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— Anote la dirección. ¿Tiene dónde escribir?

— Simplemente dímela, la recordaré.

— Es muy sencilla: calle Mayor, número ciento cinco, piso dieciséis. La entrada es por el patio. Si por casualidad resulta que no estoy, busque al conserje, es un chino llamado Van, le dejaré la llave.

Davidov le caía muy bien a Andrei, aunque al parecer sus ideas no coincidían.

— ¿En qué año naciste? — preguntó el granjero.

— En el veintiocho.

— ¿Y cuándo saliste de Rusia?

— En el cincuenta y uno. Hace sólo cuatro meses.

— Aja. Yo vine de Rusia en el cuarenta y siete… Dime. Andriuja. ¿qué tal les va en el campo, ha mejorado algo?

— ¡Por supuesto! — dijo Andrei —. Lo han reconstruido todo, los precios bajan de año en año… Es verdad que no he estado en el campo tras la guerra, pero a juzgar por el cine y por los libros, ahora se vive bien allí.

— Hum… el cine — pronunció Davidov, dubitativo —. El cine, ¿te das cuenta? es algo que…

— Pues no. En la ciudad, en las tiendas hay de todo. Abolieron las cartillas de racionamiento hace tiempo. ¿De dónde sale todo? Está claro que de la aldea…

— Eso, sin la menor duda. De la aldea… — Davidov quedó pensativo un instante —. Cuando regresé del frente, mi mujer había muerto. Mi hijo había desaparecido. La aldea estaba desierta. Bueno, eso lo podemos arreglar, pensé. ¿Quién ha ganado la guerra? ¡Nosotros! O sea, ahora tenemos fuerza. Me propusieron como presidente del koljós. Acepté. En la aldea sólo había mujeres, así que no tenía necesidad de casarme. Pasamos el cuarenta y seis de cualquier manera, me dije que todo sería más fácil después de eso… — De repente calló y se mantuvo así un largo rato, como si se hubiera olvidado de la existencia de Andrei —. Felicidad para toda la humanidad — masculló de pronto —. ¿Tú crees en eso?

— Por supuesto.

— Yo también creía. No, pensé, en la aldea eso no va a funcionar. Seguro que se trata de un error, pensé. Antes de la guerra nos tenían atados por la cintura, después de la guerra, por la garganta. No, pensé, de esa manera nos van a ahogar. La vida era opaca, como las charreteras de un general. Yo comencé a beber, y de repente, el Experimento. — Suspiró pesadamente —. Entonces, qué crees, ¿les saldrá el Experimento?

— ¿Qué es eso de «les saldrá»? ¡«Nos» saldrá!

— Está bien, ¿nos saldrá? ¿Sí o no?

— Debe salir — repuso Andrei con firmeza —. Eso depende sólo de nosotros.

— Lo que depende de nosotros, lo hacemos. Allá, aquí… En general, no hay de qué quejarse, por supuesto. La vida, aunque dura, es mucho mejor. Lo fundamental es que dependes de ti. Y si viene alguien, lo tiras a la letrina y se acabó. ¿Eres militante del partido?

— De la Juventud Comunista. Usted. Yuri Konstantinovich, tiene un punto de vista demasiado lúgubre. El Experimento es el Experimento. Es difícil, hay muchos errores, pero seguro que no puede ser de otra manera. Cada cual en su puesto, cada cual hace todo lo que puede.

— ¿Y en qué puesto estás tú?

— Recogedor de basuras — dijo Andrei con orgullo.

— Un puesto importante — replicó Davidov —. ¿Eres especialista en algo?

— Mi especialidad es muy particular. Astrónomo. — Lo pronunció con cierto reparo y miró de reojo a Davidov, aguardando una burla, pero el granjero, por el contrario, se interesó.

— ¿De veras que eres astrónomo? Entonces, hermanito, tú debes saber dónde estamos metidos. ¿Es un planeta cualquiera o, digamos, una estrella? En las ciénagas, donde yo vivo, todos los días discuten eso, llegan hasta las manos, ¡te lo juro! Se hartan de aguardiente y cada cual comienza a soltar sus ideas… Hay quien dice que estamos como en un acuario, en la misma Tierra. Un acuario gigantesco, y en lugar de peces hay personas. ¡De verdad! Y, desde un punto de vista científico, ¿qué piensas tú de eso?

Andrei se rascó la coronilla y se echó a reír. En su piso esa discusión a veces se convertía casi en una pelea a puñetazos, sin que hiciera falta aguardiente. Y sobre aquello del acuario, Izya Katzman repetía las mismas palabras, riéndose y salpicando saliva.

— Cómo explicárselo… — comenzó —. Es algo complicado. Incomprensible. Pero, desde un punto de vista científico, sólo puedo decirle una cosa: es difícil que se trate de otro planeta. Y menos todavía de una estrella. En mi opinión, todo lo que hay aquí es artificial, y no guarda relación alguna con la astronomía.

— Un acuario — asintió Davidov con convicción —. Y el sol aquí es como una bombilla. Además, la pared amarilla que llega al cielo… Oye, dime, si sigo por este callejón, ¿llegaré al mercado o no?

— Llegará al mercado — respondió Andrei —. ¿Recuerda mi dirección?

— La recuerdo, espérame a la noche.

Davidov azotó levemente a los caballos, soltó un silbido y el carretón desapareció con estrépito por la calleja. Andrei se encaminó a su casa.

«Vaya buen tío — pensó, emocionado —. ¡Un soldado! Seguramente no se brindó voluntario para el Experimento, sino que huía de las privaciones, pero no soy quién para juzgarlo. Estaba herido, la economía andaba por los suelos, es lógico que vacilara. Y por lo que se ve, su vida aquí tampoco es un paseo. Y no es el único que vacila, aquí hay muchos que dudan…»

Los babuinos estaban a sus anchas en la calle Mayor. Sería porque Andrei ya se había acostumbrado a ellos, o porque se trataba de otros monos, pero ya no parecían tan descarados ni amenazadores como horas antes. Tomaban el sol en grupos, intercambiaban sonidos, se buscaban y cuando la gente pasaba a su lado, tendían sus manos peludas de palmas negras, y con expresión mendicante pestañeaban con ojos llorosos. Era como si hubiera aparecido de repente en la ciudad una enorme cantidad de mendigos. Andrei vio a Van en la entrada de su edificio. El chino estaba sentado sobre un pedestal, encorvado, con aire de tristeza, con las manos cansadas entre las rodillas.

— ¿Perdieron los bidones? — preguntó, sin levantar la cabeza —. Mira qué cosas pasan…

Andrei echó un vistazo por la entrada del patio y se asustó. La basura lo cubría todo, hasta la altura de la farola. Un estrecho caminito permitía llegar hasta la oficina del conserje.

— ¡Dios mío! — dijo Andrei, y empezó a agitarse —. Ahora mismo yo… espera… ahora voy… — Intentó recordar las calles por las que él y Donald habían pasado de madrugada y en qué lugar los fugitivos habían tirado los bidones del camión.

— No es necesario — dijo Van con desesperación —. Ya pasó por aquí una comisión. Anotó los números de los bidones y prometió que por la noche los traerían de vuelta. Por supuesto, no traerán nada esta noche, pero quizá lo hagan por la mañana, ¿eh?

— Van, date cuenta de que todo aquello fue un infierno, me da hasta vergüenza acordarme…

— Lo sé. Donald me ha contado cómo fue todo.

— ¿Ya está en casa? — preguntó Andrei, más animado.

— Sí. Dijo que no le pasara a nadie, que le dolían las muelas. Le di una botella de vodka y se fue.

— Vaya… — masculló Andrei, que contemplaba de nuevo los montones de basura.

Y de repente sintió unos deseos locos, insoportables, casi histéricos, de bañarse, de tirar el hediondo mono de trabajo, de olvidarse de que mañana tendría que palear toda aquella porquería… A su alrededor, el mundo se volvió pegajoso y maloliente. Andrei, sin decir una palabra más, atravesó corriendo el patio en dirección a su escalera, subió los peldaños de tres en tres temblando de impaciencia, llegó a su piso, buscó la llave bajo la alfombrilla, abrió la puerta y un aire fresco, perfumado con agua de colonia, lo acogió entre sus amantes brazos.