El segundo geólogo, el segundo cartógrafo y Ellizauer, el jefe técnico, habían sido fusilados ante la misma pared. Así yacían, bajo una puerta acribillada a balazos. Ellizauer estaba en calzoncillos, los otros dos estaban desnudos.
Y en el mismo centro de aquella hecatombe apestosa, en el medio de la calle, sobre una larga mesa con patas de aluminio, cubierto con la bandera británica, yacía serenamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, el coronel Saint James, en su guerrera de gala, con todas sus condecoraciones, con la misma expresión seca, imperturbable de siempre, y hasta con una sonrisita irónica. Junto a él, recostado en una de las patas de la mesa, con la cabeza canosa apoyada en el pavimento, yacía Dagan, también en su guerrera de gala, apretando en la mano el bastón partido del coronel.
Y eso era todo. Seis soldados, entre los que estaba Chñoupek, el ingeniero Quejada, la prostituta llamada Lagarta y el segundo tractor con el otro remolque habían desaparecido. Quedaban los cadáveres, varios equipos de prospección geológica tirados en un montón, varios fusiles automáticos… Y el hedor. Y un hollín grasiento. Y la peste asfixiante a carne quemada proveniente del remolque que no terminaba de arder. Andrei entró corriendo en su habitación, se dejó caer en el butacón y, con un gemido, se cubrió el rostro con las manos. Todo había terminado. Para siempre. Y no había manera de evitar el dolor, la vergüenza, la muerte…
«Yo los traje hasta aquí — pensó —. Yo los abandoné como un cobarde, como un canalla. Quería descansar. Descansar un momento de sus jetas, de su mal olor, miserable mocoso. ¡Coronel, ay, coronel! ¡No debió morir, no! Si yo no me hubiera ido, él no hubiera muerto. Si él no hubiera muerto, aquí nadie se habría atrevido a nada. Bestias, bestias… ¡Hienas! ¡Tenía que haberlos fusilado! — Soltó un largo gemido y se frotó la mejilla húmeda con la manga —. Ah, me refrescaba en una biblioteca. Le soltaba discursitos a las estatuas. Estúpido, charlatán, lo echaste todo a perder, acabaste con todo… ¡Ahora muérete, canalla! Nadie llorará por ti. ¿Quién coño te necesita en ese estado? Ha sido terrible, terrible… Se persiguieron, se tirotearon, remataron a los caídos, dispararon a los muertos, llevaron a gente a fusilar, a patadas, a gritos. ¡Hasta dónde hemos llegado, muchachos, eh! ¡Hasta dónde os hice llegar! ¿Y para qué? ¿Para qué?»
Golpeó la mesa con los puños muy apretados, se irguió, se secó el rostro con la mano. Podía oír al otro lado de la puerta el llanto y los gemidos confusos de Izya, y los arrullos del Mudo, como los de una paloma, que intentaba tranquilizarlo.
«No quiero vivir — pensó Andrei —. No quiero. Que todo esto se vaya al infierno.» Se levantó de la mesa para ir en busca de Izya, de la gente, y de repente vio allí delante, abierto, el libro de bitácora de la expedición. Lo apartó de sí con asco, pero al instante se dio cuenta de que la última página había sido escrita por otro. Se sentó y comenzó a leer.
Quejada había escrito:
Día 31o. Ayer, en la mañana del 30º día de expedición, el consejero Voronin, acompañado por el archivero Katzman y el emigrado Pak, salieron de reconocimiento con la intención de regresar al campamento antes de la oscuridad, pero no volvieron. Hoy, a las 14 horas 30 minutos, murió súbitamente, de un ataque al corazón, el jefe provisional de la expedición, coronel Saint James. Tomando en consideración que el consejero Voronin todavía no ha regresado del reconocimiento, asumo personalmente el mando de la expedición. Firma: vicejefe científico de la expedición. D. Quejada. 31° día de expedición, 15 horas, 45 minutos.
A continuación aparecían los datos habituales sobre consumo de alimentos y agua, la temperatura, la velocidad del viento, así como la orden por la que se designaba al sargento Fogel como vicejefe militar de la expedición, y una amonestación al vicejefe técnico Ellizauer por su lentitud, seguida por la orden de acelerar al máximo la reparación del segundo tractor.
Más adelante, Quejada había anotado:
Tengo la intención de celebrar mañana las exequias solemnes del fallecido coronel Saint James, y de enviar inmediatamente después de la ceremonia un destacamento armado en busca del grupo de reconocimiento del consejero Voronin. Si no se logra establecer contacto con el grupo, daré de inmediato la orden de regresar, ya que considero que cualquier desplazamiento ulterior tiene ahora menos sentido que antes.
Día 32°. El grupo de reconocimiento no ha regresado. He hecho una última advertencia al cartógrafo Roulier y a los soldados Chñoupek y Tevosian debido a la pelea de la noche anterior, y les he retenido la cuota de agua del día… Seguía un zigzag de tinta y varias salpicaduras sobre el papel, y con eso terminaban las notas. Al parecer, en ese momento había comenzado el tiroteo en la calle. Quejada salió a ver y nunca más regresó.
Andrei releyó las notas. «Sí. Quejada, eso era lo que tú querías. Cosechaste lo que habías sembrado. Y yo, acusando siempre a Pak, qué estúpido, que Dios lo tenga en la gloria… — Se mordió el labio y cerró los ojos, y de nuevo, delante de él, apareció el cuerpo hinchado, enfundado en la chaqueta azul de sarga. De repente, se dio cuenta: trigésimo segundo día —. ¿Cómo que el trigésimo segundo día? ¡El trigésimo!
Ayer hice la anotación correspondiente al vigésimo octavo… — Presuroso, pasó la página —. Sí. El vigésimo octavo… Y esos cadáveres hinchados llevaban allí varios días. Dios, ¿qué es esto? Uno, dos… ¿Qué día es hoy? ¡Si hemos partido hoy mismo por la mañana!»
Recordó la plaza ardiente, llena de pedestales vacíos, y la oscuridad gélida del panteón, y las estatuas ciegas tras la mesa infinita… Eso había ocurrido tiempo atrás. Mucho tiempo atrás.
«Sí. Entonces, una fuerza malévola me enredó, me mareó, me atontó, me narcotizó… Hubiera podido regresar ese día, habría encontrado vivo al coronel, no habría permitido…»
La puerta se abrió de par en par y entró un Izya que no se parecía a sí mismo: reseco, con una larga cara huesuda, sombrío, rabioso, como si quien llorara y gimiera como una mujer pocos momentos antes no hubiera sido él. Tiró su mochila medio vacía a un rincón y se sentó en un butacón frente a Andrei.
— Los cadáveres son, por lo menos, de hace tres días — dijo —. ¿Entiendes qué está ocurriendo?
Sin decir palabra, Andrei empujó hacia él por encima de la mesa el libro de bitácora. Izya lo agarró ansioso, devoró las notas en un santiamén y levantó unos ojos enrojecidos hacia Andrei.
— El Experimento es el Experimento — dijo éste, con una sonrisa retorcida.
— Y una m-mierda… — dijo Izya, con odio y asco. Releyó las notas y tiró el libro sobre la mesa —. ¡Hijos de perra!
— En mi opinión, nos liaron en la plaza. Donde estaban los pedestales.
Izya asintió, se recostó en el butacón, levantó la barba y cerró los ojos.
— ¿Y qué vamos a hacer, consejero? — preguntó, Andrei callaba —. ¡No se te vaya a ocurrir pegarte un tiro! — dijo Izya —. Te conozco, joven comunista… aguilucho.
Andrei soltó una risita amarga y se arregló el cuello de la camisa.
— Escucha — musitó —. Vámonos a otra parte…
Izya abrió los ojos y los clavó en Andrei.
— Ese olor que entra por la ventana — explicó Andrei con dificultad —. No lo resisto…
— Vamos a mi habitación.
En el pasillo, el Mudo se levantó al verlos. Andrei lo tomó por el musculoso brazo desnudo y lo llevó con ellos. Los tres entraron en la habitación de Izya. Allí las ventanas daban a otra calle. A lo lejos, por encima de las azoteas, se divisaba la Pared Amarilla. No se percibía ningún hedor, hacía hasta un poco de fresco, pero no quedaba sitio para sentarse, todo estaba cubierto de papeles y libros.