Выбрать главу

A pesar de su escarnecedora demencia, no le pareció que aquella idea careciera de cierto principio racional. Le pasó por la cabeza que sería bueno formular por la noche esa pregunta. Pero en ese mismo instante se le ocurrió otra cosa.

— ¿Qué vas a hacer esta noche? — preguntó.

— No sé, cualquier cosa. ¿Qué suelen hacer aquí?

Llamaron a la puerta. Andrei miró el reloj. Ya eran las siete, comenzaba la reunión.

— Esta noche te quedas conmigo — le dijo a Selma en tono categórico. A aquella persona tan consentida sólo se la podía tratar con firmeza —. No te prometo mucha diversión, pero conocerás a gente interesante. ¿De acuerdo?

Selma sólo encogió un hombro y se dedicó a arreglarse el cabello. Andrei fue a abrir. Ya estaban golpeando con los pies. Se trataba de Izya Katzman.

— ¿Quién está ahí, una mujer? — preguntó el recién llegado desde el umbral —. ¿Cuándo vas por fin a poner un timbre?

Como siempre al llegar a la reunión, Izya estaba cuidadosamente peinado, con el cuello de la camisa bien almidonado y los puños impecables. La corbata, estrecha y bien planchada, ocupaba con total precisión el espacio definido por una línea que iba desde la nariz hasta el ombligo. Pero, de todos modos, Andrei hubiera preferido en ese momento ver a Donald o a Kensi.

— Pasa, pasa, charlatán. ¿Qué te ocurre hoy, que has llegado antes que los demás?

— Pues sabía que tenías una mujer de visita — respondió Izya, frotándose las manos y riéndose por lo bajo —, y vine corriendo a echarle un vistazo.

Entraron en el comedor; Izya se encaminó hacia Selma.

— Izya Katzman — se presentó, con voz aterciopelada —. Basurero.

— Selma Nagel — respondió ella sin mucho entusiasmo, ofreciendo su mano —, ramera.

Izya rechinó de placer y besó delicadamente la mano de la chica.

— ¡A propósito! — dijo, volviéndose primero hacia Andrei, y después hacia Selma —. ¿No lo habéis oído? El consejo de representantes regionales estudia un proyecto de resolución. — Levantó un dedo y bajó la voz —. «Sobre la preservación del orden en la situación creada por la presencia en el casco urbano de grandes concentraciones de monos cinocéfalos». ¡Uf! Se propone la inscripción de todos los monos, a los que se les pondrá collares metálicos y placas con sus nombres propios, y a continuación serán adscritos a instituciones y ciudadanos particulares que, de ahí en adelante, serán responsables de ellos. — Soltó una risita, gruñó y comenzó a dar puñetazos con la mano derecha en la palma de su mano izquierda, mientras profería gemidos largos y agudos —. ¡Es grandioso! Lo han parado todo, en todas las fábricas se preparan con urgencia los collares y las placas. El señor alcalde adoptará personalmente a tres simios sexualmente maduros y llama a la población a imitar su ejemplo. ¿Adoptarás una mona, Andrei? ¡Selma se opondrá, pero el Experimento lo exige! Como todos saben, el Experimento es el Experimento. Espero que usted no ponga en duda, Selma, que el Experimento es precisamente un experimento, no un excremento, ni un exponente, ni un permanente, sino exactamente el Experimento…

— ¡Vaya charlatán! — logró intercalar Andrei, entre risotadas y gemidos.

Eso era lo que más temía. Ese nihilismo, ese pasotismo debía influir de manera desastrosa en los recién llegados. Por supuesto, era más divertido ir de casa en casa riéndose y burlándose de todo, en lugar de arremangarse y…

Izya dejó de reírse y, nervioso, comenzó a pasear por la habitación.

— Quizá no sea más que un rumor — dijo —. Es posible. Pero tú, Andrei, como siempre, no entiendes nada de la psicología de los jefes. En tu opinión, ¿a qué debe dedicarse la dirección?

— ¡A dirigir! — respondió Andrei, aceptando el reto —. A dirigir y no a parlotear, ni a difundir rumores. A coordinar las acciones de los ciudadanos y las organizaciones…

— ¡Detente! A coordinar las acciones, ¿con qué objetivo? ¿Cuál es el objetivo final de esa coordinación?

— Es elemental — respondió Andrei, encogiéndose de hombros —. El bienestar general, el orden, la creación de condiciones óptimas para el avance del progreso…

— ¡Oh! — Izya volvió a levantar el dedo. Entreabrió la boca y abrió mucho los ojos —. ¡Oh! — repitió y volvió a callar. Selma lo miraba con asombro —. ¡El orden! — proclamó Izya —. ¡El orden! — Sus ojos se abrieron todavía más —. Y ahora, imagina que en la ciudad que diriges aparecen incontables manadas de babuinos. No puedes echarlos, pues no cuentas con fuerzas suficientes para ello. Tampoco puedes alimentarlos de manera centralizada: no tienes suficiente comida, no te alcanzan las reservas. Los monos mendigan por las calles, creando un desorden insoportable: ¡aquí no hay ni puede haber mendigos! Los monos ensucian, no recogen sus desperdicios, y nadie tiene la intención de hacerlo por ellos. ¿Qué conclusión se saca de todo esto?

— Pues, en todo caso, nada de ponerles un collar — respondió Andrei.

— ¡Correcto! — dijo Izya, en tono aprobatorio —. Por supuesto, nada de ponerles un collar. La primera conclusión práctica: ocultar la existencia de los babuinos. Hacer como si no existieran. Pero, por desgracia, eso tampoco es posible. Son demasiados, y por el momento nuestro gobierno es asquerosamente democrático. Y de repente, surge una idea de una sencillez aplastante: ¡controlar la presencia de los babuinos! Legalizar el caos y el desorden, y convertirlos de esa manera en elementos de un orden riguroso, como corresponde al estilo de gobierno de nuestro bondadoso alcalde. En lugar de manadas de mendigos y gamberros, tendremos dulces mascotas domésticas. ¡Todos amamos a los animales! La reina Victoria amaba a los animales. Darwin amaba a los animales. Dicen que hasta Beria amaba a algunos animales, y qué decir de Hitler…

— Nuestro rey Gustavo también ama a los animales — intervino Selma —. Tiene gatos.

— ¡Excelente! — exclamó Izya, dándose puñetazos en la palma de la mano —. El rey Gustavo tiene gatos, y Andrei Voronin tiene un babuino personal. Y si ama lo suficiente a los animales, hasta dos babuinos…

Andrei se desentendió con un gesto y fue a la cocina, a revisar sus reservas. Mientras registraba los estantes, olisqueando con precaución y dando la vuelta a unos paquetes polvorientos con restos rancios y ennegrecidos, la voz de Izya seguía retumbando en la sala y de vez en cuando se oía la risa sonora de Selma y los gemidos y gruñidos del propio Izya.

No quedaba nada de comer: una patata ya germinada, una sospechosa lata de sardinas y una flauta de pan petrificada. Entonces, Andrei metió la mano en el cajón de la mesa de la cocina y decidió contar el dinero que le quedaba. Le llegaría exactamente hasta el día del cobro, siempre que ahorrara y no invitara a nadie sino, por el contrario, se dejara invitar.

«Me llevarán a la tumba — pensó Andrei, preocupado —. Al diablo, basta ya. Les sacaré las tripas a todos. ¿Qué se creen que es esto, un comedor público o qué? ¡Babuinos!»

Llamaron de nuevo a la puerta y Andrei fue a abrirla con una mueca siniestra en el rostro. Por el camino, se dio cuenta de que Selma estaba sentada sobre la mesa con las manos debajo de los muslos y la boca pintada hasta las orejas, ay, qué putita, mientras Izya seguía derrochando elocuencia delante de ella, haciendo amplios ademanes con sus brazos de babuino, perdida toda elegancia: el nudo de la corbata bajo la oreja derecha, los pelos de punta y las mangas de la camisa grises.

El recién llegado era el ex suboficial de la Wehrmacht Fritz Geiger, en compañía de su mejor amigo, el soldado de ese mismo ejército Otto Frijat.

— Se presentan dos efectivos — los saludó Andrei con su sonrisa siniestra.

Fritz entendió aquel saludo como una burla contra la dignidad de un suboficial alemán y su rostro se hizo impenetrable, mientras que Otto, un hombre blando y de rasgos espirituales imprecisos, se limitó a entrechocar los tacones y a sonreír con gesto obsequioso.