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TRES

Ante todo, se desvistió hasta quedarse totalmente desnudo. Hizo un bulto con el mono de trabajo y la ropa interior, y lo tiró a una caja llena de cosas sucias. El fango, con el fango. A continuación, desnudo en el centro de la cocina, miró a su alrededor y un nuevo motivo de asco lo hizo estremecerse. La cocina estaba llena de vajilla sucia. En los rincones había montones de platos, cubiertos por telarañas azuladas de moho, que ocultaban caritativamente unos restos negruzcos. Sobre la mesa había un montón de copas manoseadas y turbias, vasos y latas de frutas en conserva. Y, encima de los taburetes, atufaban en silencio ollas ennegrecidas, sartenes llenas de grasa, espumaderas y cazos. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. ¡Qué felicidad! ¡Había agua caliente! Y se dedicó a poner orden.

Tras lavar toda la vajilla, agarró la fregona. Trabajó con dedicación y entusiasmo, como si estuviera limpiando la suciedad de su cuerpo. Pero no alcanzó a limpiar las cinco habitaciones. Se limitó a la cocina, el comedor y el dormitorio. En el resto, sólo echó un vistazo con cierta perplejidad: aún no se acostumbraba, y no podía comprender para qué una persona sola necesitaba tantos cuartos, sobre todo tan innecesariamente grandes y que olían a moho. Cerró bien las puertas de aquellas habitaciones y puso sillas delante.

Tenía que bajar al quiosco a comprar algo para la noche. Llegaría Davidov, y seguramente pasaría por allí alguien de la panda habitual. Pero decidió darse un baño antes que nada. El agua estaba ya casi fría, pero de todos modos era maravilloso. Después, vistió la cama de limpio. Y cuando vio la cama con sábanas impolutas y fundas almidonadas, cuando percibió el olor a frescura que salía de ellas, tuvo unas ganas repentinas y locas de acostarse sobre aquella limpieza olvidada con el cuerpo limpio, y se dejó caer con tal fuerza que los muelles defectuosos chirriaron y la vieja madera pulida crujió.

¡Sí, aquello era maravilloso! Era algo fresco, perfumado, crujiente… A la derecha, al alcance de su mano, había un paquete de cigarrillos y cerillas, y a la izquierda, también a su alcance, había una balda con novelas policíacas escogidas. Lo único que faltaba era un cenicero que estuviera a la misma distancia, y además, se le había olvidado limpiar el polvo de la balda, pero se trataba de algo sin la menor importancia. Seleccionó Diez negritos, de Agatha Christie, encendió un cigarrillo y se dedicó a leer.

Cuando se despertó, aún era de día. Escuchó con atención. En el piso y en el edificio reinaba el silencio: sólo el agua, que goteaba copiosamente de los grifos defectuosos, creaba un extraño conjunto de sonidos. Además, el dormitorio estaba limpio, y aquello era extraño y a la vez inexplicablemente agradable. Después, llamaron a la puerta. Se imaginó a Davidov, enérgico, tostado por el sol, con olor a heno y a aguardiente recién destilado, de pie delante del portal, con las riendas de los caballos en la mano y una botella de aguardiente ya preparada. Llamaron otra vez, y se despertó del todo.

— ¡Voooy! — gritó, se levantó de un salto y se puso a buscar los pantalones. Encontró unos a rayas, de pijama, que los anteriores inquilinos habían dejado olvidados, y se los puso con precipitación. La goma estaba pasada y tenía que aguantarse los pantalones por un lado.

En contra de lo que esperaba, al otro lado de la puerta principal nadie soltaba tacos con alegría, no relinchaban los caballos y no se oía agitarse ningún líquido. Sonriendo con anticipación, Andrei quitó el pestillo, abrió la puerta, dio un grito y retrocedió un paso mientras se agarraba la maldita goma con las dos manos. Ante él se encontraba la mismísima Selma Nagel, la nueva del número dieciocho.

— ¿No tendrá usted un cigarrillo por casualidad? — preguntó la chica, sin que mediara un saludo.

— Sí… por favor… entre… — balbuceó Andrei, retrocediendo unos pasos.

La chica entró y pasó por delante de él, envolviéndolo en el vaho de un perfume desconocido. Llegó hasta el comedor, mientras él cerraba la puerta de un golpe.

— ¡Un momento, espere, ahora voy! — gritó con desesperación corriendo al dormitorio.

«Ay, ay, ay — se dijo —. Ay, ay, ay, cómo es posible que yo…»

En realidad no sentía la menor vergüenza, incluso se sentía alegre de estar tan limpio, recién bañado, con sus hombros anchos, su piel lisa, sus bíceps y tríceps bien desarrollados: le daba lástima tener que vestirse. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerlo, abrió la maleta, rebuscó y encontró los pantalones de un chándal y una chaqueta deportiva, lavada y descolorida, con las letras LU entrelazadas en el pecho y la espalda. Así se presentó ante la hermosa Selma Nagel, sacando el pecho, con los hombros echados para atrás, caminando con ligereza y llevando un paquete de cigarrillos en la mano extendida.

La hermosa Selma Nagel cogió un cigarrillo con indiferencia, sacó un mechero y lo encendió. Ni siquiera miró a Andrei, y su aspecto parecía decir que nada en el mundo le interesaba. En realidad, no parecía tan hermosa a la luz del día. Su rostro no era completamente simétrico sino más bien basto: la nariz era corta y respingona, los pómulos demasiado anchos, y la boca grande estaba excesivamente pintada. Pero sus piernas, totalmente desnudas, estaban más allá de cualquier alabanza. Por desgracia, el resto no se dejaba ver, alguien le había enseñado a llevar ese tipo de ropa que más bien parece un saco. Un jersey. Y con semejante cuello. Como el de un buzo.

Estaba sentada en un sillón, con una bella pierna encima de la otra, también bella, y miraba a su alrededor sin emoción mientras sostenía el cigarrillo como los soldados, protegiendo el fuego dentro de la mano. Andrei se sentó con cierto desparpajo, pero con elegancia, en el borde de la mesa, y también encendió un cigarrillo.

— Me llamo Andrei — dijo él. Ella le dirigió una mirada indiferente. Sus ojos no eran lo que le habían parecido la noche anterior. Eran unos ojos grandes, pero no de color negro sino azul pálido, casi transparentes.

— Andrei — repitió la chica —. ¿Polaco?

— No, ruso. Y usted se llama Selma Nagel y es de Suecia.

— De Suecia — asintió ella —. ¿Así que era usted a quien zurraban en la comisaría?

— ¿En qué comisaría? — Andrei la miraba, perplejo —. Nadie me ha zurrado.

— Oye, Andrei, dime. ¿por qué no me funciona aquí este aparato? — De repente, se colocó sobre la rodilla una pequeña cajita laqueada, algo más grande que una caja de cerillas —. En todas las bandas sólo oigo pitidos y crujidos, nada de música.

Andrei tornó la cajita con cuidado y descubrió asombrado que se trataba de un receptor de radio.

— ¡Qué maravilla! — musitó —. ¿Con sintonía automática?

— ¡Y qué sé yo! — Le quitó el receptor, se oyó un ruido ronco, el chasquido de una descarga y un zumbido monótono —. No funciona. ¿Qué, nunca has visto uno así?

Andrei negó con la cabeza.

— En general, no debe funcionar — explicó —. Aquí sólo hay una estación de radio, y transmite directamente a la red urbana.

— ¡Dios mío! ¿Y qué puede hacer uno en este sitio? Tampoco hay caja tonta…

— ¿Caja tonta?

— La tele… ¡La te-ve!

— Ah, no creo que lo tengan planificado para un futuro próximo.

— ¡Qué aburrimiento!

— Puedes conseguir un fonógrafo — propuso Andrei, avergonzado: en realidad, qué mundo era aquél, sin radio, sin televisión, sin cine…

— ¿Fonógrafo? ¿Y qué es eso?

— ¿No sabes qué es un fonógrafo? — se asombró Andrei —. Pues un gramófono. Pones un disco…

— Ah, un tocadiscos… — dijo Selma, sin el menor entusiasmo —. ¿Y hay grabadoras?

— Vaya pregunta. ¿Qué crees que soy, un vendedor de equipos eléctricos?