— ¿Y qué? — preguntó Andrei, sombrío.
— ¡Eso te ha ocurrido varias veces! — insistió el Preceptor —. Y te volverá a ocurrir. Acaban de meterte la comprensión a la fuerza, te da náuseas, no sabías para qué demonios te hace falta y quieres seguir viviendo sin ella… — Levantó su vasito y dijo —: ¡Por la continuación!
Y Andrei caminó hasta la mesa, agarró su vaso, se lo llevó a los labios, percibiendo con el alivio acostumbrado como de nuevo se disipaban todas las dudas siniestras, viendo que algo asomaba ya delante en una oscuridad aparentemente impenetrable, y entonces tenía que beber, que golpear entusiasmado la mesa con el vaso vacío y comenzar a trabajar, pero en ese momento alguien que siempre se había mantenido callado, que en treinta años no había dicho nada, quién sabe si porque dormía, porque estaba borracho o porque le daba igual, soltó de pronto una risa burlona y pronunció una palabreja sin el menor sentido: «¡Tililí, tililí!».
Andrei vertió el coñac en el suelo, dejó caer el vasito en la bandeja y se metió las manos en los bolsillos.
— Pero también he entendido otra cosa. Preceptor — dijo —. Beba, beba, por favor, yo no tengo deseos. — Andrei no podía seguir mirando aquel rostro rubicundo; le dio la espalda y caminó de nuevo hacia la ventana —. Me está siguiendo la corriente, señor Preceptor. Me sigue la corriente con demasiada desvergüenza, señor Voronin segundo, mi conciencia amarilla, elástica, como un preservativo usado… Voronin, no importa lo que hagas, todo está bien, siempre, en cualquier caso. Lo fundamental es que todos estemos saludables, y da lo mismo si ellos estiran la pata. Cuando no alcance la comida, le pego un tiro a Katzman, ¿verdad? ¡Qué encanto!
La puerta chirrió a su espalda. Se volvió. La habitación estaba vacía. Y los vasos estaban vacíos, y la cantimplora estaba vacía, y dentro del pecho sentía un vacío como si le hubieran extirpado de allí algo grande y acostumbrado. Quizá un tumor. Quizá el corazón…
Y mientras se habituaba a esta sensación nueva, Andrei se acercó al lecho del coronel, retiró del clavo el correaje con la pistola, se lo ciñó con fuerza y se colocó la cartuchera a un lado del vientre.
— De recuerdo — le dijo en voz alta a la blanquísima almohada.
SEXTA PARTE
Final
El sol estaba en el cénit. El disco, cobrizo a causa del polvo, colgaba en el centro de un cielo sucio y blanquecino, mientras un aborto de sombra se retorcía y trataba de asomarse bajo las suelas de los zapatos, gris y difusa a veces, y de repente, como si reviviera, recuperaba su contorno y se llenaba de negrura, y entonces era particularmente monstruosa. Allí no había el menor rastro de un sendero, sólo se veían elevaciones arcillosas de un amarillo grisáceo, cuarteadas, muertas, duras como piedra y desnudas hasta tal punto que resultaba incomprensible el origen de tal cantidad de polvo.
Gracias a Dios, se movían en la dirección del viento. En algún lugar muy lejos detrás de ellos, el aire había absorbido incontables toneladas de un polvo asqueroso y caldeado, y lo arrastraba con obtusa terquedad a lo largo de la cornisa calcinada por el sol que se extendía entre el barranco y la Pared Amarilla, lo levantaba hasta el mismo cielo formando una protuberancia giratoria, lo retorcía en un remolino flexible y elegante como un cuello de cisne, o simplemente lo empujaba como una ola y después, con súbita furia, lanzaba aquel polvo hiriente contra espaldas y cabellos, haciéndolo restallar contra nucas cubiertas de sudor, azotando brazos y orejas, metiéndolo en los bolsillos o por el cuello de la camisa.
Allí no había nada, hace tiempo que no había nada. Quizá nunca lo hubo. Sol, arcilla, viento. Y sólo en ocasiones, girando y retorciéndose como un malabarista, pasaba rodando el espinoso esqueleto de un arbusto, arrancado de raíz quién sabe dónde, allá atrás. Sólo polvo, polvo, polvo…
De vez en cuando la arcilla desaparecía bajo los pies y empezaba un espacio de piedra molida. Todo estaba recalentado, como en el infierno. De los remolinos de polvo asomaban, a derecha o a izquierda, enormes trozos de roca, canosos, como enharinados. El viento y el calor les daban rasgos extraños e inesperados, y lo temible era que aparecían y enseguida desaparecían como fantasmas, como si estuvieran jugando al escondite. La grava bajo los pies se hacía cada vez más grande, y de repente terminaba la piedra y volvía a aparecer la arcilla.
Las piedras se comportaban muy mal. Salían rodando de debajo de los pies, lograban clavarse en las suelas lo más profundo posible, atravesarlas, llegar hasta la carne. La arcilla tenía un comportamiento más aceptable, pero también hacía todo lo que podía. De repente se encabritaba, formando extrañas colinas calvas, creando inesperadas laderas, o se abría dejando paso a profundos desfiladeros de paredes abruptas, donde era imposible respirar a causa de un denso calor milenario. También hacía su juego, moviéndose y quedándose inmóvil de repente, metamorfoseándose según su pobre imaginación arcillosa. Allí todo jugaba según sus propias reglas. Y todas las reglas estaban en contra…
— ¡Eh, Andrei! — llamó Izya, con voz ronca —. ¡Andriuja!
— ¿Qué te pasa? — preguntó Andrei por encima del hombro y se detuvo.
El carrito, meneándose sobre sus ruedas en mal estado, siguió avanzando por inercia y lo golpeó debajo de las rodillas.
— ¡Mira…! — Izya se había detenido a unos diez pasos detrás de él y señalaba algo con el brazo extendido.
— ¿Qué es eso? — preguntó Andrei, sin mucho interés. Izya tiró de las riendas y, sin bajar la mano, arrastró su carrito hasta situarse junto a su amigo. Andrei lo miraba avanzar, andrajoso, con la barba hasta el pecho y la cabellera revuelta, gris por el polvo, enfundado en una chaqueta hecha jirones, a través de los cuales se podía ver un cuerpo velludo y empapado de sudor. La tela de los peales apenas le cubría las rodillas, a la bota derecha se le había separado la suela y dejaba ver unos dedos sucios, de uñas negras y partidas. Un corifeo del espíritu. Un sacerdote y apóstol del eterno templo de la cultura…
— ¡Un peine! — pronunció Izya con solemnidad mientras se acercaba. El peine era de los baratos, de plástico, con varios dientes rotos; ni siquiera era un peine, sino los restos de un peine, y en el sitio por donde se había partido se podía distinguir el logotipo del fabricante, pero el plástico se había decolorado tras muchas décadas de calor solar y estaba muy corroído por los granos de polvo.
— Ahí lo tienes — dijo Andrei —. Y tú chillabas todo el tiempo que nadie antes de nosotros, nadie antes de nosotros…
— No he dicho eso nunca — dijo Izya, pacífico —. Sentémonos un momento, ¿está bien?
— De acuerdo — asintió Andrei sin el menor entusiasmo, y en ese mismo instante, sin quitarse los arreos. Izya se dejó caer en el suelo a su lado y se guardó el trozo de peine en el bolsillo superior.
Andrei puso su carrito perpendicular al viento, se quitó los arreos y se sentó, apoyando la espalda y la nuca contra los bidones calientes. Enseguida el viento aminoró, pero la arcilla implacable les quemaba las nalgas a través del tejido gastado.
— ¿Dónde están tus depósitos? — dijo, despectivo —. Charlatán.
— Bus-ca, bus-ca — replicó Izya —. Deben de estar por ahí.
— Y eso, ¿a qué viene? — Pues se trata de un chiste — explicó Izya, divertido —. Un comerciante fue a un burdel…
— ¡Otra vez! — dijo Andrei —. Siempre lo mismo. No te cansas nunca, Katzman, por Dios…
— No puedo permitirme el cansancio — dijo Izya —. Debo estar listo a la primera oportunidad.