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— Dame la lámpara — dijo Andrei. Se la quitó a Izya y arregló la mecha —. Vamos.

Empujó la puerta de la habitación del coronel. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, no faltaba ningún cristal y por eso no se percibía el hedor. Olía a tabaco y agua de colonia. Olía al coronel.

Todo estaba minuciosamente ordenado: dos grandes maletas de buena piel con ropa doblada en su interior, un catre de campaña vestido sin una arruga, y de un clavo en la pared, a la cabecera, colgaba el correaje con una cartuchera y una gorra de enorme visera. En la pesada cómoda del rincón, sobre un círculo de fieltro, descansaba un farol de gasolina, a su lado había una caja de cerillas, un montón de libros y unos binoculares en su funda.

Andrei colocó su lámpara sobre la mesa y examinó el lugar. La bandeja con la cantimplora y los vasitos colocados boca abajo estaba en una de las baldas de una estantería vacía.

— Dámela — le dijo al Mudo.

El Mudo se levantó, agarró la bandeja y la puso sobre la mesa al lado de la lámpara. Andrei sirvió el coñac en los vasitos, que eran solamente dos. Se sirvió en la tapa de la cantimplora.

— Bebed — dijo —, por la vida.

Izya lo miró con aprobación, tomó un vasito y lo olfateó con cara de conocedor.

— ¡Qué bien! — dijo —. ¿Por la vida, entonces? Pero ¿acaso esto es vida? — Soltó una risita, chocó su vaso con el del Mudo y bebió. Los ojos se le humedecieron —. Qué rico… — dijo, con voz algo ronca.

El Mudo también bebió, como si fuera agua, sin el menor interés. Pero Andrei estuvo largo rato de pie con su tapa llena, y no se apresuraba a beber. Tenía deseos de decir algo más, pero no sabía claramente qué. Terminaba una etapa importante y comenzaba otra. Y aunque no era posible esperar nada bueno del día de mañana, ese día sería, de todos modos, una realidad particularmente palpable, porque quizá fuera uno de los escasísimos días que aún tenían por delante. Era una sensación totalmente desconocida para Andrei, muy aguda. Pero no se le ocurrió qué más decir.

— Por la vida — se limitó a repetir y se bebió el coñac.

Después, encendió el farol de gasolina del coronel y se lo entregó a Izya.

— Si rompes éste, barba manca — prometió —, te parto la cara.

Izya, ofendido y gruñón, se marchó, pero Andrei no tenía el menor apuro por salir de allí, y examinaba la habitación, distraído. Claro que deberían registrar aquel recinto, seguramente Dagan guardaba alguna reserva para el coronel, pero por alguna razón andar revolviendo cosas allí le parecía… ¿vergonzoso, sí?

— No te avergüences, Andrei — oyó una voz conocida de repente —, no te avergüences. Los muertos no necesitan nada.

El Mudo estaba sentado al borde de la mesa, balanceando una pierna, pero ya no se trataba del Mudo, o más bien, no era del todo el Mudo. Como antes, seguía vistiendo únicamente los pantalones, con un sable corto de campaña bajo el ancho cinturón, pero su piel ahora se había vuelto mate y seca, el rostro era más redondo y en las mejillas había un rubor saludable, como el de un melocotón. Se trataba del Preceptor en persona, y por primera vez al verlo, Andrei no experimentó alegría, esperanza ni nerviosismo. Sintió incomodidad y tristeza.

— Usted, de nuevo… — gruñó, volviéndose de espaldas al Preceptor —. Hace tiempo que no nos veíamos. — Se acercó a la ventana, pegó la frente al cristal cálido y se dedicó a escudriñar las tinieblas, levemente iluminadas por las chispas del remolque que aún ardía —. Y, como puede ver — añadió —, aquí estamos, preparándonos para morir.

— ¿Por qué para morir? — pronunció el Preceptor con entusiasmo —. ¡Hay que vivir! Para morir nunca es tarde, siempre es temprano, ¿no es verdad?

— ¿Y si no encontramos agua?

— La encontraréis. Siempre la habéis encontrado, y ahora la encontraréis.

— Está bien, la encontraremos. ¿Viviremos junto al agua lo que nos queda de vida? ¿Para qué vivir entonces?

— ¿Y para qué vivir en general?

— Eso mismo es lo que pienso: ¿para qué vivir? He vivido una vida estúpida. Preceptor. Muy tonta… Todo el tiempo he sido como basura atascada en una cañería, ni para arriba, ni para abajo. Primero, luchaba por unas ideas, después por tapices deficitarios, y finalmente me volví totalmente imbécil y he sido la causa de la desgracia de otras personas.

— No, no, eso no es serio — dijo el Preceptor —. La gente muere continuamente. ¿Qué papel tienes en todo esto? Comenzará una nueva etapa, Andrei, y desde mi punto de vista, será una etapa decisiva. En cierto sentido, hasta creo que es bueno que todo haya resultado así. Tarde o temprano eso tenía que ocurrir, era inevitable. La expedición estaba condenada. Pero vosotros habríais podido morir sin llegar a un límite tan importante.

— ¿Y de qué límite se trata, me lo podría decir? — preguntó Andrei, irónico. Se volvió hasta quedar de frente al Preceptor —. Ya hubo ideas de todo tipo, especulaciones sobre el bien de la sociedad y otras tonterías semejantes para niños de pecho… También hice carrera, la suficiente, muchas gracias, estuve entre los que mandan… ¿Qué más me puede pasar?

— ¡La comprensión! — dijo el Preceptor, alzando un poco la voz.

— ¿Qué comprensión? ¿La comprensión de qué?

— La comprensión — repitió el Preceptor —. Eso es lo que nunca has tenido: ¡comprensión!

— De esa comprensión de la que habla estoy hasta aquí — Andrei hizo un gesto, llevándose el dorso de la mano a la nuez —. Ahora lo entiendo todo en el mundo. Llevo treinta años tratando de alcanzar esa comprensión, y al fin lo he logrado. Nadie me necesita, nadie necesita a nadie. Esté yo o no esté, luche o duerma en el sofá, da lo mismo. No se puede cambiar nada, no se puede corregir nada. Uno sólo puede acomodarse, mejor o peor. Todo sigue su marcha y uno no pinta nada en eso. Ahí tiene su comprensión, y no tengo que comprender nada más… Mejor dígame: ¿qué debo hacer con esa comprensión? ¿Guardarla marinada para el invierno o comérmela ahora?

— Exactamente. — El Preceptor asentía con la cabeza —. Ése es el límite postrero: ¿qué hacer con la comprensión? ¿Cómo seguir viviendo con ella? ¡Porque, de todos modos, hay que seguir viviendo!

— ¡Hay que vivir cuando no hay comprensión! — dijo Andrei, con ira contenida —. ¡Y cuando se comprende, hay que morir! Y si yo no fuera tan cobarde… si el maldito protoplasma no me dominara de tal manera, ya sabría qué hacer. Elegiría una cuerda, la más fuerte…

Calló.

El Preceptor tomó la cantimplora, llenó un vasito con cuidado, llenó el otro y, pensativo, enroscó la tapa.

— Bien, comencemos por el hecho de que no eres un cobarde… — dijo —. Y no has buscado una soga, y no se trata de que tengas miedo. En algún lugar del subconsciente, y no muy profundo, te lo aseguro, conservas la esperanza, más aún, la convicción de que se puede vivir con la comprensión. Y vivir bastante bien. Es interesante. — Comenzó a empujar con la uña uno de los vasitos en dirección a Andrei —. Recuerda cómo tu padre te obligó a leer La guerra de los mundos, y tú no querías, te enfurecías, metías el maldito libro debajo del sofá para volver al ejemplar ilustrado del Barón Münchhausen. Wells te aburría, te daba náuseas, no sabías para qué demonios tenías que leerlo, querías seguir viviendo sin él… Y después, leíste aquel libro doce veces, te lo aprendiste de memoria, dibujaste ilustraciones para el texto e incluso intentaste escribir una continuación…