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—Es elemental —respondió Andrei, encogiéndose de hombros—. El bienestar general, el orden, la creación de condiciones óptimas para el avance del progreso...

—¡Oh! —Izya volvió a levantar el dedo. Entreabrió la boca y abrió mucho los ojos—. ¡Oh! —repitió y volvió a callar. Selma lo miraba con asombro—. ¡El orden! —proclamó Izya—. ¡El orden! —Sus ojos se abrieron todavía más—. Y ahora, imagina que en la ciudad que diriges aparecen incontables manadas de babuinos. No puedes echarlos, pues no cuentas con fuerzas suficientes para ello. Tampoco puedes alimentarlos de manera centralizada: no tienes suficiente comida, no te alcanzan las reservas. Los monos mendigan por las calles, creando un desorden insoportable: ¡aquí no hay ni puede haber mendigos! Los monos ensucian, no recogen sus desperdicios, y nadie tiene la intención de hacerlo por ellos. ¿Qué conclusión se saca de todo esto?

—Pues, en todo caso, nada de ponerles un collar —respondió Andrei.

—¡Correcto! —dijo Izya, en tono aprobatorio—. Por supuesto, nada de ponerles un collar. La primera conclusión práctica: ocultar la existencia de los babuinos. Hacer como si no existieran. Pero, por desgracia, eso tampoco es posible. Son demasiados, y por el momento nuestro gobierno es asquerosamente democrático. Y de repente, surge una idea de una sencillez aplastante: ¡controlar la presencia de los babuinos! Legalizar el caos y el desorden, y convertirlos de esa manera en elementos de un orden riguroso, como corresponde al estilo de gobierno de nuestro bondadoso alcalde. En lugar de manadas de mendigos y gamberros, tendremos dulces mascotas domésticas. ¡Todos amamos a los animales! La reina Victoria amaba a los animales. Darwin amaba a los animales. Dicen que hasta Beria amaba a algunos animales, y qué decir de Hitler...

—Nuestro rey Gustavo también ama a los animales —intervino Selma—. Tiene gatos.

—¡Excelente! —exclamó Izya, dándose puñetazos en la palma de la mano—. El rey Gustavo tiene gatos, y Andrei Voronin tiene un babuino personal. Y si ama lo suficiente a los animales, hasta dos babuinos...

Andrei se desentendió con un gesto y fue a la cocina, a revisar sus reservas. Mientras registraba los estantes, olisqueando con precaución y dando la vuelta a unos paquetes polvorientos con restos rancios y ennegrecidos, la voz de Izya seguía retumbando en la sala y de vez en cuando se oía la risa sonora de Selma y los gemidos y gruñidos del propio Izya.

No quedaba nada de comer: una patata ya germinada, una sospechosa lata de sardinas y una flauta de pan petrificada. Entonces, Andrei metió la mano en el cajón de la mesa de la cocina y decidió contar el dinero que le quedaba. Le llegaría exactamente hasta el día del cobro, siempre que ahorrara y no invitara a nadie sino, por el contrario, se dejara invitar.

«Me llevarán a la tumba —pensó Andrei, preocupado—. Al diablo, basta ya. Les sacaré las tripas a todos. ¿Qué se creen que es esto, un comedor público o qué? ¡Babuinos!»

Llamaron de nuevo a la puerta y Andrei fue a abrirla con una mueca siniestra en el rostro. Por el camino, se dio cuenta de que Selma estaba sentada sobre la mesa con las manos debajo de los muslos y la boca pintada hasta las orejas, ay, qué putita, mientras Izya seguía derrochando elocuencia delante de ella, haciendo amplios ademanes con sus brazos de babuino, perdida toda elegancia: el nudo de la corbata bajo la oreja derecha, los pelos de punta y las mangas de la camisa grises.

El recién llegado era el ex suboficial de la Wehrmacht Fritz Geiger, en compañía de su mejor amigo, el soldado de ese mismo ejército Otto Frijat.

—Se presentan dos efectivos —los saludó Andrei con su sonrisa siniestra.

Fritz entendió aquel saludo como una burla contra la dignidad de un suboficial alemán y su rostro se hizo impenetrable, mientras que Otto, un hombre blando y de rasgos espirituales imprecisos, se limitó a entrechocar los tacones y a sonreír con gesto obsequioso.

—¿A qué viene ese tono? —preguntó Fritz con voz gélida—. ¿No será mejor que nos vayamos?

—¿Habéis traído algo de comer? —preguntó Andrei.

—¿De comer? —repitió Fritz la pregunta con un movimiento enigmático de la mandíbula inferior—. Pues... cómo decirte... —Y miró a Otto con expresión interrogante: éste, a su vez, sonrió avergonzado y se sacó del bolsillo de los pantalones una botella plana que le tendió a Andrei como si fuera un pase, con la etiqueta hacia arriba.

—Está bien... —dijo Andrei, ablandándose, y cogió la botella—. Pero, muchachos, tened en cuenta que no hay nada de comer. ¿No tendréis al menos un poco de dinero?

—¿Y al menos nos dejarás que acabemos de entrar? —inquirió Fritz, que había vuelto la cabeza de lado levemente, con la oreja hacia la puerta, y escuchaba con atención las carcajadas femeninas que salían del comedor.

—¡Dinero! —dijo Andrei, dejándolos entraren el vestíbulo—. ¡El dinero sobre la mesa!

—Ni siquiera aquí podemos evitar el pago de indemnizaciones de guerra, Otto —dijo Fritz, abriendo su monedero—. ¡Ahí tienes! —Metió varios billetes en la mano de Andrei—. Dale un cesto a Otto, dile qué hay que comprar y que vaya.

—Esperad un momento —dijo Andrei, y los condujo al comedor.

Mientras los tacones entrechocaban, se inclinaban cabelleras bien peinadas y se escuchaban piropos más bien bastos, Andrei llevó a Izya a un lado y, sin explicarle nada, le registró los bolsillos, cosa de la que su amigo ni siquiera pareció darse cuenta. Se limitó a tratar de quitarlo del camino para poder terminar la historia que estaba contando. Después de reunir todo lo que pudo hallar, Andrei se apartó y se puso a contar el monto de la indemnización recaudada. No era ni tanto ni tan poco. Miró a su alrededor. Selma seguía sentada sobre la mesa, moviendo las piernas. Su melancolía se había esfumado y parecía alegre. Fritz le encendía un cigarrillo. Izya se disponía a contar una nueva historia, entre risitas y exclamaciones. Otto, ruborizado, se sentía inseguro de sus modales en presencia de la chica, movía constantemente sus grandes orejas y permanecía de pie en medio de la habitación, en posición de firmes.

Andrei lo agarró por la manga y tiró de él hacia la cocina.

—Ven, no te echarán de menos.

Otto no se resistió, al parecer hasta sintió satisfacción. Al llegar a la cocina, se puso a trabajar de inmediato. Le quitó a Andrei la cesta para las verduras, la sacudió sobre el cubo de la basura (cosa que nunca se le hubiera ocurrido a Andrei), con rapidez y precisión cubrió el fondo con periódicos viejos, y encontró enseguida una bolsa de malla que Andrei había perdido el mes anterior.

—Quizá encuentre salsa de tomate... —dijo metiendo en la bolsa un tarro vacío que aclaró previamente, además de algunos periódicos viejos, por si acaso—. Vas y no tienen con qué envolver...

Todos los actos de Andrei se redujeron a pasar el dinero de un bolsillo a otro, a dar cortos paseítos impacientes, y a proferir exclamaciones tales como: «Vaya, ya está bien... Sí, vamos... ¿Vamos ya?».

—¿Tú también vienes? —dijo Otto encantado, listo para salir.