— En el suelo, sentaos en el suelo — dijo Izya, y se dejó caer sobre su cama, sucia y en desorden —. Pensemos algo. No tengo intención de morirme. Aún tengo muchas cosas que hacer por aquí.
— Pensar, ¿qué? — replicó Andrei, sombrío —. Da igual. No hay agua, se la llevaron, y la comida ardió. No podemos regresar, nunca lograríamos atravesar el desierto… Aunque alcanzáramos a esos miserables… No, no los podemos alcanzar, han transcurrido varios días… — Calló un instante —. Si encontráramos agua… ¿Está muy lejos ese acueducto del que hablabas? — Veinte kilómetros. O treinta.
— Si vamos de noche, cuando hace frío…
— No se puede ir de noche — dijo Izya —. Está oscuro. Y los lobos…
— Aquí no hay lobos — replicó Andrei.
— ¿Cómo lo sabes?
— Pues entonces es mejor que nos peguemos un tiro.
Andrei sabía ya que no se pegaría un tiro. Quería vivir. Nunca antes había sabido que se podía desear la vida con tanta fuerza.
— Está bien. Hablemos en serio.
— Hablo en serio. Quiero vivir. Y sobreviviré. Ahora, todo me da igual. Quedamos tú y yo solamente, ¿lo entiendes? Nosotros debemos sobrevivir, eso es todo. Y que ellos se vayan a hacer puñetas. Simplemente, encontraremos agua y nos quedaremos a vivir donde la encontremos.
— Correcto — dijo Izya, se sentó en la cama, metió una mano bajo la camisa y se puso a rascarse —. Por el día, beberemos agua, y por la noche te daré por el saco…
— ¿Tienes otra propuesta? — preguntó Andrei mirándolo, sin entender.
— Por ahora, no. Es correcto, primero hay que encontrar agua. Sin agua, estamos acabados. Y después veremos qué hacer. Pero he estado pensando en algo: es obvio que salieron huyendo a toda pastilla tan pronto terminó la masacre. Les entró miedo. Se montaron en el remolque y salieron disparados. Creo que si registramos bien la casa, podremos encontrar agua y comida.
Estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo con la boca abierta. Sus ojos casi se le salían de las órbitas.
— ¡Mira eso, mira eso! — susurró, asustado.
Andrei se volvió enseguida hacia la ventana.
Al principio, no vio nada de particular, sólo oyó un estruendo lejano, como un alud, como si cayeran piedras en alguna parte… Después sus ojos detectaron cierto movimiento en el plano amarillo vertical que se elevaba por encima de las azoteas.
Desde arriba, saliendo de la neblina azulada donde desaparecía el mundo, se deslizaba hacia abajo, con el vértice por delante, una extraña nube triangular. Se desplazaba desde una altura inconcebible, y aún estaba muy lejos de la base de la pared, pero ya se podía distinguir algo que giraba con rabia en el vértice, tropezando y saltando en obstáculos invisibles, un cuerpo pesado con una silueta dolorosamente familiar. A cada sacudida, de aquel cuerpo salían fragmentos que continuaban cayendo a su lado, trozos de piedra que caían en abanico, levantando remolinos de polvo claro que formaban una nube y se apartaban, como una ola ante la proa de una lancha rápida, mientras el estruendo se hacía cada vez más fuerte y se descomponía en sonidos varios, desde los golpes de las piedras al chocar con el monolito hasta el zumbido amenazador de un alud gigantesco…
— ¡El tractor! — pronunció Izya con voz entrecortada.
Andrei lo entendió sólo en el último segundo, cuando el vehículo destrozado se zambulló a toda velocidad bajo las azoteas, el suelo bajo los pies se sacudió como consecuencia de un golpe monumental, se elevó una enorme columna de polvo de ladrillo, volaron por el aire pedazos del motor y jirones de hojalata, y un segundo después todo quedó cubierto por el alud amarillo.
Enmudecieron durante un rato, y quedaron escuchando con atención el estruendo retumbante, las fracturas, los zumbidos, mientras el suelo seguía temblando y la nube amarilla sobre las azoteas no dejaba distinguir nada más.
— ¡Qué locura! — dijo Izya —. ¿Cómo fueron a parar allí?
— ¿Quiénes? — preguntó Andrei, sin entender.
— ¡Era nuestro tractor, idiota!
— ¿Cuál de los dos? ¿El que se fue? Izya calló mientras, con todas sus fuerzas, hurgaba en la nariz con sus dedos sucios.
— No lo sé — dijo —. No entiendo nada… ¿Y tú? — preguntó de repente, volviéndose hacia el Mudo.
El hombre asintió, indiferente. Izya, acongojado, se dio un fuerte manotazo en las rodillas, pero en ese momento el Mudo hizo un gesto extraño: extendió ante sí el dedo índice, lo bajó con rapidez hacia el suelo y después lo levantó por encima de la cabeza, describiendo con él una circunferencia.
— ¿Y…? — preguntó Izya —. ¿Qué significa?
El Mudo se encogió de hombros y repitió el gesto. Y Andrei recordó de repente, recordó y lo entendió todo al momento.
— Las estrellas fugaces — dijo —. ¡Mira lo que era! — Rió, con amargura —. ¡Vaya, en qué momento lo he comprendido!
— ¿Qué has comprendido? — gritó Izya —. ¿De qué estrellas…?
— Da igual — dijo Andrei desentendiéndose con un ademán, sin dejar de reír —. ¡Da igual, da igual, da igual! ¿Qué nos importa eso ahora? ¡Cállate, Katzman! Tenemos que sobrevivir, ¿lo entiendes? ¡Sobrevivir! ¡En este mundo asqueroso e inverosímil! Necesitamos agua, Katzman.
— Aguarda, aguarda — balbuceó Katzman.
— ¡No quiero nada más! — gritó Andrei, sacudiendo los puños muy apretados —. ¡No quiero entender nada más! ¡No quiero averiguar nada más! Allá afuera hay cadáveres, Katzman. ¡Cadáveres! ¡Ellos también querían vivir! ¡Pero ahora están ahí hinchados, pudriéndose!
Izya apuntó con la barba hacia delante, bajó de la cama, agarró a Andrei por la chaqueta y lo obligó a sentarse en el suelo.
— ¡Calla! — dijo, resoplando con ferocidad —. ¿Quieres una bofetada? Ahora te la doy. ¡Llorona!
Andrei rechinó los dientes y se quedó callado. Izya soltó vapor, regresó a la cama y comenzó a rascarse de nuevo.
— Nunca ha visto un cadáver… — gruñó —. No conoce este mundo… Nenaza.
Andrei, con la cara metida entre las manos, trataba de acallar dentro de sí un aullido repulsivo, carente de todo sentido. Pero con una parte de su conciencia comenzaba a entender qué le estaba ocurriendo, y eso era de utilidad. Era horrible: estar aquí, entre muertos que al parecer estaban vivos, pero que en realidad ya estaban muertos… Izya decía algo, pero él no lo escuchaba. Al rato logró serenarse.
— ¿Qué dices? — preguntó, quitándose las manos de la cara.
— Digo que voy a registrar a los soldados, registra tú a los intelectuales. Y busca en la habitación de Quejada, él debía conservar las reservas intocables de los geólogos. No te preocupes, saldremos de ésta…
En ese momento se apagó el sol.
— ¡De puta madre! ¡En qué mal momento! — se quejó Izya —. Ahora hay que buscar una lámpara… Espera, creo que debo tener la tuya…
— Hay que poner los relojes en hora — dijo Andrei con dificultad.
Se llevó la muñeca a los ojos, miró las manecillas fosforescentes y las puso en las doce en punto. Izya, maldiciendo entre dientes, buscaba en la oscuridad, desplazaba la cama, registraba entre los papeles. Después, se oyó cómo rascaba una cerilla. Izya estaba en el centro de la habitación, a cuatro patas, alumbrando los rincones con la cerilla.
— ¿Qué cono hacéis ahí sentados? — gritó —. ¡Buscad la linterna! ¡Rápido, que sólo tengo tres cerillas!
Andrei se levantó de mala gana, pero el Mudo ya había encontrado la lámpara. Levantó el cristal y se la entregó a Izya. Tuvieron algo de luz. Izya regulaba la mecha mientras hacía pequeños movimientos con la barba. Sus dedos eran como ganchos, la mecha no se dejaba regular. El Mudo, con el rostro brillante de sudor, regresó a un rincón, se agachó y miró desde ahí a Andrei con lástima y fidelidad, con grandes ojos de niño. Un combatiente. Los restos de un ejército derrotado…