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No hacía falta presentarse y tampoco había necesidad de pronunciar discursos de bienvenida. Se sentaron tras una mesa con incrustaciones. Andrei con las piezas negras, y su anciano adversario con las blancas, no tan blancas, más bien amarillentas, y el hombre con la cara llena de cicatrices alargó una mano pequeña, carente de vello, tomo un peón con dos dedos e hizo la primera jugada. Al instante. Andrei le opuso su peón, el callado y fiel Van, que siempre había anhelado sólo una cosa, que lo dejaran en paz, y allí tendría cierta paz, más bien dudosa y relativa, allí, en el centro mismo de los acontecimientos inevitables que sin duda iban a tener lugar, y Van las pasaría canutas, pero era allí precisamente donde se lo podría proteger, cubrir, defender durante mucho tiempo, y si era eso lo que quería, durante un tiempo infinito.

Los dos peones estaban frente a frente, uno contra el otro, podían tocarse mutuamente, podían intercambiar palabras carentes de sentido, o podían simplemente estar orgullosos de sí mismos, orgullosos por el hecho de que siendo nada más que peones marcaban el eje principal en torno al cual se desarrollaría toda la partida. Pero no podían hacerse nada el uno al otro, eran mutuamente neutrales, se encontraban en diferentes dimensiones de batalla: el pequeño Van, amarillo e informe, con la cabeza siempre metida entre los hombros; y un hombrecito grueso, patizambo como soldado de caballería, con capa y gorro alto de piel, con unos bigotes asombrosamente poblados, pómulos muy marcados y ojos duros que bizqueaban levemente.

En el tablero había equilibrio de nuevo, y ese equilibrio debería durar bastante tiempo, porque Andrei sabía que su oponente era un hombre genialmente precavido que siempre consideraba que las personas eran lo más importante, lo que significaba que en un futuro inmediato nada amenazaría a Van, y Andrei lo buscó con la mirada entre las filas, le sonrió apenas, pero apartó la mirada al instante al tropezar con los ojos atentos y tristes de Donald.

El adversario meditó, dio sin prisa unos golpecitos con la boquilla de cartón de un largo emboquillado sobre las incrustaciones de nácar de la mesa, y Andrei volvió a mirar de reojo las filas de personas a lo largo de las paredes, pero ahora no miró a los suyos, sino a los que estaban a disposición de su oponente. Allí apenas encontró caras conocidas: había personas con ropa de civil, de inesperado aspecto intelectual, con barbas, gafas, chalecos y corbatas pasadas de moda: varios militares de uniforme desconocido, con muchos rombos en el cuello de la guerrera, con cintas de diferentes condecoraciones...

«De dónde habrá sacado a esa gente», pensó Andrei con cierto asombro, y de nuevo contempló el peón blanco adelantado. Al menos conocía bien a aquel peón, un hombre que había disfrutado de una fama legendaria, y que como susurraban entre sí los adultos, no había justificado las esperanzas puestas en él y había salido de la escena. Era obvio que él mismo lo sabía, pero no parecía molestarle mucho: estaba allí de pie, bien afincado sobre sus piernas torcidas encima del parqué, enrollaba entre los dedos sus gigantescos bigotes, miraba de reojo a los lados y de él salía un fuerte olor a vodka y a sudor de caballo.

El adversario levantó la mano hacia el tablero y movió un segundo peón. Andrei cerró los ojos. No había esperado ese movimiento. ¿Por qué tan de repente? ¿Quién era aquel hombre? El rostro hermoso y pálido, inspirado y repelente a la vez debido a cierta soberbia, los quevedos de lentes azul pálido, la barbita elegante y rizada, el mechón de cabellos negros sobre la frente despejada: Andrei no había visto nunca antes a aquel hombre y no podía decir de quién se trataba, pero con toda seguridad era un personaje importante, porque hablaba con el patizambo de la capa en tono autoritario y con frases cortas, y éste se limitaba a mover los bigotes, tensar los pómulos y apartar a un lado sus ojos algo bizcos, como un enorme gato montes en presencia de un domador confiado.

Pero a Andrei no le interesaban las relaciones entre aquellos dos hombres, se decidía el destino de Van, el destino del pequeño y sufrido Van, que ya había metido la cabeza entre los hombros, que ya esperaba lo peor con desesperada sumisión. Aquí había que elegir una de dos variantes: o bien Van, o bien dejarlo todo como estaba, suspender la vida de aquellos dos peones indefinidamente. En el lenguaje de la estrategia ajedrecística; aquello se denominaba gambito forzado de alfil, y Andrei conocía perfectamente la situación, sabía que los manuales la recomendaban, sabía que era algo elemental, pero no podía soportar la idea de que durante las largas horas de la partida, Van permaneciera allí colgando de un cabello, cubierto de un sudor frío propio del horror de la agonía, mientras la presión sobre él crecería continuamente hasta que, al final, la monstruosa tensión sobre ese punto se hiciera del todo insoportable, el gigantesco absceso reventara y no quedara ni huella de Van.

«No soy capaz de soportar eso —pensó Andrei—. Y a fin de cuentas, no conozco al tipo de los quevedos, qué me importa lo que le ocurra, por qué debo tener lástima de él si mi genial adversario lo ha pensado sólo unos minutos antes de decidirse a proponer el cambio...» Y Andrei tomó del tablero el peón blanco y en su lugar colocó el suyo, negro, y en ese momento vio cómo el gato montes de la capa miró por primera vez a los ojos de su domador y enseñó en una sonrisa lasciva sus colmillos, amarillentos por el tabaco. Y en ese mismo momento, un hombre de piel olivácea, con un aspecto ni ruso ni europeo, se deslizó entre las filas hasta el hombre de los quevedos, levantó súbitamente una enorme pala oxidada y los quevedos salieron volando como un relámpago azul, y el hombre con el rostro pálido de gran tribuno y dictador fracasado emitió un débil gemido, se le doblaron las piernas y el cuerpo, menudo y elegante, rodó por los vetustos peldaños gastados, caldeados por el sol del trópico, manchándose de polvo blanco y sangre pegajosa de un rojo muy vivo...

Andrei contuvo la respiración, tragó para librarse del nudo que le atenazaba la garganta y miró de nuevo hacia el tablero.

Allí había ya dos peones blancos lado a lado, y el centro estaba bajo el dominio del genio estratégico: además, desde lo profundo, la brillante pupila de la muerte inevitable se clavaba en el pecho de Van, no tenía tiempo para meditar demasiado, el problema no era sólo con Van: si perdía un tiempo, la torre blanca saldría al espacio operativo, aquel tipo alto y apuesto, adornado por constelaciones de órdenes y medallas, rombos y galones. Llevaba tiempo intentando hacerlo, aquel hombre de ojos de hielo y labios gruesos como los de un adolescente, orgullo del joven ejército, orgullo del joven país, adversario aventajado de otros hombres igualmente soberbios, llenos de órdenes, medallas, rombos y galones, orgullo de la ciencia militar de Occidente. ¿Qué le importaba Van? Con un movimiento de su mano había acabado con la vida de decenas, de centenares, de miles de personas como Van, sucios, piojosos hambrientos que lo habían seguido ciegamente, que a una palabra suya se lanzaban sin doblar la cabeza, gritando ferozmente, contra tanques y ametralladoras; y aquellos que por un milagro sobrevivían, una vez bañados y alimentados, estaban dispuestos a lanzarse de nuevo al combate, listos a repetirlo todo desde el principio.