Andrei se encogió, esperando fuego y estruendo, y los monos en las azoteas también percibieron algo. Dejaron de moverse, se sentaron sobre sus colas y comenzaron a intercambiar opiniones, moviendo sus cabezas perrunas.
Pero Fritz ya estaba junto al carro. Agarró al barbudo por el hombro.
—¡Suelte eso! —ordenó con autoridad.
—¡Espera! —replicó el barbudo con desencanto, mientras movía el hombro—. Espera, ahora acabo con ellos, canallas colilargos...
—¡Le he ordenado que suelte eso! —gritó Fritz.
Entonces, el barbudo lo miró y comenzó a levantarse lentamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó, alargando las palabras con un desprecio indescriptible. Tenía la misma estatura que Fritz, pero era mucho más ancho de hombros y tenía un tórax más potente.
—¿De dónde ha sacado el arma? —preguntó Fritz con brusquedad—. ¡Sus documentos!
—¡Vaya, mocoso! —replicó el barbudo, con amenazadora sorpresa—. ¿Así que quieres ver mis documentos? ¿Y no querrás esto, piojo albino?
Fritz no prestó atención al gesto grosero y continuó mirando a los ojos del barbudo.
—¡Rumer! —gritó Fritz con todas sus fuerzas—. ¡Voronin! ¡Frijat! ¡A mí!
Al oír su apellido, Andrei se sorprendió, pero al momento se despegó de la pared y echó a andar sin prisa hacia el carretón. Del otro lado, a trote corto, se aproximaba el robusto Rumer, que en el pasado había sido boxeador profesional, y llegaba corriendo con todas sus fuerzas el amigo de Fritz, el pequeño y flaco Otto Frijat, un chico muy rubio de orejas enormes.
—Vamos, vamos —decía el granjero con expresión burlona, mientras observaba todos aquellos preparativos bélicos.
—De nuevo le ruego que muestre sus documentos —repitió Fritz con gélida cortesía.
—Puedes irte a hacer puñetas —respondió el barbudo con negligencia. Miraba sobre todo a Rumer, y como quien no quiere la cosa, colocó su mano sobre el mango de un látigo impresionante, hecho de piel cruda.
—¡Chicos, chicos! —advirtió Andrei—. Oye, soldado, mejor no discutas, somos de la alcaldía...
—Me cisco en vuestra alcaldía —respondió el granjero, midiendo a Rumer con la mirada de la cabeza a los pies.
—¿Qué pasa? —preguntó Rumer, con voz queda y ronca.
—Usted lo sabe perfectamente —le dijo Fritz al barbudo—. Las armas están prohibidas dentro de los límites de la ciudad. Sobre todo las ametralladoras. Si tiene autorización, le ruego que la muestre.
—¿Y quiénes sois para pedirme la autorización? ¿Qué, sois la policía? ¿O algo así como la Gestapo?
—Somos un destacamento voluntario de autodefensa.
—Si sois de la autodefensa —replicó el barbudo soltando una risita burlona—, defendeos, quién os lo impide.
Iba madurando una conversación normal y sensata. El destacamento comenzó a agruparse en torno al carretón. Hasta los habitantes locales del género masculino salieron de los portales, llevando en las manos cosas tan dispares como atizadores, patas de silla o herramientas. Contemplaban con curiosidad al barbudo, así como la siniestra ametralladora que yacía sobre una lona, y algo redondo y de vidrio que asomaba su superficie brillante por debajo de la misma. Olfateaban el aire: el granjero estaba rodeado por una atmósfera muy particular, donde olía a sudor, embutidos preparados con ajo y bebidas alcohólicas.
Pero Andrei, con una ternura que lo asombraba a él mismo, contemplaba la guerrera desteñida con las axilas sudadas y un único botón de bronce (y, además, desabrochado) en el cuello, la gorra, con la huella de una estrella de cinco puntas, desplazada hacia la ceja derecha como era de rigor, las pesadas botas-aplastamierda de piel artificial; quizá lo único que rompía la imagen, lo que estaba fuera de lugar, era la barbita. Y en ese momento le vino a la cabeza la idea de que todo aquello debía concitar en Fritz pensamientos y sensaciones muy diferentes. Miró a Fritz, que permanecía tenso con los labios apretados en una línea fina, con arrugas despectivas en torno a la nariz, mientras intentaba congelar al barbudo con la mirada de sus ojos de un gris acerado, unos auténticos ojos arios.
—Nosotros no estamos obligados a pedir autorización —decía mientras tanto, displicente, el barbudo, que jugueteaba con el látigo—. En general, nosotros no estamos obligados a nada, únicamente tenemos la obligación de alimentaros a vosotros, gorrones.
—Está bien —resonó la voz de bajo en las filas traseras—. ¿Y de dónde ha salido la ametralladora?
—¿La ametralladora? Gran cosa. Es la conexión entre la ciudad y la aldea. Yo te doy un cuarto trasero de un cerdo, tú me das una ametralladora, todo de manera limpia y honrada...
—No, no, no —volvió a retumbar la voz de bajo—. Como quiera que sea, una ametralladora no es un juguete, no es como una trituradora de grano...
—Pero yo creo —intervino el que intentaba razonar— que a los granjeros se les permite tener armas.
—¡A nadie se le permite tener armas! —chilló Frijat, muy congestionado.
—¡Vaya tontería! —repuso el que intentaba razonar.
—Claro que es una tontería —exclamó el barbudo—. Quisiera veros en nuestra ciénaga, por la noche, en épocas de celo...
—¿Quién está en celo? —preguntó, interesadísimo, el intelectual que, gafas en mano, había logrado llegar hasta la primera fila.
—Uno que necesita estarlo —le respondió el granjero con desprecio.
—No, perdone... —balbuceó el intelectual—. Soy biólogo, y hasta este momento no he podido...
—Cállese —le ordenó Fritz—. Y a usted, le sugiero que me siga —continuó, dirigiéndose al barbudo—. Se lo sugiero para evitar un inútil derramamiento de sangre.
Sus miradas se cruzaron. Aquel barbudo maravilloso había entendido, siguiendo indicios que sólo él comprendía, con quién estaba tratando. Su pelambre facial se abrió en una sonrisita irónica.
—¿ Mleko-yaichki?-pronunció con una vocecilla repelente e injuriosa—. Hitler kaput [1]!
Le importaba un comino el derramamiento de sangre, inútil o no.
Fue como si a Fritz le pegaran un puñetazo en la barbilla. Echó la cabeza hacia atrás, su rostro pálido se volvió púrpura y sus pómulos se tensaron. Por un momento, Andrei creyó que se lanzaría contra el barbudo, y se dispuso a intervenir para evitar la pelea, pero Fritz se contuvo. La sangre huyó de su rostro.
—Eso no guarda relación alguna con este asunto —pronunció con sequedad—. Tenga la bondad de seguirme.
—¡Déjelo usted en paz, Geiger! —dijo el de la voz de bajo—. Está claro que es un granjero. ¿A qué nos dedicamos ahora, a molestar a los granjeros?
Y todos asintieron y comenzaron a murmurar: sí, por supuesto, es un granjero, se irá y se llevará su ametralladora, no es un gángster, claro que no.