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Resoplando, pasó varios minutos hurgando con dedicación en la arcilla petrificada, con la navaja y las uñas, retirando los trozos antes de profundizar más, y después agarró con ambas manos la gruesa raíz principal (fría, húmeda, potente), tiró de ella con fuerza pero con cuidado, para evitar, no lo quisiera Dios, que se partiera por la mitad.

La raíz era de las grandes, de unos setenta centímetros de largo y del grueso de un puño. Era blanca, limpia, brillante. Andrei fue en busca de Izya apretando la raíz contra una mejilla, pero no pudo contenerse y clavó los dientes en la carne jugosa y crujiente, masticó con deleite lo más minuciosamente posible, tratando de hacerlo despacio y de no perder ni una gota de aquella asombrosa humedad, amarga y con un toque de menta, que le refrescaba la boca y todo el cuerpo como en un bosque al amanecer, le aclaraba la cabeza y ya nada daba miedo, y uno podía hasta mover montañas… Después se sentaron en el umbral de la casa y se pusieron a masticar con alegría, haciendo diversos sonidos con la lengua mientras intercambiaban guiños con la boca llena y el viento soplaba descontento por encima de sus cabezas, imposibilitado de llegar hasta ellos. De nuevo lo habían engañado, no le habían dejado jugar con sus huesos sobre la arcilla desnuda. Ya estaban de nuevo en condiciones de medir sus fuerzas.

Bebieron cada uno un par de tragos del bidón caliente, se pusieron los arreos y siguieron adelante. Les resultaba fácil avanzar. Izya ya no se quedaba atrás, sino que iba junto a Andrei, arrastrando la suela medio arrancada.

— Por cierto, he visto allí otro arbusto — dijo Andrei —. Es pequeño, nos servirá al regreso.

— No vale la pena — dijo Izya —. Nos lo debimos comer.

— ¿Te has quedado con ganas?

— ¿Y por qué dejar que se pierda?

— No se perderá — dijo Andrei —. Nos vendrá bien en el camino de vuelta.

— No habrá ningún camino de vuelta.

— Hermanito, eso no lo sabe nadie — dijo Andrei —. Mejor, explícame: ¿habrá más agua?

— Está en el cénit — informó Izya con la cabeza levantada mirando al sol —. O casi. ¿Qué crees, señor astrónomo?

— Parece que sí.

— Pronto comenzará lo más interesante — dijo Izya.

— ¿Qué cosa interesante puede haber aquí? Bien, cruzaremos el punto cero. Iremos a la Anticiudad…

— ¿Cómo lo sabes?

— ¿Lo de la Anticiudad?

— No. ¿Por qué crees que sencillamente cruzaremos el punto cero y seguiremos adelante?

— Pues no pienso nada de eso — dijo Andrei —. Estoy pensando en el agua.

— ¡Tú lo has querido así, Dios mío! El inicio del mundo está en el punto cero, ¿entiendes? Deja de hablar del agua.[3]

Andrei no respondió. Comenzaban a subir una nueva elevación, era difícil avanzar, los arreos se les clavaban en la piel.

«El ginseng es excelente — pensó Andrei —. ¿Cómo lo sabemos? ¿Lo contó Pak? Creo que sí… ¡Ah, no! Una tía feísima llevó varias raíces al campo de prisioneros y se puso a masticarlas, y los soldados se las quitaron y decidieron probarlas. Sí. Al rato, todos andaban de lo más animados y estuvieron acostándose con la tía toda la noche, hasta el amanecer. Y después Pak contó que este ginseng, como el auténtico, el de allá, se encuentra en raras ocasiones. Crece en sitios donde alguna vez hubo agua, y es excelente para el decaimiento. Pero no se puede conservar, hay que comérselo de inmediato, porque en una hora, a veces en menos tiempo, la raíz se marchita y se vuelve venenosa. Cerca del Pabellón había bastante de ese ginseng, todo un sembrado… Allí lo comimos hasta hartarnos, y a Izya se le quitaron todas las llagas en una noche. Lo pasamos bien en el Pabellón. Izya estuvo todo el tiempo allí hablando sobre el edificio de la cultura…» — Todo lo demás es sólo el encofrado junto a las paredes del templo, decía —. Lo mejor que ha pensado la humanidad durante cien mil años, todo lo principal que logró comprender y analizar, va a parar a este templo. A través de su historia milenaria, guerreando, pasando hambre, siendo esclavizada y rebelándose contra eso, comiendo y copulando, la humanidad ha llevado este templo, sin sospecharlo siquiera, sobre la cresta turbia de su ola. Ocurre que, en ocasiones, percibe ese templo sobre sus hombros, cae en cuenta y en ese caso o bien se dedica a desmontar el templo, ladrillo a ladrillo, o le rinde reverencias espasmódicas, o construye otro templo, a su lado y en detrimento suyo, pero nunca entiende del todo de qué se trata: y una vez perdidas las esperanzas de utilizar el templo de una u otra manera, al poco tiempo vuelve a prestar atención a sus necesidades cotidianas: empieza a dividir de nuevo algo que ya ha sido dividido en treinta y tres ocasiones anteriores, a crucificar a alguien, a elevar a alguien, mientras el templo crece solo, de siglo en siglo, de milenio en milenio, y no es posible ni destruirlo, ni demolerlo definitivamente… Lo más divertido — decía Izya —, es que cada ladrillito de ese templo, cada libro eterno, cada melodía inmortal, cada silueta arquitectónica irrepetible lleva dentro de sí la experiencia concentrada de esa misma humanidad, sus pensamientos y lo que ha meditado sobre sí misma, las ideas sobre los fines y contradicciones de su existencia; que no importa cuan alejado parezca estar de todos los intereses momentáneos de aquella manada de cerdos que se devoran a sí mismos, el templo, a su vez y para siempre, es inseparable de esa manada e inconcebible sin ella… Y también es divertido — continuaba diciendo Izya —, el hecho de que nadie construye este templo de manera consciente. No es posible planificarlo previamente sobre el papel ni dentro de algún cerebro geniaclass="underline" crece por sí mismo, asimilando sin errar lo mejor que genera la historia humana… Es posible que pienses — se burlaba Izya en tono cáustico —, que los que construyen directamente este templo no son unos cerdos. ¡Sí que lo son, y en ocasiones, en grado sumo! Benvenuto Cellini, ladrón y canalla: Ernest Hemingway, borracho inveterado: Chaikovski: pederasta: Dostoievski: esquizofrénico y partidario de las centurias negras5: Francois Villon: ladrón de casas, condenado a la horca… ¡Entre ellos, la gente decente es una rareza! Pero, al igual que los pólipos coralinos, no saben qué construyen. Pasa lo mismo con toda la humanidad. Generación tras generación devoran, dan rienda suelta a sus pasiones, se agreden, matan, mueren, y de repente miras y ha crecido todo un atolón de coral, un atolón bellísimo. ¡Y cuan resistente!

— Está bien — le dijo Andrei —. Bueno, el templo. El único valor permanente. Estoy de acuerdo. ¿Y qué pintamos nosotros entonces? ¿Cuál es mi papel aquí? — ¡Detente! — Izya lo agarró por los arreos —. Espera. Las piedras…

Y en verdad, las piedras en ese sitio eran cómodas: redondeadas, planas, como tortas de vaca petrificadas.

— ¿Vamos a erigir otro templo? — masculló Andrei, con una sonrisa burlona.

Dejó caer los arreos, se apartó a un lado y cogió en sus manos la piedra más cercana. Era precisamente como las que se necesitan para hacer cimientos: por debajo rugosa, erizada: por encima lisa, pulida por el polvo y el tiempo. Andrei la colocó sobre la superficie de gravilla fina, más o menos lisa, y la asentó lo más profundo y firme posible, y buscó otra piedra.

Mientras construía aquellos cimientos, sentía algo parecido a la satisfacción: en cualquier caso, era una tarea, algo que se hacía con un objetivo definido, no se trataba ya de desplazarse sin sentido. El objetivo podía ser discutible, se podía decir que Izya era un psicópata y un maníaco (que lo era, por supuesto)… Pero de aquella manera, piedra a piedra, se podía construir una superficie lo más lisa posible que sirviera como una base.

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3

Centurias negras: se llamaba así a los destacamentos armados de las organizaciones Unión del Pueblo Ruso. Unión de San Miguel Arcángel y otras similares, partidarias del zarismo y de marcado carácter antisemita. (N. del T.)