— Pues mucho — replicó Izya satisfecho, como si hubiera estado esperando la pregunta —. El templo, querido Andrei, no son sólo libros eternos, no es sólo música imperecedera. Porque, de esa manera, tendríamos que el templo empezó a construirse sólo después de Guttenberg, o como os enseñaron a vosotros después de Ivan Fiodorov6. No, amiguito, el templo también se construye con actos. Si lo quieres así, los actos son el cemento del templo, lo que lo mantiene erecto, sus cimientos. Todo empezó por los actos. Primero, un acto, después, la leyenda, y sólo más tarde vino todo lo demás. Por supuesto, hablo de actos poco comunes, actos que se salen fuera de lo comente. Así comenzó a erigirse el templo, ¡con un acto significativo!
— En pocas palabras, con un acto heroico — precisó Andrei, sonriendo despectivo.
— Está bien, así sea, con un acto heroico — aceptó Izya, condescendiente.
— Entonces, tú eres un héroe — dijo Andrei —, quieres ser un héroe. Simbad el Marino, el astuto Ulises…
— Eres tonto — replicó Izya. Lo dijo con cariño, sin la menor intención de ofender —. Te aseguro, amigo, que Ulises no quería ser un héroe. Sencillamente, era un héroe, ésa era su esencia, no podía ser de otra manera. Tú, por ejemplo, no podrías comer mierda, vomitarías, pero él vomitaba por ser sólo un reyezuelo en su miserable Itaca. Veo que me tienes lástima: pobre maníaco, se ha vuelto loco… Lo veo, lo veo. Pero no tienes por qué sentir lástima de mí. Deberías envidiarme. Porque sólo hay una cosa de la que estoy seguro: el templo se construye: fuera de esto, no pasa nada serio en la historia, y mi vida sólo tiene una misión: cuidar el templo y multiplicar sus riquezas. Por supuesto, no soy Homero ni Pushkin, no podré aportar un ladrillo nuevo a su pared. ¡Pero soy Katzman! Y el templo está dentro de mí, lo que quiere decir que soy parte del templo, que cuando tomé conciencia de mí mismo el templo creció en un alma humana más. Y eso es maravilloso por sí solo. No importa que yo no pueda aportar a la pared ni un grano de arena, aunque lo intentaré, puedes estar seguro. Seguramente será un granito muy pequeño, peor aún, con el tiempo puede ser que el grano se caiga, que no sirva para el templo, pero en cualquier caso sé que el templo estaba dentro de mí, y yo también lo hacía sólido.
— No entiendo nada de eso — dijo Andrei —. Lo que cuentas es muy confuso. Es como una religión: el templo, el espíritu…
— Vaya, lo que faltaba — dijo Izya —, si no se trata de una botella de vodka o de una colchoneta de guata, tiene que ser una religión. ¿Por qué te pones tan recalcitrante? Tú mismo te cansaste de decirme que ya no sentías el suelo bajo tus pies, que estabas flotando en el espacio… Es verdad, estás flotando. Eso era lo que te debía pasar. Es lo que le pasa, al fin y al cabo, a toda persona que piense un poco. Pues yo te devuelvo el suelo. El más firme que puedas encontrar. Si quieres, puedes erguirte sobre los dos pies, si no, ¡vete a hacer puñetas! ¡Pero entonces no te quejes!
— No me estás dando un suelo — dijo Andrei —, sino una nube amorfa. Está bien. Digamos que he entendido todo lo relativo a tu templo. ¿Qué tiene que ver eso conmigo? No tengo cualidades para construir tu templo, digamos con honestidad que no soy un Homero. Pero tú, aunque sea, llevas el templo en el alma, no puedes vivir sin eso, yo lo veo, soy testigo de tus correrías por el mundo, eres como un cachorrillo, olfateas todo lo que te cae a mano, lo lames o lo muerdes. Veo cómo lees. Puedes pasarte leyendo las veinticuatro horas del día… y recuerdas todo lo que has leído. Yo no puedo. Me encanta leer, pero con medida. Me gusta oír música, claro que sí. ¡Pero no veinticuatro horas seguidas! Y mi memoria es de lo más corriente, no puedo enriquecerla con todos los tesoros que ha acumulado la humanidad. No podría, aunque me dedicara únicamente a eso. Me entra por un oído y me sale por el otro. Así que ¿para qué me sirve tu templo ahora?
— Tienes razón, claro — dijo Izya —. No te lo discuto. No todos tienen el don de percibir el templo. No discuto que sea patrimonio de una minoría, eso se debe a la naturaleza humana… Pero tú, escúchame. Ahora te cuento cómo concibo todo eso. El templo tiene constructores — Izya comenzó a contar doblando los dedos —. Son quienes lo erigen. A continuación, digamos, están… pfu, qué difícil es formularlo, sólo me viene a la cabeza la terminología religiosa… Bueno, da lo mismo, están los sacerdotes. Son quienes lo llevan dentro de sí. Aquellos a través de cuyas almas crece, en cuyas almas existe… Y están los consumidores, cómo decirlo, los que se alimentan de él. Así tenemos que Pushkin era un constructor. Yo soy un sacerdote. Y tú eres un consumidor… ¡Y no hagas muecas, estúpido! ¡Eso es magnífico! El templo, sin consumidores, carecería de todo sentido humano. Tú, ignorante, ¡piensa qué suerte has tenido! Se necesitan muchos, muchísimos años de adoctrinamiento especial, de lavado de cerebro, y complicadísimos sistemas de engaño, para incitarte a ti, un consumidor, a que destruyas el templo. ¡Y a la persona que eres ahora sería imposible empujarla a eso, quizá sólo bajo amenaza de muerte! Piensa un momento, saco de chinches, la gente como tú también constituye una ínfima minoría. A la mayoría de los seres humanos basta con hacerles un guiño, darles permiso, y correrán divertidos a destruir edificios, a quemar… ¡eso ya ha ocurrido, y más de una vez! Y volverá a ocurrir, en más de una ocasión. ¡Y tú te quejas! Y si fuera posible formular la pregunta de qué objetivo tiene el templo, la respuesta sólo sería una, la única: ¡el templo es para ti…!
«¡Andriuja! — lo llamó Izya, con un tono repelente, bien conocido —. ¿Bebemos un poco?
Se hallaban en la cima de una elevación bastante grande. A la izquierda, donde estaba el abismo, todo se veía cubierto por una densa capa de polvo que volaba enloquecido, pero a la derecha había aclarado quién sabe por qué, y se veía la Pared Amarilla, pero no como dentro de la Ciudad, pareja y lisa, sino llena de enormes pliegues y arrugas, como la corteza de un árbol monstruoso. Delante, más abajo, comenzaba un suelo blanco de piedra, liso como una mesa: no se trataba de gravilla sino de un bloque único de roca, un monolito interminable que se extendía hasta donde llegaba la vista. Sobre él, a medio kilómetro de la elevación, oscilaban dos remolinos raquíticos, uno amarillo y el otro negro…
— Esto es algo nuevo — dijo Andrei, entrecerrando los ojos —. Fíjate, todo piedra…
— ¿Cómo? Sí, es verdad… Oye, bebamos aunque sea un vasito, ya son las cuatro…
— Bien — aceptó Andrei —. Pero antes, bajemos.
Descendieron de la elevación, se liberaron de los arreos, y Andrei sacó de su carrito el bidón recalentado, que se enredó primero en la correa del fusil automático, y después con el saco que contenía los restos de pan seco, pero Andrei logró sacarla. La apretó entre las rodillas y la abrió. Izya se movía a su lado, preparado, con una taza de plástico en cada mano. — Saca la sal — dijo Andrei.
Izya dejó de moverse de inmediato.
— Olvídate de eso — dijo, quejumbroso —. ¿Para qué? Bebámosla así mismo…
— Sin la sal, no te la daré — repuso Andrei, cansado.
— Entonces, hagamos lo siguiente — dijo Izya, inspirado por una nueva idea. Había dejado las tazas sobre la piedra y buscaba en su carrito —. Primero me como la sal, y después me bebo el agua…
— Dios mío — dijo Andrei, asombrado —. Está bien, como quieras.
Sirvió dos medias tazas de agua caliente que olía a metal, y tomó el paquetito de sal que le tendía Izya.
— Saca la lengua — dijo.
Puso una pizca de sal sobre la gruesa lengua de su compañero y lo observó torcer el gesto y tragar con dificultad, mientras tendía ansioso la mano hacia la taza. Después, echó un poco de sal a su taza de agua y se dedicó a bebérsela, a sorbitos, como si fuera una medicina, sin sentir ningún placer.