforaciones...

—¡A-al-to! —gritó Fritz, y Andrei lo vio correr hacia el carro a grandes saltos.

—Bestias inmundas, bichos... —mascullaba el barbudo, mientras realizaba movimientos complicados y ágiles con las manos, que iban acompañados por chasquidos metálicos y tintineos.